—¡Dale! ¡Reaccioná! ¡El tiempo se escapa, apenas quedan nueve horas!
Escuché aquellas palabras sin poder abrir los ojos. Sonaban en mi cabeza como un despertador tratando de sacarme del sueño, mientras sentía que alguien me sacudía con fuerza. Cuando por fin separé los párpados, me llevé la primera sorpresa de la noche: ante mí se encontraba un niño de no más de seis años. Estaba muy mal vestido, como si usara las ropas viejas de un hermano mayor o hubiese sacado las prendas de un basurero. Tenía puesto un equipo deportivo gastado y demasiado grande para él, lo llevaba doblado varias veces en las mangas y piernas, y cargaba una mochila rosada con un dibujo descolorido de et. Me costó darme cuenta de que el pequeño era el que estaba dándome órdenes; aunque era solo un niño su voz sonaba extraña, como la de un locutor de fm.
—Queda poco tiempo, tenés que acompañarme sin demora —insistió.
En ese momento descubrí que sufría de amnesia, no podía recordar nada de mi vida pasada, no sabía quién era ni cómo había llegado a aquel lugar.
—¿Dónde estoy? ¿Quién soy? ¿Qué hago acá? —pregunté, angustiado.
Una mirada rápida me indicó que me hallaba en un cuarto desordenado, lleno de objetos viejos y polvorientos. La cama en la que había estado acostado tenía unos trapos inmundos en lugar de sábanas. Un espejo, apoyado en la pared de enfrente, me devolvió una imagen que asumí como la mía, y pude comprobar que no tenía más de doce o trece años.
—¿Dónde nos encontramos? ¿Cuál es mi nombre? —volví a preguntar.
—No hay tiempo para explicaciones —cortó el niño que me había despertado—, podés llamarme Gepeto; ahora seguime.
—¡Si pensás que voy a ir a algún lado sin saber qué está pasando, estás loco! —le grité, lleno de miedo.
—Ya te dije que no hay tiempo para explicaciones —me respondió sin inmutarse—, todo llegará en su momento; ¡tenemos que irnos!
—¿Qué te pasa? Si no estás loco entonces sos sordo; ¡quiero saber quién soy!
Me resistía a obedecerlo, necesitaba alguna pista, cualquier clase de datos.
—¡Basta! —gritó él a su vez—. Si no querés venir conmigo quedate solo. No tengo tiempo para discusiones.
Luego abrió una puerta de metal y se lanzó a un pasillo oscuro. Tanto temor sentía de quedarme solo que me sequé las lágrimas ya deslizándose por mi cara y lo seguí de inmediato. Mientras salía de la habitación, entre unos papeles revueltos, alcancé a ver una versión de Pinocho, sobre una mesa desvencijada.
—De ahí sacó el nombre —murmuré sin detenerme a buscarle lógica al asunto, y agregué—: el libro debe gustarle mucho.
Atravesamos el pasillo corriendo tan rápido como podíamos y bajamos tres pisos por escalera sin disminuir la velocidad. Me llamó la atención que fuese tan ágil, a pesar de que el deportivo que vestía era grande para él, por lo que debía resultarle incómodo.
Cuando salimos a la calle era de noche y el frío del invierno me golpeó la cara como un cachetazo.
En ese momento lo vi, resplandeciente en el cielo despejado.
—¡Un cometa! —exclamé fascinado, y recordé que había leído o escuchado sobre él.
Era uno de los más brillantes y aparecía cada setenta años. Estaría visible por dos o tres días y había convocado a científicos de todo el mundo, quienes llegaban hasta el país entusiasmados porque desde aquí lo podrían observar con toda claridad. Mientras corría detrás de Gepeto por la calle solitaria calculé que, según la ubicación del cometa, debían de ser cerca de las diez de la noche. No podía explicar cómo era capaz de realizar ese cálculo, pero sabía que estaba en lo correcto.
—Allí se oculta nuestra nave —me mostró Gepeto, con un gesto de su mano.
—¿Nave? ¿En el cometa? —pregunté sin tener certeza de lo que quería decirme.
—En la estela, para ser más precisos —corrigió él.
—No podés hablar en serio —respondí sacudiendo la cabeza.
—Claro que hablo en serio.
