Contenido creado por Inés Nogueiras
Libros

Mecanismo a válvula

Eduardo Alvariza
Estuario Editora
2008

Lectura: 8'

2009-04-08T19:05:00-03:00
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Nicholas y Uma


—He visto mucho cine, pero no son tantas las películas que recuerdo por el impacto grave y tembloroso, que me produjo la agonía descubierta y progresiva de Nicholas Ray en “Relámpago sobre el agua”, de Wim Wenders. Aquel tipo que con el parche en el ojo parecía un pirata inmortal; aquel tipo que le había cantado las cuarenta a Joan Crawford cuando no quiso aceptar sus indicaciones técnicas en “Johnny Guitar”, qué cojones; aquel señor que fue capaz de hacer “Rebelde sin causa” ahora estaba exhibiendo su cáncer frente a la cámara y decía, tosiendo y sufriendo de verdad, en vivo, para todo el que quisiera verlo y escucharlo: “¡Qué enfermo estoy!”. Con esa película sentí que el registro de las imágenes lo es todo, que captar el momento con la intención de ganar la eternidad y un mínimo de significado lo es todo; esto es, todo el mundo del arte, y la ética que se vaya al garete. Ahí decidí que lo que más deseaba en la vida era hacer películas —dijo el inquieto estudiante de cine de un país que no tiene dinero ni para el cine ni para nada.
El estudiante de cine y su interlocutor, un estudiante de abogacía, estaban en un andén que se encontraba en la capital del país que no tiene dinero ni para el cine ni para nada, pero esa capital no era fea, créanlo. Y semejante país se podía definir con exactitud con el lema que ningún partido político se atrevería a tomar como bandera: “No todo lo que ocurre es espantoso”.
Si el emisor del discurso era un estudiante de cine con cutis graso, barba de cinco días y vaqueros gastados, el receptor era un tipo flaco, un tanto encorvado y con bufanda de rombos. Se habían conocido ese día en el cumpleaños de una muchacha mucho más linda que ellos, a la que ambos secretamente amaban sin ninguna esperanza.
En el andén el tiempo transcurría a paso de carreta tirada por gansos. El estudiante de abogacía preguntó:
—Bueno, está bien, pero tu guión premiado ¿de qué se trata?
—A eso iba —dijo el estudiante de cine—. Cuando fui a San Sebastián, gracias al premio, conocí a una mujer en las oficinas del Festival que daba indicaciones a sus súbditos con decisión y gracia, algo poco común durante una semana de tensión laboral constante, y como tenía dudas sobre el modo en que debe encauzar su vida la protagonista de mi historia, un bombón de 32 años pero con tres divorcios encima, me pasé el día entero metido en la oficina, observando todos los movimientos de esta sensual mujer para ver qué podía tomar para mi personaje, la forma elegante que tenía al enroscar el cable del teléfono con su dedo índice, la intensidad de sus miradas, el bamboleo del pelo cada vez que iba de un lado hacia el otro. Veía a la mujer y pensaba en mi protagonista y en su futuro cuarto marido, muy probablemente un señor con mucho dinero que, como es natural, debería volverse loco de celos.
—Pero, ¿la duda era con respecto a la protagonista o a su cuarto marido? —acotó el estudiante de abogacía, que realmente buscaba los puntos flacos de todo discurso.
—Bueno, yo veía a esa mujer del Festival y ya dibujaba a mi protagonista, porque el futuro cuarto marido —dijo el estudiante de cine con cierto fastidio—me chupa un huevo, y te aclaro que los tres anteriores también, y eso está bien explicitado en el guión, que fue premiado por el jurado, y cito textualmente, gracias a su “complejidad psicológica que sin dejar de rendir homenaje a los maestros de la serie negra en el trazo de la mujer fatal, sorprende por una aguda originalidad”. Mi duda era si el bombón, que se había realizado un análisis de rutina y de sopetón una solemne junta médica le anunciaba que tenía cáncer, debía seguir comportándose con cierta fatalidad inherente a su figura, o si debía volverse más hacia su interior y oscurecerse en la angustia y el dolor.
El andén estaba poblado de gente, esto es, las cuarenta o cincuenta personas que se suben al tren habitualmente. Los estudiantes caminaban hacia el último vagón. El de cine se iba, el de abogacía lo despedía.
—¿Y de qué forma disipó tus dudas la mujer del Festival con respecto a la protagonista del guión? —preguntó el estudiante de abogacía.
