Tardé años en recuperarme del estado somnoliento en el que ciertas partes del cuerpo se me sumieron. Los ojos vacíos, inmóviles debajo de los blandos arcos de los párpados; y las piernas rígidas y pesadas como postes, hundiéndose progresivamente en la cama, obligando al resto del cuerpo a ceder también. Los brazos todavía obedecían toscos mi voluntad, no sé si llegaban a desplazarse milímetros, aunque de mucho no sirviera porque yo tampoco controlaba mis dedos. Acostado boca arriba podía respirar sin dificultad, quizás fuera ese el único movimiento que se me permitía. Era como estar apretado entre dos paredes, la nariz y la cara y el resto del cuerpo aplastados.
Recibía la comida por la boca, triturada y hecha puré o sopa, y bajaba por la estrecha cañería interior escurriéndose lenta. No era capaz de distinguir sabor alguno, tan sólo notaba la temperatura de lo que ingería. Prefería la comida fría porque no había forma de que el que me alimentaba supiera hasta dónde mi organismo toleraba las altas temperaturas. Muchas veces presentí las llagas abriéndose, como pimpollos explotando al paso del fuego avasallador, todo a lo largo, desde el comienzo de la garganta hasta lo profundo del abdomen. Otras veces, los labios se me abrían en vetas de carne viva debido a la torpeza de mi madre o mi padre, que me derramaban el alimento hirviendo. Entonces, cuando quedaba solo, moscas se paseaban sobre las heridas expuestas, y algunas se aventuraban hacia adentro y me pasaban las patitas por la lengua y el paladar escocidos. Esas quemaduras tardaban en cerrar, algunas nunca lo hicieron en todo aquel tiempo. Se sucedían días en los que lo único que entraba por la boca era de la misma consistencia, espesa y ardiente, días en los que intentaba gritar suplicando, o tan sólo estremecerme en un temblor que aliviara un poco la quemazón. Pero era imposible, y lloraba hacia adentro, gritaba hacia adentro, y temblaba y me sacudía en el interior, y eso me hacía más daño que los torrentes de alimento caliente que bajaban por el esófago.
Nunca era suficiente. Me moría de hambre. El estómago se me achicó y empecé a vomitar buena parte de la comida.
Al contrario de lo que puede suponerse, mi cuerpo cayó en ese estado letárgico en el corto proceso de unos pocos días. De un segundo a otro mis piernas habían empezado a debilitarse, acompañadas de mareos, hasta que no fui capaz de mantenerme en pie y me recluyeron en la cama. Luego, poco a poco fui perdiendo la vista, la movilidad de los brazos y la nuca y la voz y la sensibilidad en la boca. Lo último en desaparecer, y nunca por completo, fue el oído. Las cosas que escuché, de a intervalos que bien podrían ser segundos como horas o meses, no son reproducibles a ningún precio. Y aún hoy traquetean por algún lugar rojo y vulnerable de la mente, furiosas como un tren.
Al principio fui tratado con sumo cuidado y delicadeza, es decir con amor. Pero luego eso dio paso a la lástima, luego a una especie de piedad, y por último a algo que roza el olvido y la costumbre y el aburrido deber que no sé cómo llamar. Me convertí, para ellos, en una botella o una caja de latón, vacía no sólo de alimento sino también de respuestas vitales, de sentimientos, y que además debía ser constantemente cuidada, limpiada, servida. En un comienzo me alzaban en brazos cuando había necesidad de cambiar la ropa de cama, a veces hasta me recostaban en almohadones; pero más o menos hacia la mitad de la enfermedad, comenzaron a evitarse la molestia y cambiaban las sábanas y cobertores conmigo encima, haciéndome rodar de un borde a otro de la cama. Una vez caí y me golpeé la cabeza. Perdí la conciencia por unos días. Porque yo no podía moverme, ni hablar, ni ver, y oía un difuso zumbido que al final, por monótono, terminó formando parte del mismo paisaje silencioso; pero sí pensaba, sí era consciente de lo que ocurría en el borde de la piel. Yo era el tacto, y los dolores de mi interior, y sus ruidos. Prestar atención, mantenerme alerta en ese nivel mínimo, y desarrollar incansablemente el pensamiento era la única forma de ejercitarme, de existir, de no volverme una planta.
