Nico Loppez
Federico Ivanier


Uno

Yo, en realidad, nunca pensé salvar al mundo, ni nada de eso. A lo sumo, quería ser detective.
Eso sí, ser detective siempre quise. Sin embargo, una cosa llevó a la otra y, de repente, cuando quise acordar, yo ya no era yo.
* * *
La mañana en que decidí convertirme en detective era perfecta. Por varias razones: primero que nada, era cuatro de abril y, por tanto, era mi décimo cumpleaños. Además, todavía estábamos en vacaciones, por la semana de turismo. O sea,
era una mañana top.

Montevideo amaneció diáfana. El sol entraba a mi cuarto en brillantes hebras rubias, como de hada, y todo refulgía como si estuviera hecho de oro. Ni se notaba que hubiera comenzado el otoño. Desde la ventana se escuchaban trinos de gorriones, que revoloteaban entre los plátanos y los jacarandás de mi cuadra.

8
Quizá fue eso. Esa mañana perfecta. Se ve que me puso optimista, de buen humor. Tal vez era todo lo que hacía falta. Miré el reloj: marcaba las 9:03. Supe que en ese minuto, todavía en la cama y con lagañas, acababa de despertar a una nueva vida, a un nuevo Nicolás Loppez. No sé de dónde me vino la certeza de que todo saldría bien. Más que nada teniendo en cuenta que, en este mundo, certezas no hay. Esa mañana me levanté y me dije: ¿detective?, ¿por qué no?Y chau. Preparé tarjetas, puse carteles, hice propaganda y arranqué con mi vida detectivesca.
* * *
Y un par de años después, ahí estaba, como un desgraciado, en el garaje de mi casa, o sea, mi oficina durante el horario en que mi madre se iba al colegio a trabajar. Ahí tenía la vieja mesa plegable que mi hermano Ezequiel había utilizado de chico y que se convirtió en mi escritorio. Y también ahí delante tenía a Nadia, la morocha nueva de 3.º (salida, nadie sabía bien de dónde, porque ella nunca lo dijo), que tenía a todos los varones del liceo babeándose como si fueran las cataratas del Niágara. No solo la tenía delante sino que, además, me acababa de hacer un par de globos con su chicle y me miraba con una de esas miradas guau, como diciendo, ah, soy una mujer fatal. Y, por si fuera poco, Nadia, la morocha fatal, había venido a mi oficina para ofrecerme una investigación de veras.

Hasta ese entonces, mi prontuario era un poquitito lamentable: un caso donde tuve que averiguar si Natalia, una compañera de clase, había escrito una carta donde decía que Victoria, otra compañera de clase, era una metida y no se la bancaba, y a su vez se la había enviado a otra compañera de clase, llamada Soledad. Al final, un día las tres me esperaron a la salida para reventarme la cabeza y tuve que salir corriendo, porque según decían, yo andaba metiendo lío entre ellas, que eran tan amigas y se querían tanto.

Después, como segundo caso, tuve que encontrar al loro Quique de mí tía Lilián que, en realidad, me dio el caso de pura lástima. Y mi tercer caso… ah, perdón, me olvidé, todavía no había tenido un tercer caso. Conclusión: hasta Nadia, parecía que iba a ser un detective muerto de hambre pero, desde que ella había aparecido, había aparecido un caso de veras. Perfecto, ¿no?

Bueno, no, no tanto. Había un pequeño problema con este caso fantástico. A esta Nadia, no le creía nada. Todos mis instintos de detective me indicaban que Nadia no era “nadia” confiable. Pero vamos por partes, dijo Jack el Destripador. Nadia llegó inesperadamente a la oficina; le ofrecí asiento, ella se sentó y se mandó su cruce matador de piernas.

—Así que vos sos Nico Loppez… —me dijo, arrastrando la voz.
—Es verdad —respondí, tan profesionalmente como pude.
—El Nico Loppez.
—Mjm.
—Pensé que serías...
— ¿Qué? ¿Diferente?
—Más grande.
Resoplé.
— ¿En qué puedo servirte? Tengo muchos casos que atender, no perdamos tiempo —le dije haciéndome el nunca visto, apoyando el codo sobre
la mesa y mi pera sobre mi mano.

