La vida es el tiempo que pasa mientras pongo pasta dental sobre el cepillo y no pienso en nada más que en ese centímetro cúbico de crema mentolada saliendo del tubo, bajo la suave presión de mis dedos, desplazándose sobre las cerdas del cepillo algo gastado que debería cambiar cuanto antes por uno de mango recto y firme, según pedido de mi dentista.
O será el tiempo destinado a recordar, como cuando corto al medio una naranja y el perfume me lleva sin escalas a una mañana de primavera, a la feria vecinal de mi infancia. Voy cargando las bolsas repletas de frutas y verduras de mi abuela, mientras ella camina unos pasos adelante, con el monedero en sus manos arrugadas y blancas, las mismas manos que por las noches manipulan el rosario, cuenta tras cuenta, murmullo a murmullo, después de haberse cepillado el pelo cien veces, sentada al borde de la cama. Esa cabellera plateada y larga que ya no llevan las mujeres viejas. Mi abuela va buscando las mejores manzanas del barrio a un precio razonable, para luego cortarlas en cuatro sobre la mesa enorme de madera maciza, y repartirla entre nosotros, los niños inquietos y ávidos de pelotas, mariposas y ranas en frascos de dulce.
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Una gata había tenido cría en un rincón alejado del jardín del fondo, donde no llegaban los rastrillos, ni el agua de riego de las mangueras.
Allí bajo la enramada densa, antediluviana, nacieron seis gatitos feos. Los escuché quejarse una tarde de siesta. Había visto a una gata deambular por la zona con mucha asiduidad. Me acerqué buscando el origen de los sonidos y los encontré allí en un nido. Al correr la cortina de las grandes hojas subió un vaho cálido y desagradable.
El parto era muy reciente, los gatos todavía ciegos, eran una masa movediza y demandante.
Pensé en dejarlos crecer unos días y luego abandonarlos en una caja en algún lugar seguro, cerca de una escuela, para que los niños dispusieran de ellos. Es sabido que estos animales son intrépidos e independientes y no tardarían mucho en desplegar sus habilidades características para sobrevivir.
Al observarlos con atención noté que estaban heridos, ulcerados por todas partes. No sólo el hambre les atezaba, sino el dolor, porque sus llagas estaban llenas de diminutos gusanos blancos, que se movían juntos como un solo animal palpitante, compitiendo en masa y volumen con los gatitos.
Esa tarde vigilé de vez en cuando al grupo y la madre no volvió a acercarse. Lo mismo ocurrió al otro día, y los días siguientes. Ella jamás volvió al lugar. Uno de los gatos estaba muerto y cubierto de gusanos como una segunda piel hormigueante. Su pequeño cuerpo estaba aún más reducido y sus hermanos movían apenas sus cabezas, como juguetes mecánicos mal lubricados y temblequeantes. Habían dejado de quejarse.
Los gusanos formaban racimos que de tan abigarrados y gordos, caían al piso maloliente y luego volvían a acercarse lentamente, a ganarse un lugar entre sus congéneres hambrientos, a mamar la vida que se estaba escabullendo, a disputársela a un escuadrón de moscones tornasolados, diminutos buitres zumbantes que habían detectado el banquete. Un pequeño espectáculo aterrador y mórbido, allí bajo los exuberantes telones de las hojas, entre los lirios y los tacos de reina, en la aparente calma del jardín. Sus vidas se estaban apagando a mordiscos leves y constantes.
Me anudé un pañuelo sobre la cara para soportar el hedor y la náusea. Debía ser rápido y preciso, terminar con el sufrimiento de una buena vez. Los fui tomando con un viejo par de guantes de trabajo, que volvía las manos insensibles como las extensiones de un brazo robot, y los fui colocando de a uno en bolsas de basura. No quería ver el resultado de mis acciones, ni que una mirada ciega se detuviera accidentalmente en mis ojos, durante una milésima de segundo. No quería que ningún rastro de piedad o inseguridad fuera atraído por el ajusticiado y sacado a la superficie desde su lugar oculto, convenientemente guardado para la ocasión. Ya en las bolsas, los fui apoyando de a uno sobre una piedra y con un golpe seco y firme de martillo en la cabeza, los fui despenando. Todo duró segundos, y fue realizado de forma indolente, deteniendo la respiración. Debía ejecutar las cosas con limpieza y frialdad, actuar como lo hacen las fuerzas de la naturaleza, ¿o acaso el mar se pregunta algo cuando devora una isla tropical, o la tierra se arrepiente cuando se abre y traga una población entera?
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Todo tiene una justificación. Todo, en algún momento inesperado, cobra sentido. Repentinamente. Conservo una carta de amor en mi escritorio. Un clásico. Escrita durante una madrugada de insomnio, con las marcas del culo de un vaso en el vértice izquierdo, impregnada de humo de tabaco. La escribí la noche en que ella se fue, con el perfume marino de su entrepierna enroscado aún en la punta de mis dedos y el corazón estrujado entre el resto de las tripas, arrugado como el celofán que envuelve las cajillas de los cigarros.
Comencé reprochándole su abandono y a la mitad de la botella, cuando las lágrimas sabían más a alcohol que a agua salada, la carta se había convertido en un registro preciso, con datos y señales, de una despedida anunciada y planeada al detalle. Estaban anticipadas allí, hasta esas lágrimas que se secaban sobre la tinta, la leve náusea y una sopa de camarones para la resaca. Todo ordenado, como una brillante y esterilizada formación de instrumental quirúrgico dispuesta sobre una mesa de operaciones, para lograr la extirpación del último rastro de este organismo que era ella y que habitaba en mi cuerpo como un huésped amable y algo atrevido.