Enseguida se detuvo, giró hasta quedar frente a mí y con una firmeza que no dejaba lugar a réplicas dijo:
—Cada palabra que voy a pronunciar esta noche va en serio y más vale que asimiles todo sin olvidar ningún detalle. Creeme, es por tu bien.
Enseguida reinició la carrera y continuó de este modo:
—Venimos de un sistema planetario lejano, situado en el centro de la galaxia, y viajamos ocultos en la estela del cometa.
—¿Lo hacen para que nuestros instrumentos de defensa no los detecten? —pregunté intentando sonar inteligente.
Gepeto rió:
—En este planeta no hay mecanismos capaces de detectarnos —y poniéndose serio de improviso, como si un mal recuerdo pasara por su mente, agregó—; es por los zynobioydes… y por los otros: de ellos tratamos de ocultarnos, pero lamentablemente nos descubrieron y el tiempo que podemos permanecer aquí es escaso.
Cuando llegamos a la parada, el ómnibus se acercaba rugiendo como un dragón en medio de un páramo desierto. Le hicimos señas y lo abordamos con la misma velocidad que habíamos hecho todo lo demás.
—Pagale al conductor —ordenó Gepeto y recorrió el pasillo hasta acomodarse en los últimos asientos, aunque el vehículo estaba completamente vacío.
Instintivamente metí la mano en el bolsillo del abrigo y encontré dinero para comprar los boletos. Después fui a sentarme al lado de mi compañero.
—¿Por qué hablás así?
Hice la pregunta pensando que, como eran tantas las cosas que no entendía, quizá fuese bueno iniciar el diálogo por una cuestión sin demasiada importancia.
—¿Acaso no me comprendés? —fue la respuesta de Gepeto.
—No, no es eso, pero pronunciás las palabras de un modo extraño.
A manera de respuesta sacó del bolsillo un aparato parecido a un celular y digitó algo.
—Sin embargo, el traductor universal indica que todo está bien, que esta es la forma adecuada de establecer un diálogo en este punto específico del planeta —me explicó, mirándome perplejo.
Como no supe qué contestar, opté por guardar silencio y mirar hacia fuera a través de la ventanilla. La ciudad huía en sentido contrario al avance del ómnibus; parecía que los únicos interesados en ir a alguna parte éramos nosotros. En ese momento recordé que no sabía detrás de qué o de quién estábamos corriendo y, aguijoneado por la curiosidad, encontré el valor necesario para encarar nuevamente al niño.
—¿Sería demasiado pedir que me digas hacia dónde vamos?
—Por el contrario, cuanto más preguntés más facilitás mi trabajo —respondió, cortés, y a continuación me disparó la siguiente contestación, con total naturalidad—: Vamos hacia la parte antigua de la ciudad a robar material radiactivo de la sala de radiología de un hospital.
—¡Estás loco!
El grito se me escapó sin que pudiera hacer nada para contenerlo.
—¡Silencio! —ordenó Gepeto entre dientes, al tiempo que señalaba con el mentón hacia la parte delantera del vehículo—. ¿Querés que nos metan en la cárcel antes de empezar?
Miré hacia donde había indicado mi compañero y pude ver que el conductor nos observaba con recelo a través del espejo retrovisor.
—Está bien, disculpame, pero lo que dijiste es un disparate —le reproché en voz baja pero con la misma aprensión.
—Sé que puede resultar complicado, pero es la única manera de acceder a la fuente de poder que necesitamos en tan poco tiempo —y añadió, como si hablara para sí mismo—; no se puede creer lo primitivos que son en este planeta: ¡aún utilizan energía atómica!
Como estaba resuelto a no conformarme con aquella explicación, volví a cargar contra Gepeto.
—No me importa para qué necesitás el material radiactivo, pero sea lo que sea no me vas a involucrar en un robo.
—Necesitamos el material para terminar la construcción del aparato que me devolverá a mi nave; es uno de los tres objetos que preciso —prosiguió sin alterarse—, es la única manera de partir en el tiempo que me resta.
Después miró hacia fuera como si alguna cuestión no le permitiese estar tranquilo y reflexionó:
—Debo volver a mi nave a tiempo; te aseguro que no te gustaría que me quedase en este planeta más de lo necesario. Ahora descendamos del ómnibus, es lo más cerca que nos puede dejar de nuestro destino —luego se paró y oprimió el timbre.
