Primera consulta

Aromaterapeutas, fitoterapeutas, acupuntores, osteópatas, auriculopuntores, homeópatas, especialistas en drenaje linfático, en masaje chino... Ciertos síntomas periódicos y renuentes me han llevado en varias ocasiones a consultar a alguno de esos representantes de la medicina disidente —alternativa o paralela como otros prefieren llamarla— que pululan en la porción oculta de esta ciudad iceberg donde vivo.
Pero esta vez, una necesidad, más básica, más elemental y, en rigor, mucho más indefectible que el alivio de mis dolencias es lo que me conduce ante la Doctora Marnin: la insoslayable de la supervivencia.
Vislumbro, cabrilleando en sus pupilas, el brillo de un fanatismo que ya otras veces he percibido, aunque inconstante o apenas esbozado, en muchos de sus colegas. Adivino su fe en la existencia de una clave única que lo explique todo y en su capacidad de dar con ella, con la piedra angular del funcionamiento armonioso del cuerpo. El mío, en este caso, pues me he prestado al experimento.
Me lo dice sin ambages:
Hay un absoluto que desenmarañar en la combinación imperfecta de animalidad y conciencia de la que es usted una variante más.
Explica que su trabajo requiere un paciente que coopere activamente, que se implique en su labor. Ninguno de los que vienen a verla cumplen con los plazos previstos entre cada cita ni respetan la regularidad obligada de éstas ni prestan atención a las manifestaciones y modificaciones de su organismo durante el tratamiento, y menos aún las anotan con minucia de manera cotidiana, lo cual es rigurosamente necesario para avanzar. Sin hablar de los que violan los preceptos en cuanto a la toma de los medicamentos o se olvidan de ingerirlos, o peor aún, cometen el sacrilegio de automedicarse y a veces, colmo del escándalo, con los remedios más venenosos de la medicina oficial. Tal situación —explica la doctora— le es a ella molesta al extremo, frustrante en grado sumo. Por lo cual, ha decidido pagar a un voluntario para que sea el paciente ideal que necesita su ciencia.
Una suerte, pienso, esta posibilidad que me es dada de matar dos pájaros de un tiro. Las mejorías innegables de mis males, logradas en ocasiones por la medicina disidente, en sus variadas manifestaciones, han tenido hasta ahora el límite de mi indisciplina.
—Debe contarme en detalle todo lo que le pasa, absolutamente todo — ordena la Doctora Marnin, redundante con una de las cláusulas del contrato que acabo de firmar.
—Sufro de ataques de estornudos —le digo—. Algo espantoso, que alguna vez he tratado de describir, sin éxito, en un cuento.
—¿Es escritora? —se asombra.
—Sí, aunque no sólo; también tengo que ganarme el pan.
—Ya veo —dice Marnin—. Debe traerme imperativamente uno de sus libros.
Le aviso que no entendería nada.
Se ofusca.
—¿Me toma por una imbécil?
—Escribo en español, doctora.
—¿Y eso por qué, se puede saber?
—Es mi idioma materno.
A ella no le parece razón suficiente.
—Constato —dice— que domina perfectamente el nuestro. Es ciudadana de este país y nos oculta cosas...
—Pero doctora... —balbuceo.
—Todo es signo o síntoma para mí, debería decir para nosotras; usted también tiene que saberlo —concluye Marnin.
Me pide de inmediato que le cuente las anécdotas de mis libros. A lo que me niego. No por mala voluntad, se lo aseguro, ni porque quiera dejar claro algún principio consabido que ponga en la balanza intriga y manera de contarla en favor de esta última, sino porque, inevitablemente, me enredo con la cronología, me enmaraño con las causalidades, y hasta con los personajes. Como con un sueño que ni siquiera yo hubiera soñado...
Por suerte, Marnin no se obceca y se ha puesto a anotar todo lo que digo. Posee un conjunto impresionante de fichas de diferentes tonos pastel: amarillo, rosado, celeste, así como varios bolígrafos de colores intensos y un cuaderno verde. En cada uno de esos soportes puso mi nombre. En una de las fichas —la amarilla— apunta “escribe en español” subrayando en rojo las dos últimas palabras.
—¿Algo más? —pregunta.
—Acúfenos.
