Primera parte

I

"Ahí estaba el aeropuerto.

Me acerqué apenas en la oscuridad. Había una sirena. Me pegué a la baranda del balcón desde donde había observado al avión que se llevaba a mi padre.

Miré seis metros más abajo y el olor me alcanzó como una escalera, olor a gas, a goma quemada por los frenos.

Los empleados hablaban del gas y de un partido de la semana pasada: doblándome, alcancé a divisar a uno que tenía puesto un mameluco azul bolsudo y estropeado. La voz de una radio atravesaba el aire. Un par de focos permitían vislumbrar, en parte, el cuerpo de un hangar. El cuadrado de juncos a unos cien metros era un parche negro. Un cartel de Pluna había perdido dos luces.

Intenté imaginar las caras de los empleados, el color de sus caras frente a un probable tanque en llamas, como en las películas. El hedor y la tristeza.

La fragancia de la comida aérea. Salmón, de Aero Boliviano; lomo cocido y envuelto en panceta, de Aerolíneas Argentinas; los chocolates y el coñac que sirvió para el fuego y atiborraba las caras de sudor de alcohol.

Vagamente también hablaron de dólares.

Miré las caras azules y los cuerpos morenos y las casas blancas en los tabloides y un titular de Ropas Vivas y un auto con guardabarros anchos en una tapa satinada donde vi mi silueta.

Paseé un tiempo más llegando hasta los ventanales del correo y las escaleras, las teles y la sala vip.

La calle y el estacionamiento húmedos y oscuros cubrían el pellejo verde de la tierra.

Prendí un cigarro y lo tiré y lo pisé, y quise levantarlo del piso y tragarlo pero el pellejo verde lo había empapado.

Protegí mi tos con una mano. Caminé en dirección a ninguna parte calculando la velocidad de los coches en la ruta amplia y luminosa, mirando atrás, hacia las grietas alquitranadas del espacio y el silencio y los quejidos.

Segunda parte

II

De un lado tengo grabado Nirvana. Del otro, Atahualpa Yupanqui. Me estoy abriendo a cosas nuevas. En el silencio de dar vuelta el casete oigo la voz de la mujer que tiene acné en la sien que me enfrenta. Labios paspados, buzo y anillo azules, la cara india y las mejillas maquilladas. Me mira y empieza la musica. A qué le llaman distancia.

Traigo puesta una camiseta que tiene bolsillos en la tripa, es gris escote en V y dice Southern en violeta. Huele a mojado, a pasta, leche en el estómago. Le doy mi atención completa a lo que estoy escribiendo. Inmediatamente paso a darle toda mi atención también a lo que Karina o algo así hace con sus uñas largas, y hay un equilibrio siempre a punto de romperse en casos como este en que me multiplico. Lo importante es la calma. Todo es placer lento, en escalera caracol, vertiginoso. Ella inicia su ritual indígena y así como me llega se va la imagen de una casi niña en una playa nocturna. Cruza las uñas sobre bigotes invisibles y se lame los labios mientras cada palabra cae entera en el papel desde mi mano roja, y se lo puede ver de un lado y del otro, estoy en dos lugares al mismo tiempo o los dos lugares están en mí. Entonces empezamos a vivir dentro de la canción que es sólo mía. Ésta. Sé cómo va a terminar.

Toma un bibliorato de cuero y se levanta. Tiene un pantalón azul marino. Sale de la biblioteca. Sólo están lejos las cosas que no sabemos mirar. Va a terminar en amor, o en miedo.

Creo que fue Favio el que me dijo que yo tenía una leche nunca vista. Que él, de mi misma edad, no paraba de cojer.

A la bibliotecaria le pregunté el nombre. Isabel. Me sorprende que ahora esté abriendo el placar de acrílico donde están apilados los disquetes en orden de cementerio, y noto que su asistente lleva una taza humeante de porcelana blanca y una pollera del largo chanel clásica y mostaza. Sonríe.

En la pared hay un cuadro que dice Jerusalén y cuatro posterbooks de Picasso, Miró y Matisse. Se sientan a mi mesa cuatro mujeres y ocupan las sillas vacías. Una tiene el jopo columpiando sobre una mancha bajo el ojo que está a mi derecha. A veces apoya la mano sobre la mancha. Aparenta una quemadura.

La idea de quedarme acá me tienta, salir de la ciudad y a esta altura de la noche me desenchufa.

Ojeo sillas todas iguales, papeles sobre libros, una impresora vieja. Detrás de mí, un pálido con una cazadora de nailon que es verde por fuera y naranja por dentro. Isabel le alcanza un diskette y un viejo me mira como si estuviese robando algo. Huelen a soledad, todas esas cosas.

