I
La única razón de peso por la que devinieron amantes fue que coincidió que ambos tenían una hora-puente la cuarta de la mañana, o sea, sumando los recreos, entre las diez y diez y las once y cinco- los mismos días de la semana, a saber: martes y jueves. Irina enseñaba Español; Andrés, Historia.
Sucedió apenas comenzadas las clases. Andrés, que desde hacía años dictaba clases en ese liceo, conocía, cerca, una plazoleta agradable y tranquila, y allí se dirigió ya el primer martes al sonar el timbre de las diez y diez. Por lo menos, en este final todavía caluroso del verano, sería un buen refugio para un rato de lectura. Irina, por su parte, nueva en ese liceo, salió a caminar por la zona el martes siguiente, y al azar de la caminata encontró la plazoleta.
A esa hora de la mañana no había ahí más que un lector solitario. Decidió sentarse un rato a descansar. En la mujer delgada y algo demacrada de expresión tristona que se sentó en el banco contiguo Andrés reconoció de inmediato a la colega. Como es natural, más fácilmente reconocen y recuerdan los del staff a los nuevos que viceversa, razón por la cual hubiera sido grosería suya no saludar.
-Hola- dijo con una ancha sonrisa protocolar . -Soy Andrés. Historia.
-Hola- respondió ella enarbolando una sonrisa forzada .- Irina, doy Español. Perdoná que no te reconocí.
-¿Tenés hora-puente?
-Qué más remedio.
-Siempre alguna toca. ¿Sólo el martes?
-Y el jueves, a esta misma hora.
-Igual que yo.
No había más que decirse, a menos que se tuviera ganas de hablar, pero ninguno de los dos tenía el hábito de hablar por hablar. Andrés mantuvo unos instantes más la sonrisa y después volvió a su libro. Irina cerró los ojos y levantó la cara para sentir la tibieza del sol.
Eso fue todo el martes. Al rato ella se levantó, esperó a que él la mirara para saludarlo con una sonrisa y prosiguió su paseo.
No recordaron aquel encuentro en absoluto hasta que volvieron a verse el día jueves. Cuando Andrés llegó a la plaza Irina ya estaba allí, sentada en el mismo banco, escuchando música en su discman. Al pasar a su lado Andrés le hizo un gesto de saludo con la mano al que ella respondió de la misma manera.
Pocos minutos pasaron antes de que del cielo, cargado de nubes oscuras, cayeran las primeras gotas de lluvia. Andrés cerró el libro e Irina se quitó los audífonos. Las primeras gotas cayeron espaciadas, pero pronto la lluvia se hizo intensa. Ninguno de los dos tenía paraguas ni impermeable.
Hay un boliche en la otra esquina dijo Andrés.
Corrieron para salir de la intemperie de la plaza. Andrés la tomó suavemente del brazo, cerca del codo, como para protegerla de algún tropezón. Después los árboles, todavía cargados de follaje, los protegieron un poco del agua.
El boliche era uno de los últimos de su especie. Boliche de barrio en caserón de principios de siglo, mostrador de mármol, refrigerador de varias puertas forrado de madera, galería de botellas hace tiempo vacías y polvorientas alineadas delante de un espejo tapado de fotos decoloridas.
No había nadie detrás del mostrador. Se sentaron en la mesa de junto a la ventana. Nadie acudió a atenderlos. La lluvia terminó de soltarse y ambos pensaron que se habían salvado de una buena mojadura.
-¿Se podrá pedir un cortado?- preguntó Irina.
-Yo no lo haría- respondió Andrés .- Me daría asco. Mejor pedir algo embotellado, y mirándole la fecha de vencimiento.
De todas maneras nadie aparecía para atenderlos. Quedaron callados mirando el aguacero, que no terminaba de arreciar. Andrés vio entonces que por las mejillas de Irina bajaban dos lágrimas, como si su tristeza se hubiera contagiado del diluvio desatado ahí afuera. Irina no las escondió ni se las secó. Siguió mirando por la ventana, como si estuviera sola, totalmente abstraída en sus pensamientos. Las lágrimas se le habían escapado cuando pensó que huyendo de la lluvia, refugiándose en un boliche él tomándola del brazo en gesto protector , seguramente parecerían una pareja de amantes. Estaba consciente de que exhibía las lágrimas precisamente para que Andrés le preguntara qué le pasaba y para poder entonces decirle lo que había pensado. En cuyo caso quizá esa imaginación se convertiría en realidad. Lo curioso pensaba "es que antes de pensar que parecíamos amantes en ningún momento se me había ocurrido que pudiera pasar algo con él".