—Le ruego que no use aquí ningún término científico. Confórmese con el lenguaje corriente. Cada uno en su lugar. El éxito de esta empresa se basa, entre otras cosas, en el respeto de nuestros respectivos roles. Ni siquiera con diploma de médica le permitiría usar ese tipo de términos, aún menos, siendo como es, profana. Si acepta no sentarse de este lado de la mesa renuncie también a hacer uso de vocabulario que no le corresponde. ¿Está claro?
Carácter extraño, incluso por momentos detestable. Pero paga bien y es de una probidad absoluta..., se me dijo.
Decido que es lo único que importa. Asiento, hace una pausa y pregunta:
—¿Desde cuándo los acúfenos?
—Desde hace poco. Unos meses. Aunque últimamente me han dejado más tranquila.
Inquiere el momento del día en que surgen esos sonidos que retumban en mi cabeza y cuánto duran, si minutos o segundos. Pero soy incapaz de contestarle con precisión.
—De ahora en adelante tendrá que dejar de lado esa displicencia —declara— ¿Qué más?
—Gran cansancio a la hora del crepúsculo, anginas, micosis, acidez de estómago... —enumero.
—No oigo nada —dice Marnin.
Después de unos segundos de desconcierto caigo en la cuenta y vuelvo a empezar, enmendando lo enmendable. Dolores de garganta, hongos, digo. Pero la doctora, lo veo, sigue insatisfecha. Teclea impaciente con los dedos sobre el cuaderno. Tras unos instantes vuelve a insistir.
—¿Es todo?
Le pregunto si no le parece suficiente y dice que no, que en absoluto.
—No soy un médico como cualquier otro —aclara—. Usted y yo sabemos que está sana, que sus imperfecciones forman parte de la vida. Las enumeraciones descarnadas no me interesan, se parecen demasiado a una queja. A mi consultorio, se lo advierto, nadie viene a quejarse. El laconismo es mi coto privado, su deber aquí conmigo es la verborragia.
Se queda esperando, moviendo rítmicamente uno de sus lápices. No estoy segura de haber entendido bien lo que pretende de mí y me tuerzo los dedos con desesperación. O, más bien con desamparo, en un tic del que, en todo caso, hasta hace unos segundos, no era consciente. Marnin ahora se ha puesto de nuevo a escribir; pasa de un soporte a otro, cambia todo el tiempo de bolígrafo en una actividad incesante tan minuciosa como frenética. Me dice:
—Se está torciendo los dedos, deje eso.
Obedezco.
Sigue esperando; yo me muerdo los labios. Creo que lo anota también.
—Tiene que contarme los detalles, las circunstancias para cada una de sus dolencias —ordena.
—Empiezo por las micosis entonces —digo.
Me sobresalta un ardor repentino en las falanges de donde después del golpe, se retira, punitivo, el lápiz de Marnin.
—Perdón; por los hongos —me corrijo.
Cuento que se me aparecen entre los dedos de los pies, que no logro sacármelos con nada. A veces en el sexo. Cuando me vienen es insoportable. Lo vivo como una penitencia, como si Dios quisiera castigarme por usar los genitales para obtener placer.
—¿Y eso le parece raro? —pregunta Marnin
—¿El sexo por placer o lo que pienso?
—¿Usted es creyente?
—¿Puedo usar un término científico?
—Si no hay más remedio... —concede la doctora.
—Soy agnóstica —declaro.
—Se lo advierto —dice—; no soporto la ironía. —Y anota en una de sus fichas el adjetivo “irónica” en color rojo—. Trato aquí a todo tipo de gente: a perversos, envidiosos, egoístas, paranoicos, ladrones, incluso asesinos; los tolero a todos y respeto escrupulosamente el secreto profesional. Siempre y cuando me dejen a mí a salvo. A los irónicos los pongo de patitas en la calle. Con o sin contrato. Este se desgarra en un abrir y cerrar de ojos —añade mostrando la hoja de papel rubricada por nuestras respectivas firmas.
—Lo siento. No quería... —me disculpo.
La doctora Marnin me escruta, vacila y por fin anota “ironía involuntaria” y “falsa agnóstica” en el cuaderno verde. Me ruega que siga, que le hable ahora de mi pesimismo.
—La vida lleva a la muerte, todo no es sino una sucesión de pérdidas —declaro.