Apenas tuve tiempo de lanzarme detrás de él antes de que el vehículo reemprendiera la marcha. Estábamos en un sitio solitario, en la explanada que precede al pórtico de la vieja estación de ferrocarriles. Hacía tiempo que nadie utilizaba el lugar como estación. Cuando los trenes dejaron de funcionar, el predio se convirtió en refugio de gente sin hogar y delincuentes. Bajo la luz de los pocos focos que quedaban sanos, lucía amenazante.
Gepeto y yo casi volábamos por el medio de la calle que pasa frente al edificio, cuando me pareció ver algo atrás de las columnas. Una mirada rápida me permitió comprobar que mis temores eran reales: disimulados entre las sombras, unos tipos comenzaban a desplazarse en el mismo sentido que nosotros.
—Creo que tomar este camino no fue buena idea —le comenté a mi compañero—, por acá suele andar gente peligrosa.
—Ya los vi —respondió Gepeto, con un timbre de preocupación en la voz—, pero esos no son delincuentes comunes y corrientes, sino algo mucho más peligroso: son zynobioydes.
Mi compañero pronunciaba aquella palabra con tanto temor que, aunque desconocida para mí, no tenía dudas sobre su significado siniestro.
—¡Seguime! —dijo Gepeto y aceleró el paso rumbo a la avenida que bordea el puerto.
Estuve a punto de decirle que me parecía otra mala elección, pues a esa hora de la noche y en pleno invierno, el lugar debía estar totalmente vacío; pero entre el ritmo de la carrera y el viento frío que me llenaba los ojos de lágrimas fui incapaz de pronunciar palabra.
Segundos después distinguí con claridad a nuestros perseguidores; eran seis. A simple vista parecían mendigos cubiertos con ropas viejas y rotosas. Llevaban capuchas que les cubrían a medias el rostro, pero sus movimientos se percibían ágiles, demasiado ágiles para personas que se suponía entumecidas por el frío. Cada una de sus zancadas los acercaba más y más a nosotros.
En un soplo llegamos al pie del muro que rodea el puerto y, cuando comenzaba a preguntarme cómo seguiríamos, Gepeto dio un salto que desafió la ley de gravedad y se encaramó a la barrera de más de dos metros. Sin vacilar enganchó sus pies al borde superior del muro y, descolgándose de espaldas, me tendió los brazos diciéndome:
—¡De prisa, tomate de mis manos!
Obedecí de inmediato y me sentí arrastrado por una fuerza increíble que me hizo volar por encima del muro y luego me depositó suavemente del otro lado. Antes de que pudiese asimilar la maniobra, Gepeto estaba parado junto a mí.
—¿El muro es suficiente para detenerlos? —averigüé, sin demasiada esperanza.
—¿A los zynobioydes? De ningún modo, ellos no se detienen hasta que mueren.
Acto seguido salió corriendo delante de mí y se internó por los callejones que se forman entre las pilas de contenedores. Paredes de contenedores, ubicados unos encima de otros, se levantaban a cada lado haciendo que el camino por el que transitábamos se encontrara prácticamente a oscuras.
—Ya vienen —me informó Gepeto.
Miré hacia el lugar por donde entramos al recinto y vi seis figuras que saltaban limpiamente el muro, como si fuese una barrera de pocos centímetros.
—¡Es imposible! —exclamé aterrorizado.
—Aún no viste nada —me adelantó—; son extremadamente fuertes y se complacen con el dolor ajeno.
—Pero, ¿quiénes son? —le pregunté intentando borrar sus últimas palabras de mi mente.
Cuando llegó a una esquina, Gepeto torció el rumbo mientras me daba una explicación rápida.
—Bajo ningún concepto podés pensar que este planeta fue la cuna de nuestra raza. En la galaxia hay cientos de miles de mundos habitados por seres humanos y muchos de ellos mantenían contacto fluido entre sí. La mayoría estaban organizados en la Confederación de los Mil y Un Mundos, mientras que otros, los más alejados del centro de la galaxia, todavía viven sumidos en la ignorancia y el olvido.