La primera reacción de Andrés ante las lágrimas fue de fastidio. No tenía ganas de hacerle de paño de lágrimas a nadie. Vio cómo las lágrimas se detuvieron un instante junto a los labios, oscilando y titilando antes de seguir viaje. Irina seguía imperturbable, mirando la lluvia. "Llora sin pudor ninguno" pensó Andrés "Mostrarme así el estado de su alma es más impúdico que abrirse la blusa y mostrarme los pechos". Semejante idea le causó un estremecimiento agradable, y esa flojera en los muslos y ese sudor en las palmas de las manos. De pronto le pasó por la mente la idea de que ella exhibía así su llanto, dejaba así sus lágrimas colgando junto a sus labios, para invitarlo a que él las secara. Como si tal conjetura fuera una certeza lo hizo, de inmediato. Y no ofreciéndole un pañuelo sino levantándose de la silla, inclinándose hacia ella y besándola, en una comisura primero y luego en la otra, con delicadeza y precisión inobjetables. Irina no reaccionó casi, apenas le sonrió, como si fueran novios.
Andrés, chistoseando, se pasó la punta de la lengua por los labios e hizo como si degustara las lágrimas. Después tomó las manos de Irina, las abrió y las puso con las palmas hacia arriba. Nunca había actuado con una mujer desconocida con ese desparpajo. Al contrario, con las mujeres era mesurado y formal casi hasta la timidez. Pero con esta mujer de mirada triste sentía que ya eran algo uno del otro, a saber qué y desde cuándo, y no contaba en absoluto con que lo rechazara. Puso sus palmas abiertas sobre las de ella. Las sintió tibias, apenas húmedas. Ella cerró las manos apretando las de Andrés. Miraba las manos unidas, sorprendida de que aquello hubiera podido suceder. "Adivinó" pensaba "Se saltó varias páginas del libreto, como si supiera".
Andrés miraba a la mujer que le apretaba las manos y que eludía su mirada. En ningún momento, antes, se le había ocurrido pensar que aquella mujer le despertara deseo, pero sin embargo eso era lo que sucedía. Sintió su cuerpo despertar desde el centro, desde entre las piernas, desde la base del sexo.
-Mirame- le pidió.
Le costó a Irina mirarlo. Su rostro pálido, casi demacrado, se ruborizó, la respiración se le agitó, se esforzó por controlar el temblor que le recorría el cuerpo entero. Sentía vergüenza de cómo había sucedido todo. Finalmente levantó la mirada, mordiéndose a la vez el labio inferior.
-¿Quién y cuándo -preguntó con voz insegura- decidió que teníamos que intimar?
Andrés se preguntó si ella se preguntaba quién de ellos dos lo había decidido -cuestión verdaderamente bizantina- o si se refería a una hipotética instancia superior que tomaría decisiones sobre las vidas de los humanos- pregunta por demás grandilocuente y extemporánea.
-No lo sé- declaró, y agregó vagamente, por decir algo- : sucede que a veces la brecha que separa a las personas desaparece y ya no se es más ni extraños ni desconocidos.
Un radiotaxi libre se detuvo en la esquina del bar. Les llegó el ladrido de la radio.
-Podemos irnos en ese taxi- sugirió Irina.
Puesto que la hora-puente estaba por acabar Andrés entendió que Irina hablaba de regresar al liceo. Sólo después se le ocurrió si su idea no habría sido otra.
-Juntos mejor no- dijo . -Andá vos, yo espero el próximo.
-Sí, mejor no- dijo Irina. Le soltó las manos, recogió la cartera y se fue.
Hizo las pocas cuadras hasta el liceo con esa misma sonrisa en los labios y una sensación de dulzura y relajamiento en el cuerpo. En realidad su idea al sugerir el taxi había sido, efectivamente, otra. Pero se daba por feliz con lo sucedido. Era un comienzo.
Irina estaba casada, tenía dos hijos de tres y cinco años, y una relación gélida con su marido. Nunca había tenido un amante. Ciertamente que no había tenido la menor intención de que sucediera lo que sucedió con Andrés, pero ahora que había sucedido sentía por primera vez en mucho tiempo que se le entibiaba la sangre y que volvía a correrle alegre y tumultuosa por las venas. Maravillada comenzó a recordar lo que era tener ganas de vivir. No otra cosa que su sorpresa había querido expresar esa pregunta retórica que se le escapara de los labios ante los hechos.
Andrés salió del bar y esperó en vano un taxi, protegido bajo un balcón. De todas maneras pocos minutos tardó el agua en parar, y de inmediato volvió a salir el sol. Como si aquella tormenta se hubiera desatado con la exclusiva finalidad de hacerlos caer en la dulce trampa en que cayeron.
También en Andrés la sensación dominante era el asombro. Tampoco él había tenido la menor intención de que aquello sucediera. Por primera vez pensó en Julieta, su mujer, a la que nunca había sido infiel. Se prometió que Julieta nunca sabría nada de aquello que empezaba, y arrancó a caminar hacia el liceo, sintiendo -no sin una pizca de rubor- que el mundo era suyo y que podía caminar en el aire.