Después de una pausa me pide que desarrolle. Presionada por lo que solicita de mí, suelto una sarta de lugares comunes de los cuales algunos términos escogidos vienen a fijarse en la letra diminuta de la doctora, formando una enumeración de algunas líneas que, acto seguido, pasa a leerme: “Decrepitud, desfiguración, abandono, soledad, arrugas, artritis, debilidad, soledad, asco, recuerdos, pasado, angustia, miedo, soledad, impotencia, destrucción, asesinato, basura, armas, holocausto, ricos, pobres, bombas, dinero, avidez, muy ricos, muy pobres, hambruna, raquitismo, enfermedad, esclavitud, Sida, cáncer, hastío, asco, soledad, dependencia, vejez, Alzheimer, fealdad, traición, olvido, inutilidad, vacío.”
—Un pesimismo de lo más común; absolutamente previsible —dictamina la doctora—. Tiene la depresión, no clínica, aclaro, sino banal que afecta a muchos de nuestros contemporáneos.
—¿Le parece? —pregunto.
Ella vacila, examinando la lista.
—Menos banal que otros, tal vez —dice, como si de pronto se preocupara por no herirme.
Observa enseguida que he repetido algunas palabras. Postula que son esas seguramente las únicas que realmente importan. Uno habla siempre demasiado, añade.
Allí reacciono. Si yo no puedo usar términos científicos no veo por qué ella emplearía aforismos, le digo. Es más bien lo mío, por más que no me convenzan mucho.
Marnin frunce el ceño. No quiero ofuscarla y cambio de tono. Le digo con una voz cantarina:
—Nuestras respectivas pasiones —usted las ciencias, yo las letras— no nos separan tanto como usted cree.
Una ola de irritación le baja desde las sienes a las mejillas.
—Bueno —dice—, estamos perdiendo el tiempo. Y no me gusta que cambie de voz. No estamos en el teatro. Es usted una paciente difícil.
Acusación injusta, arbitraria, pienso. Pero por el momento, carezco de otras entradas y necesito su dinero. Transcurren unos segundos de silencio.
—Es mejor que no diga nada —añade Marnin entonces, como si hubiera estado adivinándome el pensamiento—. Hemos firmado un contrato. Debe aceptar ponerse en mis manos; sólo así podré concentrarme en mi trabajo y desentrañar el meollo.
—¿Meollo?
La palabra, no se puede negar, tiene lo suyo.
—¿Acepta o no?
—¿Mi firma no le alcanza?
—Lo firmó sin darse cuenta, como una autómata.
—Acepto.
Contesto, acuciada por una doble necesidad: la financiera, ya mencionada, y la más inmediata de sentir que afloja su acoso.
Pero inútilmente, porque, aunque de otro modo, continúa:
—¿Algo más?
Su mirada inquisidora es un buitre que sobrevuela por encima de mi silencio. Intimidada, balbuceo cualquier cosa. Como siempre en estos casos, finjo ligereza:
—Mi pesimismo es global como la economía, holístico como su medicina... —declaro con un tono lírico involuntario.
—¿De nuevo con la ironía?
—Disculpe, fue sin querer —me defiendo—. Sobre todo el ritmo de la frase, la mala rima interna, lamentable; se me escapó, se lo aseguro.
Autodenigración, murmura la doctora que escribe de nuevo una larga frase. Es la única palabra que logro descifrar al revés de su letra vuelta cada vez más microscópica. Constato que pese a todo Marnin me cree con facilidad. Pero aún no he intentado la mentira y en ese caso quién sabe. Levanta un poco la cabeza de sus papeles y me mira con sus ojos claros y redondos. Ojos de bebé, cuya atención fija revela un estado de exaltación fanática casi permanente. Esta vez no digo nada. Ella echa una ojeada a su reloj y se levanta. Desbordante de determinación y de energía para examinarme.
Se acabó el papel para cubrir la camilla donde debo acostarme. Eso contraría a la doctora, de manera algo excesiva, me da la impresión. Pulsa un timbre para llamar a alguien, responsable, según parece, de ese desperfecto. Aparece una muchacha bastante joven, de minifalda, con cierto aire insolente. Una impresión fuerte entra con ella en el consultorio. No logro saber si se trata de un recuerdo o de un pujo brusco, tal vez efímero, de inspiración.
De pronto, en un ataque a mansalva, me asaltan los estornudos. La visión del entorno llega hasta mí, intermitente y rítmica. Personas y cosas bajan y suben al ritmo de los espasmos que se han apoderado de mi cuerpo. Con ensañamiento y violencia, como acostumbran.