Mi cuerpo era un muñeco con las terminales nerviosas irritadas cuyos cables llegaban, como ríos afluentes, hasta la posición medular, mi extenso podio interior. Pero había otra cualidad esencial en ese cuerpo, tal vez la más determinante: la memoria. Ese bloque de carne almacenaba todo sin censura, absorbía el dolor y lo retenía con una fuerza para mí desconocida en ese entonces, y que luego se revelaría, bastante más tarde, inconfundible, como el odio más profundo. Conocí de inmediato el miedo; sus dos caras, la física y la mental, que a veces se diferencian una de otra de forma tan clara como el agua y el aceite. Fue la primera sensación que distinguí con claridad. Comenzó cuando empecé a buscarle una razón a la enfermedad. El miedo no llegó de afuera para instalarse dentro como un inquilino infectado, sino que creció desde adentro y evolucionó desde una posición agazapada y escondida, donde siempre había estado presente. Presión insoportable en el cuello; corrientes heladas y vertiginosas en piernas y brazos; sudor a chorros también congelado; pecho a punto de explotar en nudos; y en el cerebro la confusión, miles de órdenes a la vez, todas contradictorias, y la incertidumbre de lo que está pasando, y de lo que vendrá.
Entonces, tan espontáneamente como surgió, el miedo se desvaneció y dejó paso al horror: saberme atado de manos, inútil, un títere; y reconocer en eso la única opción posible. Y esa fue mi condición, de inmóvil. Yo representaba la perfección del horror. Podía ver aquello terrible, acercándose, oscilando ante mis pupilas apagadas, el foco de aquel tren que amenazaba con despedazárseme contra la frente. Y sólo me quedaba esperar, sin siquiera la posibilidad de acomodarme. Pero todo esto lo pienso ahora; en mi mente y cuerpo de niño sólo existían imágenes toscas.
Por un tiempo mantuve una imagen bastante precisa de mi dormitorio. El lugar de los estantes y el pequeño escritorio, los libros, los juguetes, la ventana. Incluso pude retener cada objeto con sus características particulares de color y tamaño y peso, manchas o imperfecciones singulares, y la distancia que guardaban unos de otros. A veces incluso recordaba la manera en que les daba la luz a distintas horas del día, y de alguna manera me reconfortaba y ocupaba el tiempo repasándolo todo, una y otra vez, en la mente. Pero, deduzco yo, al año o año y medio empecé a perder los pequeños detalles. Comencé a olvidarlos, caían de mi mente como monedas en el pasto. Me fui encontrando de a poco en un nuevo espacio de vagas figuras geométricas, y por último en un pozo oscuro, atonal, sin distancias.
Fue también durante este período que comenzaron los malos tratos. El contacto de las manos con el cuerpo ya no era suave y considerado. Manos de repente duras me apretaban las mejillas para hacerme abrir los labios, y la cuchara comenzaba a invadirme en forma abrupta golpeando los dientes, aflojándolos, raspando las costras de las quemaduras y ejerciendo una exagerada presión contra las amígdalas. Muchas veces estuve a punto de atragantarme con mi propio vómito, que se quedaba a mitad de camino, en ocasiones descansando allí, regurgitando por horas para luego retirarse, dejando un insoportable gusto ácido. Para ayudarme a cagar jalaban de mis piernas y me abrían con violencia.
