A
manece. Despierto en casa de Lude. Exactamente en su cama y enredado a sus piernas flacas color aceituna. Despierto con calor, desacostumbrado a la temperatura de otro cuerpo.
Antes de que suene el despertador intento animarla sacudiéndole el pelo, peinándola con los dedos, profundo. En vano. Me entretengo pensando que hoy estrenaré bicicleta y me veo pedaleando como loco, calle abajo, por el barrio jardín.
Vuelvo a Lude. La toco entre las piernas y se sacude. Mientras escucho que masculla algo incomprensible mi cerebro se inunda con la siguiente imagen:
Una gran alfombra bordó berenjena que cuando la piso se convierte en una pileta del tamaño exacto de la alfombra y con líquido rojo en su interior. Estoy pisando descalzo, como probando el agua con la punta del pie derecho. Estoy hundiéndome en el fluido caliente, vaporoso, sanguinolento. Veo las piernas aceituna de Lude flotar a la deriva. Me agarro a una de ellas y me salvo del naufragio. Respiro hondo.
B
ajo las escaleras que conducen hacia la recepción. Al llegar a la planta observo que el portero está mirándole el culo a una de las limpiadoras. Cuando nota que lo he descubierto se ríe pícaro, cómplice. Le hago una guiñada y me voy del edificio. Camino por el centro de la ciudad sin pensar en nada. Luego pienso que el portero tiene muy mal gusto. También evalúo cambiar algunos dólares pero finalmente me propongo aguantar un día más, estirar al máximo lo poco que me queda cambiado.
Entro en un 24 horas y compro medio litro de agua mineral gasificada. Abro la botella frente a la cajera y mientras la pago me la tomo de un saque. La gordita me mira alucinada y se acomoda la visera. Salgo del negocio y retomo la marcha. Descubro que todavía tengo el envase en la mano y busco un tacho donde arrojarlo. Me pregunto por qué mierda envasan agua en botellas de plástico, con lo agradable que es tomar del vidrio. Con lo frío que es el trago cuando baja del vidrio. Continúo caminando. Sin rumbo. Sin papelera a la vista. Descubro la ciudad.
Soy un transeúnte y me place. Soy un extranjero y me gusta ejercer.
De pronto me topo con una esquina abandonada, sucia, mugrienta. Montones de porquerías ocupan la mayor parte de la vereda. Entre ellas, acostados, un viejo y una vieja duermen. Se los ve felices. Repletos. Profundos.
Fijo mi vista en sus figuras, en sus cuerpos. Lo hago sin tomar precauciones ni sentir vergüenza por la invasión. No se los ve mal. Ni flacos ni gordos. Incluso noto que sus ropas son de buena calidad. Diría que de marca. Se los ve demasiado elegantes como para estar tirados ahí.
Sobre sus cabezas una hoja de plátano les regala sombra. La mano de él, increíble de tan arrugada, descansa entre las piernas de ella. Bajo el puño de la camisa coronada por un gemelo de oro, asoma el reloj del viejo. Acerco la trompa para alcanzar la hora. Veo las 16:45 y me invade el miedo. Es la hora de mi país. Once horas para atrás.
C
omo todos los viernes Brield me pasó a buscar cerca de la medianoche.
Es la una de la madrugada y estamos en el restaurante de siempre, comiendo lo de siempre: carnes y ensaladas.
Llega Ginko. Saluda veloz, pide permiso y se sienta a nuestra mesa. Siento una molestia. Nada insoportable. Algo. Una basura en el ojo, que ya se va. Decidimos dejar nuestra charla para luego. Ginko comienza a divagar sobre su profesión. Diez minutos después nos invita a tomar café en su casa. Dudamos. Finalmente decimos que sí, que vamos un rato. Ellos toman café pero yo acepto vino. Que luego no tomo porque está ácido y helado. Descubro que Ginko guarda el vino tinto en la heladera.
La casa de nuestro colega es demasiado opaca. Unas alfombras raídas en tonalidades ocres y bordó, viejas, sucias y gastadas, desparramadas por el living y la oficina.
La cocina, fría. Con mucha cosa que no pertenece al lugar: una escalera de madera a la que le falta un escalón, una pala, un pico, dos serruchos, tres pares de guantes y tijeras grandes, de cortar pollo o pasto o cercos, en fin, muy grandes. Tarros de pintura, pinceles en frascos de dulce de leche y dulce de leche en una bolsa de nylon fuera de la heladera, entre moscas. Café instantáneo. Azúcar falsa: líquida y en cuentagotas. Galletitas.
El dormitorio de Ginko era extraño pero lo recuerdo poco. Apenas me asomé reventó una explosión seca, una piña en la arena, proveniente del living o de la oficina. Tal vez de la calle. Apenas alcancé el living recuerdo haber visto sangre, demasiada. Y después, parece que me desmayé.
Ch
ispas de colores rebotan bajo mis párpados. Tengo los ojos cerrados y aunque intento no puedo abrirlos. Están como pegados, tanto que no puedo con ellos. Pero no desespero, sé que esto es momentáneo. Siento estar regresando de un sueño. Imágenes borrosas se mezclan con los pensamientos que ellas me evocan. Pero los ojos no me ayudan. Quiero abrirlos pronto, cortar la cascada, salirme del pozo, despertar antes de que venga el miedo. Espero.
Reconozco la cara de Ginko a dos centímetros de mi nariz. Me mira con esfuerzo, como enfocándome con sus gafas. Está borracho, absolutamente. Me repite que Brield es un hijo de puta por no sé qué viejo asunto nunca resuelto entre ellos. En el baño alguien hace uso de la ducha y en toda la casa la música flota en círculos, hace horas, programada para repetirse hasta el próximo apagón. Es una ópera que suena monumental.
Le pido a Ginko para entrar al baño porque me estoy meando. Me dice que tengo que esperar a que se desocupe. Agrega que se está bañando no sé quién y que el asunto suele tomarle tiempo. Me comenta que puedo desagotar en el patio, contra el muro, que está todo bien. O que de paso aproveche y me vaya a mear por ahí. Que tiene compañía. Que la podemos seguir otro día. Y que Brield se fue totalmente en pedo a mitad de la madrugada.
© 1998, Alejandro Ferreiro
© 2007, HUM Editor