—Ya veo, ya veo —murmura la Doctora Marnin, sin disimular su satisfacción, poniéndome las manos sobre los hombros, no con el propósito de detener el sube y baja, sino sólo como si deseara medir la amplitud de la oscilación espasmódica que me sacude.
Mi cerebro, pese a todo, no deja de pensar entre los estremecimientos. Es él el que supone ahora, con la autonomía que lo caracteriza, que el feroz ataque de estornudos del que estoy siendo víctima ha distraído a la doctora de su reciente mal humor. Complaciéndola profundamente. La asistente coloca el rollo a los pies de la camilla, con una semisonrisa enigmática y gestos despaciosos. Por momentos siento sus ojos francos, casi audaces, sobre los míos que se abren y se cierran al compás de los espasmos.
—Vamos Hilda, acelere —dice de pronto la doctora.
La asistente acentúa su sonrisa. Su cuerpo esboza sutilmente una reverencia paródica y sale. Marnin masculla algo, creo, contra su empleada.
—¿Cómo? —pregunto, para asegurarme de que no me hable a mí.
—Española, como usted, —me informa señalando con la frente hacia la puerta por la que acaba de salir la mujer.
—No soy española —logro decir entre sístole y diástole.
Sobre la camilla ya no estornudo pero maravillo a la doctora con otros desperfectos, provocándole grititos agudos de sorpresa y gozo. En el lugar del colon dormita como una boa un cordón grueso que se desliza de arriba a abajo entre sus dedos lúdicos, casi crueles. Los ruidos de garganta de Marnin se han ido transformando, descendiendo de a poco por la escala sonora, haciéndose más graves y prolongados. O por momentos sordos, sin vibración de cuerdas, formados sólo de expiración entre los dientes.
Luego, sin previo aviso, su voz revela un cambio de ánimo repentino:
—Esto va a tener que desaparecer ¿me oye? —dice con tono perentorio refiriéndose a la boa.
—¿Culpa mía?
—¿Y de quién?
—No sé —me arriesgo—, de mis padres, de los padres de mis padres...
Marnin alza las cejas en un gesto escéptico mientras se coloca el estetoscopio y yo aprovecho para insultarla bajito. Probando. No lo ha advertido. Me ausculta durante unos minutos minuciosos.
—¿Por qué tiene taquicardia? —me reprocha de nuevo bajando el estetoscopio.
Le explico que cuando me auscultan me pongo ansiosa. Como un estudiante antes de un examen. Temo, a decir verdad, que mi cuerpo imperfecto decepcione o desespere. Eso en todos los casos. Cuanto más aquí, con ella, que puede decidir desde ya echarme por irreparable, rescindir el contrato...
—Y aunque en grado menor, ya ve, lo que temo es lo que acaba sucediendo... —digo y agrego, recordando el mandato de verborragia—: como ocurre a menudo ¿no cree? De tal suerte que no es posible saber si nuestro miedo era justificado o si fue el propio miedo el que ocasionó el suceso para...
La doctora quien, privada de sus lápices y fichas, no por ello quiere perderse nada de lo que digo, ha sacado un minigrabador de un bolsillo de su chaqueta y me acerca su micrófono a la boca. Lo cual inhibe el fluir de mi facundia forzada. Cuando dejo de hablar aprieta el botón de stop.
—Si uno se harta de sus imperfecciones debe saber que no se puede sino reemplazarlas por otras; por otras nuevas —declara—. Los demás médicos mienten. Yo no. Yo busco el meollo.
—¿Meollo? —vuelvo a asombrarme.
Pero en vez de aclararlo, la doctora me reprocha que yo no estornude más. Se indigna casi.
—Usted me afirmó que estornudaba durante horas... —recrimina.
—Bueno, no siempre —me disculpo.
—Ya veo. Vístase —dice de pronto animada y cálida, casi amistosa.
Imprevisible, la doctora.
—Está mejor de lo que usted cree —declara—. O de lo que hace creer. En todo caso, remítase a sí misma. Hoy en día, de tanto echarle la culpa a los padres, la gente se ha vuelto muy irresponsable.
Va a sentarse de nuevo en su lugar. Yo la imito, colocándome en el mío, frente a ella.
—Necesito que me diga más cosas —insiste.