Comenzaron a golpearme, golpes duros de paliza o de pelea, en las piernas, en las nalgas, en las costillas, y a veces hasta en la cara. En una de esas ocasiones el castigo comenzó cuando aún no había terminado de cagar. Supongo que debí haber manchado las sábanas o a quien me estaba ayudando, y de ahí su enojo. Empecé a sentir puños en la baja espalda, que luego subieron hasta el pecho y la boca. Yo seguí haciéndome encima, por más que intenté con todas las fuerzas controlar el cuerpo; hasta intenté defenderme, pero el resultado fue cero. No conseguí moverme ni un centímetro, ni siquiera vibrar por cuenta propia. Los golpes pararon de repente y todo se detuvo por una eternidad. Al rato sentí una cabellera tupida posándoseme en el pecho, que luego se acurrucó en el cuello. Sentí humedad. Esa cara y esa cabeza temblaban. Luego, labios comenzaron a besar repetidamente los míos, corría agua y otro líquido más pastoso. Distinguí la sangre de inmediato; el agua debía provenir de los ojos.
A veces, mientras me golpeaban, intuía un leve estremecimiento en la piel, acompañado de un casi imperceptible aumento en el volumen de aquel coro zumbador que se precipitaba por mis oídos; llegué a interpretar esas señales como gritos.
Mientras antes era capaz de distinguir las manos de uno y otro, por la suavidad, la dureza, el tamaño y el tipo de tareas que cumplían, ahora, además de estar perdido en la informe oscuridad, comencé también a confundirlas. Todas ellas adop¬taban el mismo carácter rudo y despreocupado, mecánico. Hasta donde yo sabía podría tratarse siempre de mi madre, o de mi padre, o de mi hermana mayor; hasta llegué a pensar que se trataba de los tres maniobrando juntos; imaginé un monstruo gordísimo y ágil, de tres cabezas y seis manos, ojos de pájaro clavados en las profundidades de la cara de ratón, capaz de las más crueles demostraciones de rencor y también de fugaces raptos de ternura.
Durante días y días, tiempo que aún hoy no sé medir, me atormentaron miles de ideas. Quise encontrar una razón para el extraño giro en la conducta de mi familia. Supuse que yo, la situación en la que los había envuelto, había pasado a ser una tarea más de la casa, la más pesada, y llegué a aceptar que merecía, de tanto en tanto, las mismas descargas de frustración que una máquina que no quiere funcionar. Pero luego también estaban esos arranques de llanto y de abrazos y caricias, impropios para una máquina, y eso me confundía aún más. Pensé que ellos debían de estar más aturdidos que yo para sentir cosas tan opuestas hacia un mismo objeto. Y me embargaba una tristeza infinita, dirigida hacia ellos, y sentía calor en la cara y en el pecho, como un rubor interno.
El colmo fue empezar a olvidar sus caras. Los rasgos de cada una de ellas caían en la misma bolsa impenetrable en la que habían caído antes los muebles y objetos y paredes del dormitorio. Entonces lo único que hacía en todo el día era concentrar mis fuerzas en los párpados. Quería abrirlos. Intentaba forzarlos accionando los músculos de la frente y los pómulos, pero era inútil. Quería mover también las bolas blancas de las pupilas pero se mantenían inmóviles, mirando hacia lo oscuro, o no-mirando. Ellos llegaban al cuarto y se ocupaban de mala gana de ciertas partes mías, pero nunca de los ojos. Nunca sintieron curiosidad en levantar las cortinas de piel para echar un vistazo allí adentro.
Intenté matarme. Aún hoy creo que hubiera sido posible, quizás con un poco más de convicción. Me concentraba con fuerza en los deseos de morir, y en no permitir que otra idea se cruzara por mi mente. A veces creí llegar cerca, a punto de eliminar hasta la última función vital. Pero en el último segundo, algo se me iba de control. Alguna imagen que nada tenía que ver con lo que me proponía pasaba como un relámpago por el cerebro y lo descalabraba todo.
