"Quisiera dormir pero no puedo. Desde que salió el sol la perra de mi hijo ladra, sin interrupción, contra la ventana del cuarto. Sasha, un cachorro de ovejero alemán, se enoja con todo lo que ve pasar por delante. No discrimina entre autos, gorriones, pinos o palomas. Sus ladridos son tan eufóricos, inofensivos y puntuales como un aleluya cristiano. Ladra, estoy convencido, con un único propósito: despertarme. Santiago, en su dormitorio, y Susana, que duerme en la otra punta de mi cama, no parecen enterarse. Nada los despierta, son unas momias.

¿Cuáles serán los motivos del barullo de esta mañana? Me levanto y espío, tras la cortina, sin ser visto por la perra. En la calle, por supuesto, no hay nadie. El único ser vivo y alegre es Sasha que corre desde el portón de la cochera hasta mi ventana. Apoyando sus patas en la pared y asomando su cara en busca de quién sabe que puta. Me amarga verla tan ágil. Envidio su comportamiento juvenil. Sólo con mirarla debería admitir mi derrota: la perra seguirá ladrando contra los cercos de casa aún cuando yo esté muerto. Sé que con este horizonte ya no podré reconciliar el sueño.

Desnudo, con las manos apoyadas sobre la mesada de mármol del baño, enfrento el espejo. Me veo viejo, panzón y calvo. No soy, ni de casualidad, un tipo seductor o atractivo. Ninguna mujer lleva una foto mía en su cartera. No ocupo un portarretratos digno de mención salvo en la mesa de luz de mamá. La única amiga que tengo, intachable a la hora de dar un veredicto, suele definirme como un feo con carácter. Mi cara es propia de una persona mayor sin muchos cuidados. Sus arrugas son características de alguien acostumbrado a habitar en pueblos húmedos, donde el agua marca grietas imborrables sobre la piel. Este deterioro físico avanza sin que yo pueda ofrecerle una actitud de resistencia. Soy un cuerpo inundado viviendo en un mundo de bellezas bronceadas al sol.

Cada mañana descubro cómo el pelo me crece sólo allí donde no lo preciso. Es decir: en la espalda, en el pecho y en las piernas. Podría disfrutar al descubrir mis hormonas tan activas como en la adolescencia pero no puedo dejar de sentir este fenómeno de aumento de capilaridad como una involución de la especie. Son miles de pelos naciendo en lugares inapropiados. Situación que además trae aparejadas sus propias complicaciones. Por ejemplo: cortarme las cejas cada tres días para que no parezcan un nido de caranchos. El pelo, el vello o como se llame esta plaga se desarrolla en forma anárquica y no puedo dominarla. No puedo con ella. Tampoco logro evitar que el dolor de las vértebras siga limitando mi actividad física. Por esta molestia abandoné la computadora y tengo tendencia a usar colchones duros, por lo general más caros. Como si fuera poco, sólo consigo descansar en mi cama.

La vejez es una de mis preocupaciones recurrentes. ¿Cuándo comencé a deteriorarme y porqué no lo advertí?, ¿serán así mis últimos años? No lo sé, pero me niego a creerlo. Aunque negarlo no otorgue ningún beneficio. Tengo treinta y nueve años y nada puedo afirmar con certeza salvo que hoy es viernes.

Desde que vivo en la playa no tengo un fin de semana en paz. La migraña cruzó fronteras y evitó aduanas por no abandonarme. Hace años, en mi vida, los viernes son iguales a sí mismos. Todos comienzan con una puntada incesante en el costado izquierdo de la cabeza. Sobre el ojo. Este síntoma inicial con el tiempo es acompañado por dolor en la nuca, un sabor agrio en la boca y mareos repentinos. Elementos que rápidamente se mezclan generando un humor no apto para soportar dos problemas. Los fines de semana no tolero los ladridos de la perra, los gritos de los vecinos ni las visitas inoportunas.

En mi familia están convencidos de que este conjunto de factores tiene un claro origen psicológico. Insisten, por lo tanto, en hacerme concurrir a un terapeuta. Inés, la psicóloga, me ha propuesto una y otra vez analizar las probables causas de los desplantes, enojos y falta de paciencia denunciadas por mis parientes. Yo lo intento. De hecho llevo varios años en análisis pero nada detiene el sufrimiento mejor que un calmante.

Quisiera evitar las pastillas y para eso debo traicionar un mandato familiar por la cual es imposible pisar una clínica privada. Queridos antepasados socialistas, lo lamento mucho pero hospitales acá no hay y hablando con la psicóloga no voy a ningún lado. Debería consultar a un médico conocido de mi prima. Ella me recomendó iniciar el tratamiento con una neuróloga especialista en migrañas que podría atenderme de contrabando.

Nunca quise pagar por mi salud y en el fondo prefiero no revisarme. No soporto las colas, las salas de espera y el olor a desinfectante de esos lugares suele descomponerme. Una profunda tristeza se apodera de mí cuando veo a los pacientes, con los frascos de orina en la mano, paseando por los pasillos en busca de un doctor. Estas imágenes, que se repiten de manera inevitable, me generan en algún lugar del estómago un estado de rechazo por la medicina más fuerte que el dolor de cabeza.

Pero más allá de los frascos amarillos de orina, de tener que pagar lo que no quiero para que ser observado y de soportar las colas infinitas, sobrevuela una profunda desconfianza personal en los médicos. Sospecho de esa distancia con la que te husmean, rechazo su maldad para tocarte sin sentido, desprecio que receten sin preguntarte si podés pagar los remedios. Me perturban cuando hablan, entre ellos, de tu cuerpo sin el más mínimo pudor. Los veo disfrazados de inocentes escolares en su primer día de clase y siento ganas de vomitar.

Me duele la cabeza y especular con visitas a los médicos no resuelve nada. Es peor. Descarto una vez más la idea de consultarlos. No llamaré a mi prima. Conozco los calmantes y las dosis. Tres Plidex cada cuatro horas serían una cantidad adecuada para mejorar lentamente. Lo sé. Es probable que dejando de pensar en mis dolores y sus curas posibles al fin mejore. Si así sucede iré al cine".

©Alfredo Fonticelli
©Editorial Yaugurú

Primera edición: Primavera de 2006
Montevideo, Uruguay.