Ahora me vuelvo un manantial inagotable, empeñada en ganarme, además del estipendio, la propina a criterio que estipula el contrato. Le cuento que no me gusta salir. Nada me atrae, le digo. Ni los espectáculos ni los cines ni las óperas ni los museos, ni las exposiciones, ni las cenas, ni las inauguraciones ni las invitaciones ni los café concert ni las obras de teatro ni los restaurantes ni los clubes de bridge, ni las orgías ni las tiendas ni los talleres varios ni los clubes sadomasoquistas ni los conciertos ni las clases de flamenco ni las de Tai Chi Chuan... Nada. Y, le aclaro, no es por falta de medios. Cuando los he tenido, cosa que me ocurrió algunas veces, es lo mismo: mi aversión a salir es directamente proporcional a la cantidad de posibilidades que ofrece esta ciudad. No quiero ver nada, nada me enseña nada, todo me da asco, le confieso. Esa abundancia variopinta del afuera me produce náuseas en el mejor de los casos. Y en el peor, terror. De quedarme literalmente paralizada, acuclillada en ovillo, en medio de la acera. Atenazada por el pánico de que se derrumben sobre mí, de que me aplasten las salas de cine, las exposiciones, los miles de compactos, los libros por centenares, reemplazados por nuevos cada mes. Inmovilizada por el miedo a que me atropelle el desfile incesante de los célebres, de los semicélebres, de los apenas célebres, de los aspirantes, de los figurantes, todos deseosos de ser devorados, masticados y vomitados por las fauces de... Por terror a que me salpiquen los desechos de la... Entre la piedra gris y bajo el cielo de acero opaco de esta ciudad de... megalómanos... Los figurantes...
Desvarío. Un regusto de empacho me agria la garganta. Una fatiga de exhaustividad inacabada me corta el aliento.
Marnin ahora sacude la mano con la que ha estado escribiendo, para aflojarse los músculos doloridos. A su mirada la sosiega una expresión de satisfacción, casi de agradecimiento. Leo al revés en una ficha: “tendencia a la enumeración excesiva”, “vacilación elocutiva”, “dificultad de palabra”.
Algo avergonzada, me recompongo:
—Lo grave es que si no salgo, no trabajo y necesito el dinero que está en algún sitio, allí afuera, en la espera potencial de remunerar mi fuerza laboral. Si me quedo en casa, escribo pero no como —le digo a la doctora, simplificando—. Tengo algunas deudas.
—Entiendo —asiente, y por vez primera hay una luz de humanidad normal en sus pupilas. ¿De qué trabaja normalmente?
—Soy figurante.
—¿En cine, en televisión?
—No, es especial. La agencia se ocupa de conseguir gente de relleno en ciertas circunstancias de la realidad. Trabajo en el engaño, eso me corroe desde dentro —confieso—. La agencia tiene de todo, tareas no siempre muy limpias. Cuando puedo, o sea muy rara vez, selecciono; me especializo en mentiras piadosas. Estoy sujeta al secreto profesional, doctora, otro rasgo más que nos une, ya ve. Pero últimamente las ofertas han ido menguando.
Marnin tiene en los ojos el hilo de un pensamiento que, a todas luces, la distrae de lo que le cuento.
—Su caso, con tantos síntomas diseminados, recurrentes, variados, periódicos, relevándose unos a otros, da cuenta de un meollo multiforme, resbaladizo —dictamina—. Mi primera tarea consiste en entender la naturaleza exacta y las circunstancias precisas de sus síntomas físicos: los estornudos, las anginas, la colitis, las micosis; y de los psíquicos: los acúfenos, el pesimismo depresivo, la fobia al exterior. Desbrozar el camino de esas malas hierbas, no será sencillo; su colaboración asidua, huelga decirlo, me es del todo imprescindible. ¿Cuál de los síntomas le parece más molesto?
Dudo entre los acúfenos y los estornudos. Por fin, como los primeros son cada vez más esporádicos, opto por los estornudos. Y agrego:
—Con ellos el trabajo se me hace difícil, como comprenderá. Una vez la agencia me consiguió un papel de estornudante pero fue excepcional.
—Ha de saber —dice Marnin— que mi deber con usted, dado que le pago, no es aliviarle los síntomas, menos aún curárselos; que en suma no tengo ningún deber; usted los tiene todos. Sea como sea, mi actividad de investigación sobre su persona, se lo advierto, no redundará más que en beneficios para su cuerpo y para su espíritu. No tiene nada que temer. Por otro lado, los estornudos no son más que un detalle del relieve anfractuoso que recubre al meollo, indisociables, por lo demás, de todo el resto —afirma la doctora—. No vamos a poder avanzar, sin embargo, si no me entera de lo que está escribiendo. En usted la actividad imaginaria es esencial; no puedo no tenerla en cuenta. Una parte de su vida la vive en la ficción.