Me paro no muy erecto al final de la fila. Hay dos tipos con camperas de cuero. Uno tiene el pelo atado con una gomita y balbucea su número de estudiante. Ahora se coloca una tipa detrás de mí, pasa una amiga y le pide que le reserve el lugar.

¿Tenés hora?

No. Mirá, ahí tenés.

Veintiuna horas cinco minutos, seis, el número baja en el reloj de pared. Me quito el Aiwa y lo prendo al cinturón. Llega mi turno. Me doy la vuelta; camino duro hacia la salida. Ni una palabra. Me quedé dos segundos mirando a la recepcionista y ni palabra. Desde la calle sus ojos titilan fríos en la pantalla.

Frente al Edificio Libertador escuchando a Atahualpa. El mismo tema una y otra vez. La luna como un latigazo. Uno está donde uno quiere muchas veces sin pensar. El viejo de la biblioteca me siguió mirando como si fuese un ladrón así que llevo conmigo una revista rusa que robé.

Leí todo el camino, por momentos me mareé. Clemente salía a las diez cuarenta y cinco y me quedé a esperarlo.

En la terminal había gente con cara dormida y algunos papeles de bizcochos, envoltorios de galletitas, cajas de cigarros no obstante las papeleras. Tuvo un retraso de cinco minutos, así que la cola de pasajeros se hizo gorda. Al ómnibus subió un rastaman negociable.

La habitación de mi madre está fría y llena de luz negra. La estufita Joya está encendida al máximo, opuesta a la ventana. La corriente de aire le pasa por encima a mi madre que está apenas tapada con su acolchado azul y la toco y está fría. Tiene los ojos apretados, las pestañas hundidas. Cierro la ventana y se acaba el zumbido del aparato, entonces salgo del cuarto y dejo entornada la puerta. El estar huele a cera roja.

El zippo de plata me hace recordar a mi padre que ahora está en la habitación 605 del Hotel Sao Luiz, bajo la Rodoviária. Abatido encima de la Biblia, escucha un disparo que trepa las paredes exteriores, amarillas de pintura y sucias del gas de los automóviles. Menea la cabeza. Piensa en mí, luego en el Gringo que lo atiende en su restorán y las putas que llenan el olor de la ciudad y la niebla y las triples vías. Yo pienso en sus congresos estúpidos: Las Religiones del Mundo, Viene el Señor, etc.

Mi padre dice muchas cosas.

Paso por la cocina y abro la heladera. Corto tres rebanadas de queso y en ningún momento enciendo la luz. Me gusta cómo la heladera ilumina de rosado los primeros ladrillos de la pared, el almanaque con una raíz de jengibre, las sillas. Adivino el mármol un poco más lejos.

Entro a tientas a mi cuarto, me cuelgo del pestillo con fuerza. Esquivo automáticamente la tabla de surf que cuelga del techo y ya tiene dos años de vieja, y trastabillo con un plato lleno de cáscaras de tangerina. Pienso en por qué mi viejo vuelve el martes y no el lunes lo que sería peor o el miércoles, el sábado de la semana próxima.

Me tiro en la cama vestido, ya de medias, y comienzo a divisar sombras. Me siento un tanto inquieto pero elimino rápidamente la sensación que luego se me hace superficial. Pienso en el rito indígena y la dura expresión en la cara de mi madre más que un tumor , y en el frío que me erizó los pelos del antebrazo.

Chupo unas pastillas dulces brasileñas. Son traslúcidas, redondas y teñidas. Aparto apenas una línea de la cortina para que ilumine el centro del cuarto, las baldosas rojas y el perchero. Un lamparón de humedad parece un hueco. Respiro por la boca y sólo escucho el aire saliendo, entrando, saliendo, entrando. Ya no siento los labios. De vez en cuando me manoteo la boca, intentando respirar una araña que no siento.

Apreto mucho los ojos hasta que me duelen los dientes y los pómulos. Oigo que suena el teléfono. Lo dejo sonar nueve veces hasta que se agota. Me acerco a la puerta corrediza convencido de que no escucharé pasos. Parecía muy dormida. Entonces vuelvo a la cama y esta vez me tapo con el acolchado y me meto las manos en los bolsillos. Imagino la escena como un daguerrotipo: mi cara plateada delineada en lápiz y los ojos distraídos, buscando marcas en el techo, esperando que la noche pase y sabiéndome capaz de estar así por horas, mirando los agujeros taladrados y el póster de Nuit de la Glisse que trajo mi primo de Alemania en su vuelta proletaria por el mundo. Pensando en una oreja, unos labios y el aliento tumescente de Favio; el esfuerzo que tendría que hacer para levantarme hasta la cocina en busca de algo que tomar y cómo me faltan las fuerzas. Pienso que una Duracell podría hacerlo por mí".

© Daniel Mella
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