Capítulo I
Lucia
El sonido del portero eléctrico atraviesa el departamento. Es un sonido agudo. Un maldito pulso magnético que recorre las paredes y el piso de mi casa siguiendo una línea invisible. En su camino, desde la puerta de la cocina hasta la cama, atraviesa cada mueble que cruza. Nada parece detenerlo o silenciarlo.
Desperté hace horas sabiendo que esto sucedería. En realidad pasé la noche entera con la televisión encendida hasta que se acabó la programación y haciendo fuerza cerré los ojos. Nunca me dormí del todo.
Sé que es mi padre y es por eso que no estoy dispuesta a levantarme. No quiero que pise mi casa. Traté de evitar su visita conversando por teléfono. Quise persuadirlo con el tiempo suficiente para no tener una escena en la puerta del edificio. Estoy cansada de los comentarios que realizan los vecinos sobre mi vida.
Algo no funcionó. Fracasé. Es evidente que no pude detenerlo en Buenos Aires. Mi padre no frenó su viaje y está en la vereda de mi casa esperando que le abra la puerta. Mi padre está cerca. Puedo imaginarlo sin mucho esfuerzo. Sin dudas lleva puestos pantalones oscuros y arrugados. Corrijo. Casi puedo verlo ingresando al hall, caminando lento hasta el ascensor. Esperando con un cigarrillo en la mano. ¿Estará cansado? Sé que los micros y el frío lo ponen de mal humor. En eso nos parecemos.
Tengo miedo de encontrarme con él y no poder decirle lo que pienso con mis ojos clavados en donde duele. En el corazón. No sé si podré quebrar mi falta de palabras, el dolor. Nunca he podido hablarle sin que los nervios me traicionen. Hace años, cuando traté de hacerlo por última vez, lloré. Lloré y un ahogo interior se apoderó de mi cuerpo. Ese día las emociones no encontraron palabras autenticas.
El timbre no deja de lastimar mi humor. Los dedos de mi padre logran penetrar al departamento sin permiso. Sin autorización. Debo resistir sin atender sus llamados aunque en cada sonido un fragmento de su carácter llegue a mis oídos. ¿Habrá alguna forma de ayudarlo a que se dé por vencido y se vaya? No lo sé pero no me creo capaz de ir a la cocina, levantar el tubo y pedírselo. Siento los brazos y las piernas desconectadas del cerebro.
¿Tendré que dejarlo entrar o lo hará un vecino por equivocación? En este consorcio siempre hay una vieja, media sorda, contenta por atender al primer llamado con tal de recibir un nieto. Pobres mujeres, ¿No tienen miedo de que suban y les roben? Acá todos son viejos, gentiles o chusmas. Sobre todo la viuda del tercer piso que me la tiene jurada por mis quejas al consorcio por su perro.
¿Golpean en mi puerta? Son golpes, producidos por manos duras como las de papá. Las conozco. Son golpes decididos, secos y firmes.
Silencio.
Otros tres golpes. Si no se detiene el edificio entero se va a despertar. Que papelón. No puedo seguir pensando en como evitarlo. Debo hacer algo y rápido. Logro pararme y caminar hasta la puerta en puntas de pie. Recuesto la espalda en la pared del pasillo. Quiero escucharlo sin darle señales de vida. No puedo ceder y recibirlo. Preciso soportar, al menos, unos minutos más en silencio. Me repito: Lucia no aflojes, en algún momento se dará por vencido y se irá por donde llegó.
Más golpes sobre la madera de la puerta. Mi padre no se rinde tan rápido. Estoy equivocada. Me niego a creerlo pero estoy equivocada. Como si fuera poco ahora lo escucho pronunciar mi nombre en voz alta. Alguien le contesta. Lo interroga. No logro entender la respuesta, ni el resto de la conversación. ¿Qué estará pasando? ¿Será que un vecino lo está obligando a retirarse? Buenísimo. Por fin alguien me ayuda en este edificio. ¿Se irá sin que tenga que dejarlo pasar a casa? Podría espiar por la mirilla pero corro el riesgo de ser descubierta. Debo serenarme o me delataré. Si uso la cabeza no tengo porqué estar preocupada. Lo lógico es que le digan que no suelo estar a estas horas y él se vaya. Estoy descalza, tengo frío en los pies. Mi padre me avergüenza.