Como le recuerdo que escribo en español, la doctora me dice:
—Si no me puede contar lo que escribe —y le advierto que son palabras suyas— va a tener que hacer el esfuerzo de traducir.
Su mirada me insta a no tardar en decidirme, a que no haya pro y contra que considerar ante ese pedido que no figura en el contrato. Por añadidura, otra salva de estornudos inminente amenaza con llevarse en su ventarrón a los atisbos de pensamiento. Consigo evitar los estornudos con el procedimiento temerario y no recomendable de contener la espiración. En ese instante me percibo a mí misma como un globo a punto de reventar. Un globo y sólo eso, sin siquiera un meollo en su centro, nada; sólo vacilación, lo único que ahora se presenta claro en mi conciencia. Para ganar unos segundos, opino, con una voz trancada, que no va a dar el tiempo, en una consulta, de que le lea nada significativo.
—No se olvide —dice Marnin— disponemos de dos horas. Soy la única médica en esta ciudad que propone pagarle a un paciente. ¿Va a desaprovechar la oportunidad?
La única, ha dicho. Vaya a saber si es la única, pienso para mis adentros. ¿Quién puede estar seguro de lo que ocurre exactamente en esta urbe abigarrada? ¿No se inventan cada día, qué digo, cada hora, infinitas variantes de manías, de hábitos, de prácticas, de perversiones?
—¿Le traigo los libros ya escritos? —pregunto.
—Para nuestro trabajo lo que sirve es lo reciente; un año como máximo. Tiene algo, supongo...
Tardo en contestar. Pero desde luego que tengo algo. Un texto turbio, un texto pantano. Siempre en el mismo punto. O mejor dicho alrededor de un mismo punto. De un meollo, tal vez. En todo caso, una historia que se me impone, con terquedad, con despotismo. Quizá sea una oportunidad, aquí, con ella, de que...
—Por supuesto —contesto por fin.
—Empezaremos la lectura la próxima vez entonces —dice, entusiasta, la doctora.
Asiento de nuevo, aceptando esta nueva disposición del pacto, pensando que me entrenaré antes de venir para que la traducción sea menos trabajosa.
Acto seguido, Marnin anuncia que con lo que le he dicho hoy ya tiene material suficiente para ponerse inmediatamente manos a la obra. Su rostro adopta una expresión de concentración intensa. Saca de una estantería detrás suyo unos libros grandes y gruesos como diccionarios donde busca en diferentes sitios, pasando de uno a otro, cotejando. Actividad incesante entre libros, fichas y cuaderno. Por más que rastreo en su cara huellas de transpiración, ninguna humedad consuetudinaria se percibe en su frente ni sobre el labio superior. La respiración, en cambio, es ruidosa como la de un deportista en pleno esfuerzo. De vez en cuando, levanta la vista y me dice: Para la próxima vez anota todo, absolutamente todo, y me trae lo que ha estado escribiendo.
Por momentos, me lanza ojeadas fanáticas y vuelve a las preguntas puntuales, precisas. Tres en cadena, de pronto, sin respiro: si me gustan los pepinos, si me asustan las tormentas, si soporto o no los cuellos altos.
—Categorías; usted pretende ponerme en una categoría —constato, esforzándome sin embargo por evacuar cualquier tono de protesta.
Pero pese a todo, filtra la crítica.
—Absténgase de todo juicio y contésteme.
Le contesto.
En vez de “no, sí, no”, Marnin apunta “sí, no, no”. Le señalo el error, lo corrige. Mal. Lo corrige de nuevo. Tanta confusión me ha dado tiempo a matizar: en cuanto a los cuellos, depende de cuáles, una lana suave, acariciadora sería soportable, por ejemplo. Los pepinos, por otra parte, pueden gustarme, a veces, acompañando un plato o con alguna salsa que vaya bien, que se adapte a su sabor. Las tormentas me encantan si estoy protegida, preferentemente en la cama, mejor aún con alguien. En ese momento ocurre algo extraño: la doctora se pone colorada y es obvio que ese enrojecimiento repentino se debe a mi evocación vagamente sexual. Su turbación podría divertirme pero me turba. Hago como si nada sin que ello baste para disipar el rubor, por lo que, acto seguido, busco con urgencia cualquier tema que, distrayéndola, surta el deseado efecto vasoconstrictor en las mejillas de la doctora. Me lo brinda el ladrido cercano de un perro.