Entonces invertí el procedimiento. Sucedió casi sin darme cuenta y me sirvió en gran medida para evitar aquellas tortuosas divagaciones. Comencé a construir un mundo. Me di cuenta de que lo fundamental todavía no me había abandonado: cosas como los colores, o la idea de una recta o una curva, es decir, los materiales elementales del pensamiento. Llené aquel pozo de color, de formas hermosas y sonidos. Los sonidos imaginarios al principio eran chirriantes y me costó mucho tiempo ir transformándolos en armoniosos y perfectos; quizás debido a que por mis oídos entraba constantemente aquel zumbido distorsionado. Y ese fue el lenguaje del que hice uso. Puedo hablar de esa como la época más feliz. Me abandonaba a ese nuevo universo, brillante, luminoso, me tensaba como una flecha y recorría sin dirección y a una velocidad de vértigo aquellas maravillosas estructuras, siempre cambiantes. A veces llegaba a un límite desde donde podía mirar otra vasta extensión oscura, semejante en tamaño a la que ya había llenado con mis creaciones; allí paraba en seco el sonido retumbante pero un poco diluido, precioso, de gong, que me acompañaba, y se abría otra vez el imposible abismo de desesperación, silencioso. Por un momento creía estar a punto de desfallecer por completo y rendirme ante ese agujero abierto en todas direcciones; pero volvía manos a la obra, como un criminal en plena huida, y diseñaba un sinfín de figuras improvisadas para de inmediato emprender una nueva penetración, cuyo único fin era protegerme del dolor.
Ocupaba casi todo el día en esto. Me abstraía hasta tal punto que ya casi no sentía el abuso, aunque un par de veces todo estuvo a punto de resquebrajarse debido a fortísimos golpes en la cabeza.
Terminaba exhausto; entonces cruzaba sin dificultad la difusa línea que me separaba del sueño.
Hasta que un día, un momento, no sé cómo llamarlo, desperté sobresaltado. Tuve la helada sensación de que me estaba empapando por fuera, pero lo que más me llamó la atención fue que el agua me entraba por la nariz y por la boca en las cantidades justas para no ahogarme, y sentí que también me empapaba por dentro. Me estaban bañando. Me pasaron trapos húmedos por todos lados. Pero por alguna razón me los escurrieron y refregaron con más fuerza encima de la cara, y el agua corrió, empujada, y se metió por todos los agujeros.
El agua me invadió como una marea. Busqué desesperado mi refugio habitual pero él se reducía a un puñado de cosas sin sentido, débil. Y en mi mente todo era azul, eléctrico, como un mar ancho, visto desde abajo; en suspenso. Mientras pueda respirar, pensé, no hay de qué preocuparse. Lo peor que podía pasar era respirar el agua y hundirme como un barco pesado. Me sentí más cerca de la muerte en aquel preciso momento que en las miles de veces que había intentado elimi¬narme a voluntad. Mi mente se desilusionó, desvarió. Un tiempo atrás, la hubiera tomado, sin pensarlo dos veces. Pero ahora que no lo deseaba, no, no ahora justamente, por favor, no.
Cuando la marea al fin se retiró llevándose los desechos uno por uno, sentí un dolor punzante y fui consciente de que tenía las uñas clavadas en el interior de los puños. Me sorprendí hasta las lágrimas. Del esfuerzo que me llevó abrirlos se me acalambraron los abdominales casi hasta el desgarro y eso produjo una tremenda oleada, incontrolable, que subió y desencadenó una serie de toses que me pusieron rígido e hicieron que la cabeza se despegara y volviera a caer repetidamente de la almohada, que era como una piedra. Y en esas toses escupí lo que quedaba de agua y de comida, eso maligno que había en mis entrañas; y abrí los ojos junto con la última expectoración, pero un centellazo de luz me cegó, e hice todo el esfuerzo posible por dejarlos abiertos pero me dolían por dentro.
© 2007, Daniel Mella
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