Había ocupado mi casa lentamente, avanzando reptante sobre los territorios del dormitorio, trepando las laderas de la cama. Había aullado triunfal en varias batallas en la geografía accidentada de las sábanas.
Incansable llegó luego a la cocina, armada con arsenal de recetas vegetarianas, especias desconocidas y detergente con aroma a frutos cítricos. Cuando descubrí un día el estandarte de su ropa interior, pendiendo de las canillas de la bañera, ya era tarde.
Pero su invasión tenía una gemela invisible. A cada uno de sus movimiento tácticos sobre la superficie de la casa, le correspondían otros similares, los de un silencioso escuadrón ninja moviéndose furtivamente en mi interior. Haciendo que ella desandara sus pasos, dirigiéndola de vuelta por donde había entrado, entre demorados abrazos y palabras reconfortantes, pero con la intención imperturbable y la frialdad de una acción bélica. Como si un observador objetivo hasta la crueldad, sobrevolando las escenas, bajara por la noche a susurrarme al oído sus decisiones, las instrucciones a seguir, que yo escuchaba con levísima conciencia cuando intentaba dormir cansado y laxo, narcotizado por las caricias y el licor del enamoramiento.
Dos movimientos opuestos y armónicos, dos culebras engulléndose mutuamente por las colas.
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De esa mujer me había enamorado de modo inexplicable y de igual manera mi amor la había ido abandonando, como el agua salada deja la playa cuando baja la marea, dejando una resaca roñosa de deseo turbio, cierta complicidad y un resentimiento áspero, profundo, crispado.
Yo le miraba la piel transparente de las sienes. Las venas azules me recordaron una lombriz diminuta serpenteando en el piso del baño.
Ella entrelazaba los dedos y miraba a través de ellos hacia las puntas de sus zapatos, los ojos grises se clavaban en mí y huían repentinamente al piso, a los dedos entrelazados, a la punta de sus zapatos. Hacía meses que ella no fumaba, le ofrecí uno de los míos. Tomó el cigarro sin mirarme, observándolo todo alrededor como una extraña. Le ofrecí una taza de té. (Nunca se me ocurre nada para decir en estos casos).
El agua demora en hervir. Miro el fuego, pienso en nada, espero. Trato de ignorarla con la vaga certeza de que eso ayude a relajarla. Cuando ya todo se vuelve absurdo, le acerco la taza. La dejo humeando frente a su cara. Molestamente cerca.
Ella aplasta el cigarro en el cenicero, apaga las bracitas rebeldes con desgano, toma sin azúcar. Rodea la taza con las dos manos y bebe el primer sorbo con los ojos clavados quién sabe dónde. Las mejillas se le colorean levemente.
Creo que va a hablar. Acerco mi sillón. Me gusta cuando habla con la mirada perdida. Pone ese tono grave para hablar, esa voz de pitonisa en el fondo de una caverna. Siento la tibieza del té en mis manos, pienso en sus tetas blancas y en sus pezones oscuros y prietos.
- Me voy, aprobaron lo de la beca.
- Es una buena decisión...
- No voy a volver a llamarte.
- Dos buenas decisiones.
Su mirada atraviesa la madera de la mesa y choca con el piso embaldosado. O tal vez continúe perforando como un barreno y se entibie en el magma del centro de la tierra. No lo sé. Su mirada siempre me fue incomprensible. Saca con el índice el azúcar desde el fondo de mi taza. Lo chupa tras la cortina de pelo pajizo. Se me ocurren cosas para hacer con su boca. Prendo otro cigarro. Cierro los ojos y aspiro el humo, espero que hable. Escucho el tintineo de sus brazaletes y el crujido del cuero de su chaqueta.
Ella apoya la frente sobre el filo de la mesa y desliza una mano hacia mí. Pienso en meterle brasa con el cigarro. Es tan helada y tan pálida. Pero sólo la tomo. Veo su reloj. Tengo sueño.
Miro las vértebras de su nuca. Imagino un golpe seco con algo contundente. Paso lentamente los dedos por esos accidentes en su cuello. Suspira, no va a hablar más. Dejo su mano libre con la excusa de otro cigarro. La retira. Me mira a los ojos por primera vez, muy brevemente. Va hacia la puerta.
La rodeo con los brazos y evito mirar mi reflejo en el espejo de la sala. Sé que voy a encontrar una mirada vacía y feroz. Quiero ser convincente, rescatar un segundo de homenaje a lo que fue y hoy ya no está. Quiero evitar que ese instante se diluya, crear una suspensión temporal, un segundo de tiempo paralelo y alternativo. Como si estuviéramos los dos en el medio de un endeble puente colgante sobre el abismo, a merced del viento, la fragilidad de las lianas y los tablones añejos. Parados en el punto equidistante entre lo que fue y lo que vendrá después. Oscilando.
Para que así, engañados, el tiempo que resta para separar nuestros pechos que se han acompasado y el mutuo respirar de olores, nos parezcan eternos. Y que eso nos alivie. Es lo más parecido al cariño, un placebo sabroso, un símil inocuo.
Cuando ella se fue, busqué esa lombriz en el baño y la encontré en un rincón húmedo. La tomé delicadamente. Había un resto de mescal sobre la mesa. Dejé caer la lombriz desde lo alto dentro del vaso. Hubiera brindado a nuestra salud.
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© Rafael Juárez Sarasqueta
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