Las rueditas negras de una maleta se deslizan sobre el piso del corredor. También los pies, lentos, de mi padre y su acompañante. Nos separa una fina pared. Sus cuerpos pasan rozándome la espalda, hundiendo el piso de madera sobre el que caminan. Puedo respirar en paz. Mis miedos se van con ellos. Me siento en el suelo, acerco las piernas al pecho y cruzo los brazos sobre ellas. Me abrazo. Tengo la piel desnuda y las rodillas congeladas.
Suena el teléfono. Miro la hora, 7:10. Me freno, no puedo atender. ¿Acaso escuché el ascensor en movimiento? Y si fuera papá llamando desde un celular. Debo estar segura de que se ha ido. Puedo escuchar sin contestar. ¿Y si quiere dejarme un mensaje antes de partir? Soy una idiota, cómo no grabé un saludo disuasivo. Algo tipo: Estoy de vacaciones, deje su mensaje que cuando regrese lo llamaré. La grabadora se activa. Silencio. Nadie pronuncia una palabra. Se corta. Esa no es una buena señal. Si fue él, insistirá. Pasan los minutos. El llamado no se repite. Son las 7:30.
El sonido de unos pasos vencidos recorre por segunda vez el pasillo. El andar es más suave. Tiene que ser papá retrocediendo hacia el ascensor persuadido de mi ausencia. Quien sea detiene sus pasos frente a la entrada de casa. No golpea, no pronuncia mi nombre. Estamos a centímetros. Puedo olerlo. Un sobre de papel amarillo ingresa por debajo de la puerta. Tiene escrito mi nombre y lo firma papá.
Las poleas del ascensor se accionan. El motor arranca con un tirón que sacude toda la mampostería. ¿Se aleja? ¿Es él, verdad? Quiero estar segura de mi victoria pero no puedo asomarme al balcón sin ser descubierta desde la vereda. Preciso dejar pasar varios minutos antes de moverme. Rompo el sobre. Hay fotos y una carta escrita en hojas arrancadas de un cuaderno del tipo escolar.
¿Qué se propone papá? La carta está fechada ayer. La letra es la misma de toda la vida y, quién sabe porqué, siempre usa tinta Parker azul. Esa es su firma. Qué hombre testarudo ¿Sabría cuando la escribió que la rompería sin leerla ni bien tocara mis manos? Qué manera más extraña de ignorarme.
Las fotos, con los bordes amarillos por la humedad, están unidas con una cinta roja de seda. Son fáciles de reconocer, pertenecen al viejo álbum familiar que mamá armó durante años con laica meticulosidad. Del grupo se destaca un retrato de nuestras últimas vacaciones. Es un día nublado. Estamos los cuatro: Fabián y yo. Papá y mamá. Los grandes están separados, cada uno en los extremos del grupo. Mirando a sus hijos. Custodiando nuestra inocencia. Las mujeres llevamos puestos suéteres color marrón. El mío es más oscuro. Mamá luce un pantalón de tela y yo una pollera escocesa y medias verdes de tres cuarto. Los hombres cubren su pecho con buzos deportivos. Ambos llevan puestos sus Jeen. Parecen menos formales. Creo que ese día pensaban ir al Estadio y nosotras al cine. Fabián tiene apoyado su brazo izquierdo sobre mis hombros. En la foto además hay columnas, arcos de medio punto y un kiosco cerrado. Posamos bajo la sombra del Palacio Salvo.
Caireles
Alfredo Fonticelli
Editorial Trilce
2009
06.05.2009 02:40
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