Latido nocturno
La noche se devora el tiempo. Ya no se puede hacer nada. Los pasos en el corredor. La conversación muteada de los guardias. Tito dormido al lado, sumido en su ensueño jamaiquino, sus rastas esparcidas sobre la almohada como una enorme tarántula.
La noche se devora el universo. La luz de la luna atraviesa los barrotes y forma un círculo en el suelo, cae como un spot teatral sobre una cucaracha. El bicho se siente importante. Mueve sus antenas. Sobreactúa.
Maikol se da vuelta en el camastro. Trata de dormir y no puede. Siempre la misma cara. Aquella vieja, su cartera flaca llena de escasa jubilación, el empujón, la caída, la frenada, el accidente.
La noche se devora todo. Menos eso. El cuerpo roto, un muñeco sobre el pavimento, los gritos de la gente
– “¡asesino, bestia!” -, las manos en la cartera arrancada, los pasos, las piernas, las caras desencajadas y aquellos puños, las patadas, caer en un abismo y caer y caer. Despertar ahí, ahora, cuatro años después. Ahí, en la celda en la que Tito duerme. Sus rastas esparcidas sobre la almohada como una enorme tarántula.
Tito habló meses. Habló años. En cámara lenta. Envuelto siempre en su nube especial espacial, gentileza del gordo Hernández, guardia del segundo turno. Tito le contó de la tierra prometida en África, del emperador, de Jah, de la sagrada Ganja, de cómo Babilón va a caer. Como cayó él, Tito, por unas plantitas, ochenta y cuatro, para uso personal, en una chacra de Melilla.
Maikol cierra los ojos. La noche se devora todo, menos aquello. La brasa de su delgado cigarro brilla en lo oscuro como un pequeño cometa en el espacio añil. En su cabeza el humo se vuelve niebla.
Maykol cierra los ojos, recuerda la vieja, la cartera, el muñeco roto. Pero sabe, Tito se lo dijo, que Jah perdona si se hace algo por el bien de todas las cosas. Tito lo tiene claro, el fin se acerca, le dijo, el fin se acerca.
La noche se devora todo menos el latido de su corazón. Latido tranquilo, bombo distante, tambor, la vieja, un fogonazo, la imagen que aparece y se evapora, más rápido, la cartera, más rápido, la frenada, más y más rápido, el ritmo, el ritmo, Maikol lo extraña como a su casucha a orillas de Propios. Cómo le gustaba bailar. Aquellos lugares llenos de vírgenes impacientes. La estridencia del sonido pleno de plena.
El corazón borra todo, como la noche, se devora a si mismo, se deja envolver por el ritmo bueno, creciente, la nube en la cabeza, el cometa apagado entre los dedos, la sensación que lo abrasa todo, sí, el ritmo, los pies que se mueven bajo la manta agujereada. Saber que tras la última pitada siempre viene la última exhalación.
Es la última semana antes de salir.
Afuera.
Al mundo que se termina.
A la alocada Babilón.
Todo está por llegar.
……………………………………
Murakami en un bar
Ella no lo sabe aún. No tiene la más mínima idea de que todo está a punto de cambiar. Todo. Sólo revuelve su café en vaso y mira brevemente a través de la ventana del bar antiguo y sucio. Un poco de jazz suave, la señorita Jones zumbando en sus oídos mp3. Sobre la mesa descansa el libro abierto, el paquete de cigarrillos que no puede fumar ahí adentro, pero cuya presencia le da seguridad. Maldito vicio placentero. La cucharita crea un remolino en el café. Un agujero negro que se traga el mundo. O no. Afuera pasa un carro tirado por un caballo moribundo. Lo conduce una mujer con piel de pergamino, su cara es un mapa surcado por ríos ancestrales, la mirada casi muerta. A su lado un niño de un extraño color arroz, gorra de béisbol con visera al cielo, sus ojos duros, perdidos en un ensueño. Eso supone ella ya que no puede verlo claramente. Llevan bolsas de papeles y nailon, basura para vender, basura para comer. Ella sorbe un poco de café y piensa. Se inquieta. Algo vibra en su interior, la desafina. Lo presiente. El libro sigue abierto en esa misma página desde hace rato. Maldito japonés y sus mundos paralelos, sus gatos perdidos, mujeres misteriosas, sus pozos del alma.