Entonces apareció Penélope. Todavía no la mencioné, pero ahora ya no tengo más remedio.

Penélope era varias cosas: mi secretaria, una compañera de clase (la traga). Usaba lentes redondos, llevaba el pelo negro siempre en dos colitas y tenía voz de pito con la que siempre gritaba las respuestas correctas, incluso antes de que los profesores pudieran preguntar. Nunca paraba de moverse y gesticular: a los quince segundos de hablar con ella, parecía que te había pasado un tren por encima.

Cómo cornos Penélope llegó a ser mi secretaria es algo difícil de explicar. La verdad es que, después de tener un promedio tan alto de casos, decidí que algo tenía que hacer. Y eso era dar pinta de que me las sabía todas y que tenía pilones de clientes, para que todo el mundo se impactara más y me contratara, incluso aunque no necesitara un detective, de pura onda nomás.

Me puse a averiguar qué era lo que más impresionaba a los clientes de un detective, y mi hermano Ezequiel me dijo:
—Fácil. Los detectives tienen todos unas secretarias que están divinas.

Mi hermano Ezequiel tenía casi dieciséis y estaba en cuarto de liceo. Para él, el mundo giraba en torno a “unas guachitas que están divinas”. Ve una columna del alumbrado público y dice, ¡pah, qué guachita divina! Está re mal de la cabeza. Y yo cometí el error de hacerle caso. Puse un cartel en el liceo pidiendo secretaria para detective y ahí cayó Penélope. Fue la única que apareció. Y yo la contraté.

En fin. Volviendo a lo de Nadia, justamente hizo su aparición Penélope. Traía una bandeja con dos vasos de cocacola y traía también un gesto raro, como levantando la nariz y chupando los cachetes. Sin decir ni media palabra, dejó la bandeja sobre el escritorio. Algo del preciado líquido (que guardo exclusivamente para los clientes y me sale re caro) se derramó, pero decidí no decirle nada, para no quedar como terrible machete. Simplemente respiré hondo y la miré, mientras contaba hasta mil trescientos cincuenta y siete; pero ella apenas si me devolvió una mirada gélida desde atrás de sus lentes.

—¿Algo más? —me preguntó.
Sonreí como un chimpancé.
—Nada, gracias.

Ella se colocó las manos en la cintura, sin bajar la nariz ni dejar de chuparse los cachetes, y miró a Nadia como si fuera una pulga de circo.

—Penélope… —dije.
— ¿Qué? —respondió ella sin mirarme.
—Nada más, gracias.

Penélope, de mala gana, claro, se fue hacia la parte delantera de la oficina. Otra vez, respiré hondo y me concentré en Nadia.

—¿En qué estábamos?
Nadia apoyó un codo en el posabrazos y puso su mano en forma grácil sobre una de sus mejillas.
—Me gustaría saber cuáles son las especialidades de Nicolás Loppez.
Yo me aclaré la garganta. Yo qué sé cuáles son mis especialidades, pensé. Jugar bien al fútbol en el play station. Hacer equilibrio con el escobillón. Comer alfajores en dos bocados.
—Soy un detective —dije—. Es obvio cuáles son las especialidades de un detective. Alcé las cejas y bebí un vaso de cocacola, de puro nervioso.
—Escuché que una vez encontraste un loro perdido.

—No puedo develar información de otros casos.
— ¿Es esa una de tus especialidades? ¿Encontrar animales?
—Entre otras cosas.
— ¿También encontrás gente?
—Si se perdieron, ¿por qué no?

Nadia miró hacia Penélope, que estaba sentada en su silla, haciendo que estudiaba matemáticas y hacía unos deberes de inglés, así, todo junto. Cuando Nadia la miró, Penélope le clavó los ojos como diciendo, ¿qué, qué te pasa, querés piña?

