Contenido creado por Inés Nogueiras
Libros

Entre la religión y la política

Susana Andrade
Editorial: La República (REG S.A.)
2009

Lectura: 6'

2009-10-05T17:44:00-03:00
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La comunión de los fieles
Una bellísima y repleta Matriz que no me esperaba, refulgía en la noche montevideana con furor inusitado. Era la misa por los funerales de Juan Pablo II en el Vaticano.

Se le critique o se le aplauda, la incidencia social mundial de su figura y su valía como líder religioso apostólico romano, incontestable, motivaba mi llegaba de blanco ritual -como corresponde a quien hace de su fe un ideal- pues no estaba allí por mí, sino por quinientas mil almas que veneran a Yemanjá el dos de febrero. Umbanda debe acompañar en su dolor a los hermanos católicos con algo más que un cómodo mensaje escrito, como ya se había hecho con autoridades de la Iglesia del carismático Monseñor Cotugno, que en esa oportunidad dirigía el ceremonial, y a quien además, debamos retribuir una visita al aniversario de nuestro periódico hace pocos años.

A medida que ingresaba comencé a sentir sin embargo -por los comentarios y miradas sobre mi indumentaria- como si profanara algo. Fue difícil. Tal vez uno de los momentos más difíciles de afrontar en mi vida. Sólo me fortalecía el cometido de sumarme a la oración junto a los cristianos católicos que lamentaban la muerte de su adalid máximo. ¡¡¡Iría mil veces!!!

Que existen pesadas leyes no escritas, me convencí ese viernes ocho de abril del año 2005 en la Catedral Metropolitana: monumento testigo de la colonización europea, uno de los más bellos que debe tener el Uruguay y que no está aún preparado -hablamos de conciencia colectiva-para recibir a los integrantes de la religión afroamerindia. Del sinnúmero de reflexiones que la situación me generó, medito en el poder de los símbolos, ya que si hubiera concurrido de particular nada se hubiera alterado. En cambio, en medio de una tácita y muda condena de sacrilegio, transitaba como el pueblo hebreo cruzando el Mar Rojo, en un camino que se abría a mi paso no por designio divino sino por espanto y en algunos casos, indignación.

Hermosa... hermosísima y horrorizada iglesia Catedral, vio una vez más y como en otros ámbitos sociales, que no había un lugar para la Umbanda allí, ni para los umbandistas.

Los encargados de la organización pretendieron ignorar mi presencia, aunque esto era difícil, incluso por el propio revuelo que ocasionaba el paso de mis ropajes blancos. Como nadie nos invito (lo cual era lamentable pero previsible) avisamos unos días antes la intención de concurrir, a lo que no hubo contestación. Luego que estaba allí y me anuncié, tampoco nadie me ofreció un asiento. No esperaba alfombra roja. Tampoco que una señora después de advertir en la sacristía mi solicitud de lugar, me hiciera sentar en una silla lateral y luego me mandara parar.

¡Qué bochorno! Jamás se me ocurriría hacerle algo así a nadie, nunca a un dignatario católico ni de ninguna religión y menos aún, a una dama. La vergüenza que sentí me inmovilizó y por unos breves instantes pensé que haba sido mala idea.


Estoy convencida que debo pasar esto por dos razones: para moldear mi espíritu un poco inquieto y para que no sufran lo mismo sucesivas generaciones de afroreligiosos. Son experiencias enriquecedoras en sí mismas; ilustrativas, didácticas, de las que se pueden y deben extraer enseñanzas. Entiéndase que esto no es una queja. Además de ser una mera constatación de la realidad, desea ser un llamado, una invitación, un ruego a quitar atavismos y preconceptos de las mentes y de los corazones, para que de verdad todos seamos hijos del mismo Dios -que lo somos- y entonces y al fin; HERMANOS.

Vi toda la ceremonia de pie, en medio de señoras beatas que hacían lo posible por esconder mi humanidad presente, especialmente de Monseñor, del cual -a pesar de ellas- estaba tan cerca que era imposible no verme.

Llegado el final del sermón y anunciada la entrega de la eucaristía u hostia de comunión, no dudé: quería llegar hasta el altar a saludar y no había otra forma. Entendí que para ellos la gracia representada en el cuerpo de Cristo era lo más sagrado y lo quise para mí, como demostración de adhesión a la fe en un solo Creador y a la misión de acompañar en tan sentido momento.

Más que por la impronta papal, por el sentimiento espiritual que vibraba en esos momentos en gran parte de la población del Uruguay y del mundo. Quería expresarles que los umbandistas también nos condolamos de su pena y sabíamos lo que es sentir en la fe. Aunque lega en oficios católicos, soy bautizada y presenciando la misa pedí perdón a Dios-Zambi, tomando y dando la Paz del Señor a las personas que me rodeaban.

Afianzada en que la sincrética religión Umbanda acepta la figura de Cristo-Oxal como Supremo Maestro, estaba lista y caminé hacia la nave central, en medio de los ojos saltados de muchísima gente. No los veía; los percibía perforando mi indumentaria religiosa, mis collares amarillo y de caracoles africanos y hasta mi vincha blanca. Seguí. Ya nada me hizo retroceder aunque tal vez a algunos -muchos- se les cruzó por la mente detenerme: -Usted va a comulgar- dijo un muchacho alto de lentes. No, dije yo en ese momento. Voy a saludar. Estoy segura que quiso hacerme desistir de continuar avanzando. Y seguí. Ahora convencida de que debía hacerlo como prueba de hermandad y espiritualidad. En el trayecto hacia el altar, una señora que dijo conocerme me dio la bienvenida y se emocionó muchísimo con mi presencia. Eso me dio fuerzas. Un fotógrafo rezagado o propio del lugar, se apresuró cuando vio mi inminente ya comulgación, y disparó su máquina cuantas veces pudo. También los nervios me sobrecogieron y no supe más de él.


Quisiera verlo, pedirle esas fotos que alguna voluntad puritana pudo haber ordenado destruir si las tuvo a su alcance. Sentí que nadie, excepto Dios y los Orixás, querían que estuviera allí y eso me llenó de un enorme gozo espiritual. Tomé la hostia en paz, saludando el altar a nuestra usanza como se saluda el mar u otros reinos de la naturaleza. Me vieron todos los sacerdotes y eso quería ya que estaba allí por la iglesia y sus representantes. Lo entenderán o no: mi conciencia está libre. Comulgar fue para mí esa noche, una demostración fehaciente del compromiso con el momento vivido.

Nos retirábamos entre las incertezas de mi actitud aunque colmada de satisfecha fe, cuando a la voz de Mae!, Mae! se acercó un señor canoso, traje gris y unos sesenta y tantos años, para agradecerme por haber estado. Dijo llamarse Ángel y ser católico de más de cuatro décadas lo que comprobó con una añosa cruz de plata que llevaba en el cuello regalo de su madre. ¡¡¡¡Si invitaron a rabinos y a pastores protestantes, cómo no iban a estar ustedes!!!!

Muchísimas gracias por venir.

¿Que nadie me dio la bienvenida? Sí, claro que sí! Una humilde y anónima señora dentro del recinto y un Ángel que Dios envió a despedirme.
Experimenté una intensa gratificación, como sienten quienes hacen lo que sienten.