Ella no lo sabe aún. Su historia, al igual que en el libro, puede tener otra versión, puede ser modificada por una serie de eventos para los que, sin saberlo, se estuvo preparando desde siempre: Elizabeth, gentileza de una madre que nunca estuvo, nombre de actriz; su pasada sensibilidad adolescente, su amor por la lectura, por ayudar al prójimo, los años de estudiar asistencia social, las prácticas en lugares donde el mundo deposita a los niños que no le importan a nadie. Y esa atracción secreta, el cosquilleo bien abajo, por aquellos tipos rudos, raros, peligrosos. Ahora estar ahí, en un bar, cerca de ese barrio de casas de chapa y cartón y bloques.
El café se enfría un poco. Liza, como le dicen las amigas, tiene ganas de salir a fumar. El carro se aleja por la avenida. En el libro aparece una voz en el teléfono, un pájaro que da cuerda al mundo, el terror, el miedo que adopta diferentes formas. Igual que en su vida. El hombre de la pesadilla, la mujer con los dientes rotos, el grito gutural en la oscuridad infantil, la “infanoche”. Y aún así está el amor, en el callejón, en el misterio de mujeres y hombres destinados a encontrarse y perderse y volverse a encontrar, en mil formas de conectarse o quedar aislados. Está todo allí: el amor a los libros, a los pobres, el mundo está lleno de esperanzas, de posibilidades, ella siente que el sueño vivirá.
El carro se aleja hacia los ranchos. En el bar ella se deja envolver por el ensueño, quizá el mismo del niño a quien no llegó a ver bien. Necesita algo, alguien; lo presiente como una loba que huele venir al macho desde el otro lado del bosque. Necesita ser, hacer, crecer. Ser hecha, crecida, nacida por otro. Su vocación, su pasión por la entrega al bien común, fundirse en los demás.
El café se termina. El libro no. Maldito Murakami hipnotizador, fascinador, creador de mundos tan distantes y tan interiores. Extrañas conexiones, Tokio y el rancherío de Propios, mujeres perdidas y ella, también perdida. Todo se funde en una sola cosa, todo es lo mismo y está relacionado, conectado, encadenado eslabón por eslabón.
Paga la cuenta y cierra el libro. Le hace falta un refugio, escapar del mal, igual que en el libro. Tiene la sensación de que algo, en algún lugar, comienza a moverse en su misma dirección. Todo sucederá.
Enciende un cigarrillo y aspira el humo profundamente. Una suave ola de placer la invade. Tose y ríe. Tiene ganas de llorar y no sabe porqué. Camina hacia los ranchos. Algunos vecinos la esperan. Quizá la mujer de pergamino, el niño de arroz.
Avanza por el camino de tierra. Voces la saludan, ya la conocen. Está todo bien, viene a dar una mano, le pagan para eso, es buena gente, es una cheta presumida, es macanuda, está buena, le gusta ayudar, no sé qué carajo hace acá, las voces salen de las casillas, se mezclan en el aire, los pensamientos que ella genera, bondad y ternura, recelo, desconfianza. Deseo. Todos lo intuyen, nadie puede tocarla, es una premonición, un rumor que tiró la curandera del fondo, saben que es ella, que es importante, que es una mujer apartada, especial. No saben por qué. Pero eso que no saben está por suceder. Y sucederá.
Una música escapa de una ventana y le sale al paso. Es un latido de corazón, un ritmo que suena, que le resuena adentro como si fuera el eco de una voz que conoce y no conoce. Ella de pronto es el valle en el que el eco se expande. Maldito Murakami, maldito japonés hipnótico.
Liza golpea las manos frente al rancho. Sale una mujer, salen cinco niños, tres perros flacos que ni ladran. Ella recuerda al hombre del libro, perdido allá lejos, dentro de un pozo. Y siente algo que se acerca, algo que está muy cerca, que late su mismo latido.
-Hoy viene mi hermano –dice la mujer y trata de sonreír-. Hoy sale mi hermano, el Maikol. Está medio loco. Liza siente algo, un escalofrío, su latido se empasta con la música del aparatoso equipo de audio.
-Es de él –justifica la mujer-. Me pidió que se lo cuidara.
El cielo se cubre de tormenta, las nubes avanzan en estampida. Ella no puede dejar de pensar en él, aunque no lo conoce. Siente su latido, adentro. Maldito Murakami. Todo sucederá.
Apocalipso
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