—En realidad, no lo sé con exactitud. Era muy atractiva y tenía aproximadamente la misma edad que la protagonista, pero también le vi algo que no había escrito en el guión y me interesaba agregar —respondió el estudiante de cine—. Era alta, con unas piernas absolutamente hermosas y un andar felino, pero con un toque de fragilidad, y allí percibí una punta para desarrollar la idea del cáncer.
—¿¡Cómo “desarrollar la idea del cáncer”!? ¿Acaso te premiaron una historia abierta con varios finales posibles que debían ser resueltos antes del último día del Festival?—. El estudiante de abogacía veía la proximidad del último vagón, la inminencia de la puerta de acceso, y sabía que no le quedaba mucho tiempo para preguntar.
—No exactamente —dijo el estudiante de cine, deteniéndose ante la puerta del vagón y dejando pasar a otros pasajeros—. La propia historia indica tres finales diferentes, de acuerdo a tres actrices que son las únicas que pueden hacer el papel protagónico; y la mujer del Festival me sedujo, me alucinó, me indicó el camino, el perfil de la única actriz que podía hacer de diosa de serie negra que muere de cáncer. Tanto me alucinó que le pregunté a ella misma si no estaba dispuesta a encarnarlo.
El andén, que parecía vaciarse con la lentitud de una bañera atascada en el desagüe, de pronto se tragó a todos los pasajeros. El guarda había cortado el último boleto. El tren abandonaría la estación. Y el estudiante de abogacía no tenía más tiempo, y por lo tanto no le salió una pregunta pensada:
—¿Y qué pasó?
—¿Qué pasó con qué? —contestó el estudiante de cine con cierta ironía al revertir los papeles y generarle curiosidad a su interlocutor.
—Con la mujer del Festival. ¿Aceptó el papel? ¿Te la cepillaste? —preguntó el estudiante de abogacía con notoria ansiedad, mientras lograba desenroscar su bufanda con estilo, hay que reconocerlo.
El estudiante de cine ya se había tomado del pasamanos del vagón y tenía un pie en el primer escalón.
—No, no aceptó el papel y tampoco pude cepillármela; era una diosa descalabrada, más compleja y más loca que mi protagonista, que va por el cuarto marido, pertenece a la serie negra, es tan divina como perversa y tiene cáncer.
—¿Y entonces?
—Cuando estábamos en la fiesta de cierre del Festival, en el Palacio Miramar que usaba el Generalísimo como casa de veraneo, atiborrado de actores, actrices, directores y guionistas, le dije a los productores, después de bajarme unas cuantas copas de Marqués de Riscal, que era imprescindible para la historia emplear una intérprete que padeciera alguna enfermedad de verdad, en la vida real, cáncer principalmente.
—¿Así nomás?
—Así nomás. Tendría que ser muy linda y tener cáncer, una irresistible sensualidad y un inminente olor a muerte.
—¡Qué fuerte! —dijo el estudiante de abogacía, ahora la única persona que quedaba en el andén—. ¿Y qué respondieron los productores?
—Algo muy obvio y típico de esas cabezas —dijo con cierta altanería el estudiante de cine desde la puerta del vagón—: me dijeron que existían maquilladores, que toda enfermedad se podía actuar y que el cine era mascarada y fantasía.
El guarda había hecho sonar el silbato anunciando la partida del tren.
—Claro, es muy razonable —dijo el estudiante de abogacía, que en su desesperación por conseguir más información se había agarrado también del pasamanos del vagón y acompañaba con un trote apurado el cansino andar del tren.
—¡Qué van a tener razón! —vociferó el altanero estudiante de cine—. El guión es, justamente, un homenaje a Nicholas Ray, y para eso es necesario tener a una hermosa mujer agonizando ante las cámaras, de verdad. Y para hacerles más gráfico el asunto, les dije: “Uma Thurman, ¿entienden? Esas piernas esbeltas que de a poco se van convirtiendo en palos secos y verdes; esos ojos celestes que van siendo ganados por el gris y el negro del veneno; esa suave piel que se va pudriendo irremediablemente; el cuello, los senos y los glúteos que antes eran la quintaesencia de la belleza y te excitaban, ahora son comidos por inmundas células degenerativas”. Y los productores se pusieron pálidos.
—¿Entendieron? —gritó el estudiante de abogacía mientras corría, ya a varios metros del último vagón.
—No —respondió a voz en cuello el estudiante de cine—. ¡Se pusieron pálidos porque la Thurman estaba detrás de mí escuchando todo!