—Los perros, por ejemplo —digo—, antes me encantaban. Pero ahora ni siquiera me inspiran simpatía. Cada cincuenta metros, en la calle, un montón de excrementos. Por momentos, según el viento, la ciudad hiede a mierda de perros sobrealimentados.
No me esperaba tanta eficacia: el rubor de sus mejillas ha desaparecido totalmente. Demasiado casi. Para dejar paso a una tonalidad cerúlea, blanquecina; el rostro de Marnin se ha vuelto pálido, casi lívido.
—¿Sobrealimentados?
—Su ración diaria corresponde a la semanal de una familia en otras latitudes —declaro—. Y no sé si no me quedo corta.
—No es la única —me dice.
—¿La única que qué?
—En el barrio, lo sabrá, hay alguien —a menos que sean varios—, que se divierte en disparar sobre los perros y en reventar las llantas de los coches a balazos. Con silenciador, según parece.
—No, no lo sabía.
—Si es usted, no se preocupe, no voy a denunciarla. Pero tendría que decírmelo, de esa manera podré elegir mejor el tratamiento.
Supongo un chiste; me río. Ella no.
—¿Me cree tan trastornada? —le pregunto.
—Nadie sabe nunca hasta dónde puede llegar —contesta.
—No soy yo —repito.
Marnin explica que cree en mi sinceridad pero que a menudo existen casos de asesinos con doble personalidad. Que la literatura abunda en ejemplos que lo prueban, como sin duda lo sé mejor que ella. Que por ciertos aspectos de mi temperamento, por ciertos síntomas, yo bien podría ser un caso de esos.
—Está delirando —le digo—, usted tiene demasiada imaginación. Debería escribir...
No contesta y deja de insistir. Dentro de dos semanas tengo que volver, debo anotar diariamente todo lo que me pasa, y traer mi texto.
—¿Cuánto traigo?
—Por lo menos unas veinte páginas, me hace falta cierto material en qué apoyarme.
En la receta que me tiende advierto que ha escrito un solo medicamento.
—¿Sólo esto?
—Desde luego. No necesita más que un solo y único remedio. El único que le corresponde, a usted y sólo a usted, el que da acceso al meollo. No es ése, claro está —aclara, mostrando la receta—; no creo en los milagros. Pero nos despejará el camino, ayudará a llegar a él. Al meollo. El proceso es largo, muy largo; hay que tener paciencia, rasgo del que carecen casi todos los pacientes. Usted no la necesita; mi dinero ocupa su lugar.
Su afirmación me resulta obscena, casi insultante. Ella prosigue:
—Este remedio seguramente le sacará los estornudos al menos, y tal vez otras cosas. Se le van a ir los antiguos síntomas y le vendrán nuevos, menos físicos que psíquicos. Anote todo, absolutamente todo.
La doctora ha hablado con gran rapidez y se ha levantado ahora, acelerando cada vez más sus movimientos como si estuviera apurada, quizá con algo de retraso. Me tiende un fajo de billetes, en efectivo. Con la suma estipulada, ni más ni menos. Me alcanzará para unos días. Algo es algo.
Me abre la puerta hacia la sala de espera, vacía como cuando llegué. A la izquierda, donde se ve una cocina, la asistente —Hilda, como la llamó la doctora—, sostiene una cuchilla por encima de un sanguinolento pedazo de carne. Levanta la vista hacia mí con la misma falsa sonrisa de breve tajo, de hace un rato. Con la cuchilla suspendida en la mano, sin moverse. Estoy segura ahora de que la conozco de algún lado, pero ¿de dónde? Por efecto tal vez del esfuerzo de la memoria, recuerdo algo que he olvidado referirle a la doctora. Giro bruscamente hacia ella y le digo:
—Me había olvidado: estuve diez días en estado de coma a raíz de un accidente. Sin secuelas.
Hilda nos mira, escuchando. Marnin, que la ha visto, cierra la puerta de la cocina como cubriendo una impudicia mientras su lengua produce un leve chasquido malhumorado.
Luego me dice:
—Siempre y cuando no haya secuelas, los accidentes no me interesan. Su meollo es inmune a ellos.
Me empuja hacia la salida. Me dice: Adiós, hasta la próxima, y no se olvide, anote todo.

© 2008, Silvia Larrañaga
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