Contenido creado por Inés Nogueiras
Libros

Ulisa

De Ercole Lissardi
Casa Editorial HUM
2008

Lectura: 7'

2008-04-29T16:21:00-03:00
Compartir en
I

El amor conyugal deviene rápidamente rutina. Sin necesidad de explicitarlas se fijan sus frecuencias y sus modos. No hay nada de malo en eso. Siendo como es funciona como una fuente de afecto, orden y energía en nuestras vidas. El peor error respecto del amor conyugal consiste en pedirle que sea lo que no es: un vehículo para nuestros fantasmas sexuales. Querer encarnar en ese personaje diáfano, eje de nuestra cotidianidad, nuestras pulsiones oscuras sólo lleva a una dicotomía insoportable en cuya crisis final tendremos que decidir —imposible e innecesariamente— entre prescindir de nuestro soporte afectivo o de nuestros deseos secretos. De lo dicho se deduce, claro está, que la infidelidad, de pensamiento o de hecho, está en la naturaleza misma del vínculo conyugal —extremo, por supuesto, que no necesita ser objeto de explicaciones con el cónyuge. Debemos asumir, sin demostración alguna, que cualquier persona sensata tiene claro el asunto. Todo es cuestión, entonces, de moderación y discreción. Y el que no sea capaz de moderación y discreción, el que no sepa frenar sus tendencias al exceso, mejor hará en prescindir de los beneficios del vínculo conyugal. De más está decir que, no teniendo un pelo de machista, entiendo que la infidelidad es inevitable para ambos cónyuges. En lo que concierne a mi matrimonio debo decir que mi impresión es la de que mi mujercita ni roza con el pensamiento este tipo de cuestiones de metafísica conyugal.

La masturbación, la satisfacción solitaria es una respuesta espontánea, generalmente previa a la comprensión cabal de esa otra índole de necesidades —digamos— secretas. Es un camino fácil —el más fácil, por supuesto— que permite en una primera instancia eludir realidades —las propias— y responsabilidades —para consigo mismo—, pero un camino fácil que, como suele suceder con los facilismos, no conduce a ninguna parte. Aplaza la consideración de los términos reales de la cuestión, y si se insiste en transitarlo termina por conducir al ensimismamiento y a la apatía, extremos que en nada benefician al vínculo conyugal. La prostitución es, por supuesto, la manera institucional de evacuar moderada y discretamente los deseos secretos. Hay quien disfruta de los aspectos mercantiles de la relación y hay quien no los soporta. Desde la gran profesional a la entusiasta de barrio, las posibilidades de hallar el nivel adecuado de satisfacción a las necesidades son muy altas. Lo mejor, por supuesto, es tener amantes, vincularse con casadas o ennoviadas, comprometidas en todo caso, que a la vez experimenten la carencia de esa otra cosa, y que han comprendido que deben buscarla fuera.

Transcurrido un año de mi matrimonio con Elvira ese plus de morbo que, por supuesto, no tenía lugar alguno en nuestra deliciosa conyugalidad afloró de la manera más inesperada exigiendo su débito. Debo decir que en los años previos a nuestro matrimonio me había dedicado a explorar y satisfacer hasta el hastío los caprichos de mi imaginación sexual, razón por la cual —probablemente— tardaron bastante en reaparecer.

Elvira es de sueño fácil. A los pocos minutos de poner la cabeza sobre la almohada duerme profundamente. Esa noche yo no podía conciliar el sueño. No recuerdo por qué pero estaba completamente desvelado. Buscando en mi memoria imágenes agradables, cuya contemplación me relajara y me indujera el sueño, fui a dar de lleno al recuerdo de las noches fantásticas de sexo con Emilia. Inmediatamente sentí el cosquilleo. Toqué al gusano y se desperezó, bien dispuesto para un poco de gimnasia. Pensé en despertar a Elvira, sabiendo que se prestaría gustosamente a aquella efusión extemporánea. Pero no lo hice. Me pareció que tenía algo de injusto perturbar su descanso para utilizarla de aquella manera: copular con ella con la mente poblada por las imágenes de los excesos morbosos con que Emilia y yo nos habíamos saturado. Me pareció más honesto incurrir en el anacronismo y la nostalgia y masturbarme, seguro de que no tendría más consecuencia que la inmediata llegada del sueño.

