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Las negritas"Caí en picada: me fui del centro a Pompeya. Primero perdí el trabajo en Telefónica; después fueron recortando, recortando en el estudio 3F (era lo que yo amaba: el diseño), hasta que cerró. Al final le acepté al Pardo la oferta de un departamentito viejo y sucio que la tía tenía desocupado a dos cuadras de la avenida Sáenz, cerca del puente. Casi al mismo tiempo, Tony (sí: se llama Antonio) cerró la peluquería que tenían en sociedad con Jorge. Desde luego: me fui solo. Tony no me hubiera seguido ni en broma. Él dice que tiene bien marcados sus límites, y Pompeya superaba esos límites, pero yo creo que a cada chancho le llega su San Martín: si hay que comer pasto, va a comer pasto.
No se puede creer lo que son esas tres cuadras hasta la avenida. Entrás a otro mundo: por cada 50 metros retrocedés cinco años en el tiempo. Se va alejando el ruido del tráfico, las calles son estrechas, pasa un ómnibus de vez en cuando: creés que estás entrando en el Reino del Silencio y la Lejanía. Pero es una sensación equivocada. Primero conocí la carnicería de la cuadra, después a los vecinos. Al poco tiempo ya sabía que en realidad la cuadra estaba llena de gente. A la vuelta estaba el Almacén el Galeón, uno de los dos o tres centros de reunión y chismorreo. Ésa la tenía clara: en el barrio, para ellos yo sería siempre un tipo prolijo y trabajador, recoleto. Le dije a Tony que no me visitara más de un par de veces por semana: todo discretón. No me interesaba para nada convertirme, como dice un tema de rock uruguayo, en el putón del barrio . Total, tomaba o tomábamos un ómnibus y en media hora estábamos en Once o en el centro, o en el Zoológico, o incluso en el Circo, como le llamábamos a la zona de levante de Santa Fe desde Pueyrredón a Callao, donde íbamos sólo los viernes o sábados de noche, para divertirnos. Nos la pasábamos diciendo mirá eso, mirá eso , y sobreactuando como dos caballos. O yeguas. Caracoleando , como decía aquel amigo de Tony que criaba caballos en Palermo.
La verdad: Argentina me tenía podrido. Pero no tenía ganas de irme hasta gastar los últimos boletos. Para Tony (o Anthony, como le decía cuando recién nos conocíamos) era más claro: jamás se iría. Veremos me decía yo para adentro. Lo que más me irritaba era la falta de nervio, de músculo que estaba habiendo en todo. Los fachos del gobierno (porque ésa también la tenía clara: siempre son fachos, y si no, que cambien a la policía) , nos estaban metiendo no un dedo sino todo el puño donde ya se sabe, sin que nadie los invitara y sin que nadie moviera un pelo. Ya sé, ya sé: los piqueteros, los maestros. Está bien, seguilo creyendo si querés, y contame dentro de diez años.
El almacén no se podía creer: hasta chorizos colgando del techo tenía, y dos o tres jamones polvorientos. Contaba con el stock exacto para un barrio así. Yo pedía cien de queso, cien de fiambre, tres panes y una gaseosa y daba la vuelta a la esquina y casi al instante estaba en casa, por así llamarle. Era un departamentito diminuto, despintado, descuidado. Pegué en seguida el afiche de Ed Wood para tapar un par de agujeros en el revoque, y metí las dos macetitas en el patio. Como la luz entraba como por un tubo, por el patio alto y estrecho, las iba cambiando de lugar siguiendo el sol, y al final las guardaba. Una vez me las despedazó un gato, no tengo la menor idea por qué, de noche, y eso no volverá a pasar. Cada vez que entraba al pasillo largo, y fino, y lúgubre, me daba un poco de bajón: pero al final me acostumbré.
¿Te digo algo? Aprendí a quererlo, al barrio. No te digo Pompeya, porque ya estoy marcado: para mí Pompeya siempre fue la avenida Sáenz, y esto era otra cosa. Eran las cinco manzanas que rodeaban el almacén, porque más no llegué a conocer. A los diez días ya tenía catalogadas con mucha precisión (ésta es sádica, ésta es llorona, ésta es directamente psicótica) a las viejas chusmas, toda mujer que iba de 30 para arriba. Hacían ronda en El Galeón o en la puerta de la carnicería y serruchaban, serruchaban, sobre todo entre las nueve y las once de la mañana, y a la tarde después de las cinco, aunque más liviano.