”Durante milenios, las idas y venidas de los seres humanos, sus guerras y conflictos, fueron los únicos movimientos que sacudieron las relaciones interplanetarias; pero hace poco más de trescientos años, provenientes de otra galaxia, llegaron los zynobioydes. Son una raza guerrera, los depredadores más implacables de los que se pueda tener noticia, y atacaron a la Confederación siguiendo un elaborado plan de exterminio.
”Los pocos que sobrevivimos escapamos en nuestras naves y nos dirigimos a los límites de la galaxia, a los planetas más aislados, intentando tomar contacto con los humanos que pudiéramos encontrar en esos mundos, con el fin de prevenirlos de la amenaza que acecha a toda la especie.
Cuando terminó de hablar se detuvo en seco.
—Este lugar es apropiado para resistir —concluyó mientras se volvía con el fin de hacer frente a nuestros perseguidores.
—¿Podremos con ellos? —cuestioné, sin lograr reprimir el temblor que me sacudía todo el cuerpo.
Gepeto no dijo nada y se puso a manipular el reloj que llevaba en la muñeca, un aparato desproporcionado para el brazo de un niño. Los seis zynobioydes doblaron una esquina a algunos metros de distancia y se encaminaron hacia nosotros a una velocidad inadmisible para los humanos. En ese instante, como si nuestra visión los excitara, aceleraron su marcha.
Yo no sabía qué hacer, estaba paralizado; me limitaba a observar cómo se acercaban, sin atinar a mover un músculo. A mi lado, como si estuviera ajeno al peligro que se cernía sobre nosotros, mi compañero seguía maniobrando aquel objeto. En una fracción de segundo los zynobioydes estuvieron a pocos metros y, divididos en dos grupos, saltaron encima de nosotros. Entonces distinguí las garras como puñales, los ojos amarillos brillando debajo de las capuchas, las bocas erizadas de dientes y el olor a carne podrida, y me di por muerto. Pero inesperadamente todo se detuvo y el mundo pareció congelarse a nuestro alrededor.
—¡Seguime! ¡El tiempo es escaso! ¡Siempre es escaso! —me azuzó Gepeto, dirigiéndose a la base de la pila de contenedores que se levantaba a nuestra izquierda.
—¡Los paralizaste! —constaté, observando la imagen irreal de los zynobioydes detenidos en el aire, flotando a pocos centímetros de mi cara.
—Nada de eso —rectificó—; ellos se están moviendo en el tiempo normal, somos nosotros los que estamos en un microuniverso de tiempo acelerado.
—¿Tiempo acelerado? ¿Cómo lo hiciste? —interrogué sintiendo que tantas novedades no tenían espacio en mi cabeza.
—Con esto —dijo señalando su reloj voluminoso—: es un acelerador de tiempo, de alcance limitado.
Y luego, sacando de la mochila con el dibujito de ET unas cosas parecidas a pelotas de tenis, agregó:
—Ahora apurate, nos quedan menos de tres minutos para colocar las bombas térmicas bajo los contenedores. Eso los detendrá por un rato.
Gepeto trabajaba como un loco: primero, junto a la pila de la izquierda, y luego, pegado a los contenedores que se levantaban a la derecha.
—Las bombas están en su lugar; en treinta segundos se desatará el infierno. ¡Huyamos! —gritó y me alentó a seguirlo de regreso a la salida.
Mientras corríamos procurando alejarnos lo más posible, pude observar que a nuestro alrededor el mundo seguía congelado, como si fuera una película y alguien hubiese apretado pausa en el dvd. De pronto todo volvió a la normalidad: los árboles se agitaron con la brisa, los sonidos de la bahía se hicieron presentes y, casi simultáneamente, escuchamos una explosión y la fuerza de la onda expansiva nos levantó por los aires arrojándonos contra el muro que se encontraba pocos metros delante.
Cuando logré incorporarme, miré hacia el lugar donde habían estado a punto de alcanzarnos los zynobioydes y vi una montaña de contenedores convertidos en hierros retorcidos, envueltos en un infierno de fuego que lanzaba llamas gigantescas hacia el cielo. Después Gepeto me ayudó a saltar el muro como lo había hecho antes. Una vez fuera del puerto, mientras escuchábamos las sirenas de los bomberos y la policía acercándose al lugar, me increpó:
—¡Vamos! ¡Corré! ¡Solo quedan ocho horas!
Nueve horas
De Fernando González
Alfaguara Editorial
2008
19.08.2008 18:19
UNO
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