Procedí, pues, no sin cierta impaciencia. El expediente de masturbarme para inducirme el sueño no dejaba de provocarme una cierta irritación. Pasaba de un recuerdo al otro como quien hojea distraídamente un libro de imágenes. De las noches de lujuria con Emilia conservaba un puñado de imágenes, en cada una de las cuales se concentraba un matiz particular de nuestros caprichos. Llevaba el procedimiento adelante de manera tan sumaria que comprendí que llegaría al punto de no retorno sin siquiera haber logrado verdaderamente una erección. Sumariamente agotada la delectación en el recuerdo de las exquisitas bizarrerías con la bellísima Emilia, sin convocarla se hizo presente Luisa en el teatro de mi memoria. Luisa era muy otra cosa, lejos de la madona delicada que era Emilia, más bien era del tipo mujer de pueblo, criolla aguerrida, etc. pero el manojo de imágenes cargadas que acudía con su recuerdo no era menos denso ni menos caprichoso ni menos incendiario. De manera que, con la savia nueva que acudió, el tronco terminó de enderezarse, y me preparé para que finalmente la ola rompiera.

En ese preciso momento fue que me vino a la mente la conciencia de que Luisa estaba muerta. Había muerto hacía un año y medio, en un accidente, poco después de que diéramos por terminada nuestra relación y precisamente cuando acababa de conocer a Elvira. Me pregunté sencillamente:

—¿Cómo puedo estar gozando de estos recuerdos —usándolos para excitarme— si ella está muerta?

El sustrato inconsciente, o por lo menos informulado, de esa pregunta eran estas otras preguntas:

—¿Acaso la muerte, y en especial la muerte trágica, no lo carga todo de gravedad? ¿cómo es posible que eluda esa gravedad, la ignore, y pueda concentrarme en gozar de la desvergonzada lujuria de esos recuerdos? ¿cómo puede ser que la gravedad me permita ese gozar?

Fue sumido en estupor, inmovilizado por el desconcierto, que inevitablemente —dada la magnitud de la inercia acumulada— la verga se tensó al máximo y soltó la semilla. Tan perdido estaba en mi desconcierto que me sorprendió que el semen me salpicara la cara, como si hubiera empezado a llover en el dormitorio.

Me saqué la camiseta y sequé el enchastre. Me acurruqué contra la espalda de Elvira y suave, delicadamente empezó a venirse abajo el castillo de naipes de la conciencia. Pero el último naipe llevaba estampado otro recuerdo. Una noche, después de coger con Luisa ella se durmió, pero yo quedé itifálico, pasado de calentura. Después de darme veinte vueltas en la cama decidí que un orgasmo más terminaría de relajarme. Me pareció desconsiderado despertarla después de lo que había sido una ruda faena, por lo que puse manos a la obra. Avanzada la cosa Luisa entresueños preguntó:

—¿Qué estás haciendo?

La tomé de la nuca y suave pero firme la traje hacia mi vientre.

—Callate y chupá —le dije.

Obedeció y mamó, golosa. Cuando me la chupaba incurría-mos en una pequeña parodia: la tomaba del pelo y fingía hundirle una y otra vez la verga hasta el fondo de la garganta, a lo que se prestaba fingiendo sumisión. Habitualmente estando en esas cruzaba yo la línea y me vaciaba. Pensé en su pelo lacio y fuerte arremolinado en mi puño, en sus labios delgados —que cuando no nos veíamos por unos días se mordía hasta lastimarse— estirados para rodear la verga en su misma base, en su lengua grande y fuerte y verde de tomar mate con la que me lamía largamente la verga después de mamarla. De pronto pasé de la delicia al asco: vi su pelo seco y quebradizo como paja, sus labios y lengua podridos y comidos por los gusanos y después secos y resecos hasta convertirse en polvo. Con ese estupor que es el compañero inseparable de la muerte medí el abismo entre aquella mujer ávida de pasión y los restos de su cuerpo resecándose o resecos ya en una caja de madera un par de metros bajo tierra. Abracé a Elvira y me llené los pulmones con la fragancia suave y cálida de su piel, amoldé mi cuerpo contra su espalda y dejé que terminara de derrumbarse el castillo de naipes.

© Ercole Lissardi
© HUM Editor