Un día tuve que pasar el examen: con una sonrisa más falsa que mi anillo de oro, una de las viejas tendría unos 35 con los ruleros puestos, créase o no, me dijo: Vecino, ¿hace mucho que se mudó? Con una sonrisa de bueno y mi mejor gesto de universitario americano un poco pelotudo, le di los datos básicos: profesor, trabajo mucho en casa. Se dio vuelta y volvió a mirarme en una décima de segundo, pero había alcanzado a informarle al grupo: El departamento vacío de Carmencita . Como es obvio tuve que pagar un precio: de vez en cuando me tenía que parar a hablar con ellas y oír, sobre todo. Porque trataba de no hablar mucho: podía llegar a aflojarme y ser demasiado señora, no sé si me explico. Además odiaba contagiarme de esas chusmas. Una de esas veces oí hablar de Las Negritas. Era un tema que las apasionaba. Les subía la voz, la presión sanguínea, las ganas de vivir. Una de ellas de pronto ponía cara de senadora digna y decía: Usted las ve, con ese tupé, dos negritas que no tienen donde caerse muertas.
Dos días después las vi. Estaba lloviznando. Desde el río subía a veces una humedad pegajosa, densa, que hasta se convertía en neblina. Y vuelta a vuelta lloviznaba, como esa mañana. Venía de la avenida, donde había ido a comprar yerba, que salía casi un peso menos que en El Galeón. Al principio, con los ojos mojados, me llamaron la atención como si fueran un solo bloque. Caminaban al unísono, con energía, moviendo los brazos también en armonía. Eran más bien bajas, bueno, bajitas, pero no sé por qué cuando estuvieron más cerca, cuando ya les vi bien el pelo negro y duro, brilloso, cortado hasta el hombro (lo que habría hecho Tony con esas cabezas, en sus buenos tiempos), con las tetas pujando contra dos rompevientos del mismo color gris azulado, con los jeans a punto de reventar, pero no porque fueran estrechos, sino porque había mucho empujando adentro, automáticamente se me hizo agua la boca, me dieron ganas de gritar, de saltar, de morder.
Me alarmé totalmente, me encogí un poco para dejarlas pasar, les vi por un instante el pelo chicoteando sobre la nuca como si encarnara la llovizna, y me pregunté, entre excitado y asustado: ¿Qué me pasa? ¿Qué me pasa? Aquello era inadecuado del todo. Otra cosa hubiera sido si habláramos de negritos. Decidí no contarle absolutamente a nadie, ni siquiera a Tony, lo que acababa de sentir. No: no pasó nada en ese sentido. Eran como unas ganas incontenibles de morder, de hacer algo, no otra cosa.
De a poco me di cuenta de que a casi todos les pasaba lo mismo. Una vez entré al Galeón cuando no había ninguna mujer, y oí hablar de Las Negritas en un tono distinto por completo. Don Polidoro, el dueño, estaba sumergido en una especie de oda violenta, donde describía con minucia lo que les haría si las tuviera desnudas y a su merced. Para mayor efecto, conservaba en la mano derecha el cuchillo con el que estaba cortando salame para una picada que iba a servir, y lo agitaba con tal entusiasmo que un par de tipos (habría cuatro o cinco) se hicieron moderadamente atrás, como para no interrumpirlo, aunque en realidad para escapar de un tajo casual. El discurso terminó con un repique repetido: ¡Las dos! ¡Las dos! . Y ahí el resto, como un coro, con alguna que otra carcajada contenida, repitió: ¡Eso! ¡Las dos! ¡Las dos juntas! . Con un tono un poco más calmado, con el salame ya cortado en cubitos y una cerveza fría sobre el mostrador, se pusieron a hablar más calmos. Pude deducir que las dos vivían en el barrio hacía un par de años, en un pasillo que quedaba casi pegado al mío, pero más largo".
©2007, Elvio Gandolfo
©2007, HUM Editor
www.humeditor.com
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