Nadia volvió a mirarme a mí.
—Creo que una persona se me perdió.
— ¿Quién?
—Mi novio.
Saqué mi libreta verde. Cuando me convertí en detective había comprado una libreta verde para los casos y un cuaderno rojo para mis memorias. Cualquier detective que se precie de tal tiene que escribir sus memorias.
— ¿Nombre?
—Marcos. Le dicen Pipino, por el jugador de fútbol, Pipino Cuevas.
— ¿Dónde fue visto por última vez?

—En el liceo, hace un par de días. Nos vimos ahí y quedamos en encontrarnos esa tarde, pero nunca vino a mi casa. Tampoco aparece en la suya. Tengo miedo de que algo malo le haya pasado.
— ¿Y la policía?
—No queremos a la policía involucrada.
— ¿Por qué no?
—Tenemos nuestras razones.
— ¿Tenemos? ¿Quiénes?
—Tengo, quise decir. Tengo.
— ¿Qué razones?
Ella dejó de mascar su chicle.
—Razones —respondió, como un eco—.
Razones. Mis razones. Está claro que si vengo a un detective privado es porque tengo mis razones, ¿no? Si la gente no tuviera razones secretas, entonces, ¿para qué habría detectives privados?

Decidí seguir adelante.
— ¿Por qué querés encontrarlo?
—Para saber que está bien.
— ¿Y si él no quiere verte?
—Yo solo quiero saber si está bien.
— ¿De qué hablaron la última vez que se vieron?

—De nada importante. De vernos esa tarde.
— ¿Tenés una foto de él?
Entonces ella me pasó una fotografía donde aparecía un chico de unos dieciséis años, pelo castaño, no muy largo, y ojos claros. Lo observé unos segundos, en perfecto silencio.
— ¿Puedo conservar la foto? —le pregunté.
—Claro.

Si quería tomar el caso, ahí estaba, lo único que hacía falta era encontrar al Pipino ese. La pregunta era: ¿quería tomar el caso?
—Todavía nos queda discutir mis honorarios —dije, aterrado de que ya directamente ni me ofreciera el caso. Capaz que pensaba que yo trabajaba gratis. Pero, justamente, como era un trabajo donde estaba dispuesto a arriesgar mi vida o mi integridad física o hasta dejar de estudiar para algún escrito del liceo y por tanto sacarme mala nota y por tanto recibir una relajada bárbara de mi madre; por todo eso, necesitaba ganar algo de metálico. Está bien ser un detective pobre, pero si seguía así, iba a tener que llamar al Ministerio de Desarrollo Social y pedir para ser parte del Plan de Emergencia.

Nadia juntó las manos sobre su rodilla derecha.
—Eso me gustaría que lo discutiésemos en soledad.
—Penélope, esperá afuera.
— ¿Por qué? —me espetó ella.
—Que te vayas.
—No me voy nada.
— ¡Que te vayas de acá ahora mismo! ¡Soy
tu jefe!
—Qué jefe ni jefe, si vamos miti-miti.
Dos mil quinientos noventa y siete, me dije. Bufé y me incliné sobre el escritorio. Le hice una seña a Nadia para que se acercara, así Penélope no nos escucharía. De cerca, Nadia era todavía más fatal.

—Decíamos —le sonreí.
Como si no fuera suficiente que hubiese venido a verme y se dignara hablarme, Nadia sonrió angelicalmente y entrecerró sus ojos con dulzura. Pah, pensé, si alguien del liceo me viera, sería más prócer que Artigas.

—Si seguís el caso —susurró—, seguro alguna recompensa habrá.

¿Recompensa? ¿Qué quería decir eso? ¿Adónde nos llevaba una palabra semejante? Estaba claro que, si existía una respuesta peligrosa que Nadia pudiera darme, esa era la más peligrosa de todas. Pero bueno, un gran detective como yo no iba a eludir el peligro, el peligro estaba en mi nombre: Nico Loppez, la Doble Pe del Peligro.

—Caso aceptado —le dije.

© Federico Ivanier
© Ediciones Santillana