"La vi por primera y última vez la mañana del miércoles seis de septiembre de dos mil seis, a las once y treinta y tres minutos, en la esquina de República de El Salvador y Luis Alberto de Herrera. Era una hermosa mañana soleada que anunciaba la cercanía de la primavera. Había estado trabajando desde temprano en el acondicionamiento del altillo como refugio para la lectura, hasta que decidí salir para hacer algunas compras, estirar un poco las piernas y permitirle su alivio a Canita, la caniche blanca que heredamos de nuestra fallecida vecina de puerta.
Caminaba por Luis Alberto de Herrera hacia Avenida Italia con la intención de llegar hasta Ferromanía para comprar pintura destinada a la puerta que da paso del altillo a la azotea. Al ir a cruzar República de El Salvador, viendo que se acercaba un auto me detuve. Era un Renault blanco. Iba sola. Nuestras miradas se encontraron. El tipo de cruce de mirada que tiene por objeto ponerse de acuerdo acerca de quién cruza primero. Sólo que no fue eso lo que sucedió.
Para lo que sucedió no tengo palabras. Por suerte en realidad no son necesarias. Por poco que aquí diga aquellos a los que les ha sucedido al menos una vez en la vida me temo que cada vez somos menos de inmediato se van a hacer una idea suficientemente precisa. Y a los que nunca les sucedió las palabras más expresivas les resultarían inútiles. Vi en su rostro la sorpresa que vio en el mío. Porque, para decirlo de la manera más sucinta posible, lo que sucedió fue que nos reconocimos. Nunca nos habíamos visto antes, estoy seguro, pero nos reconocimos instantánea y mutuamente como aquel a quien estábamos digamos predestinados, aquel a quien estábamos unidos desde siempre en otro plano de la existencia y a quien, por consiguiente, esperábamos ansiosamente, desde lo más hondo de nuestro ser, encontrar en el exilio terrenal.
No voy a insistir. Está claro que para eso no hay palabras. Esté claro también que no es en absoluto mi intención discutir si existe o no otro plano de la existencia . Me remito al hecho del reconocimiento y utilizo esa fórmula en ausencia de otra mejor que ruego que si alguien la conoce me la comunique.
Quedamos pues mirándonos, inmóviles, como en una foto. Ella con una mano en el volante y la otra en la palanca de cambios, girada hacia mí la cabeza, sus ojos en los míos. Yo parado ahí, ya bajado el cordón de la vereda, ya en la calle, con varias vueltas de la correa de la caniche en torno a mi mano derecha, procedimiento mediante el cual se le restringe el movimiento, cosa conveniente al cruzar la calle. Los animales, y en particular los perros, bien se sabe, son muy sensibles, verdaderos radares que advierten antes que sus amos las situaciones de peligro. Canita se dio cuenta de que algo fuerte sucedía o sucedería, se asustó y se puso a ladrarle a la mujer del auto blanco. Valga como prueba de la intensidad con que se encontraron nuestras miradas el hecho de que la gritería histérica de Canita no hizo ni pestañear mucho menos dirigirle una mirada al objeto de su ansiedad.
En cuanto salí del shock mi intención fue hablarle. No me pasó por la cabeza que fuera absurdo abordar en medio de la calzada a una desconocida que se nos cruza manejando un auto. Nos habíamos visto, nos habíamos reconocido, nuestras vidas debían cambiar ya mismo. Y ese cambio empezaba, naturalmente, por decir Hola . Ella vio que iba a hablarle. Me vio abrir la boca para hablarle. El temor al intruso quizá, al extraño, pensé en ese momento relampagueó en su mirada. Se le nubló la frente. Han pasado meses, pero recuerdo cada mínimo gesto suyo con la mayor nitidez. Durante todos estos meses no sólo he estado evocando el recuerdo de ese mínimo lapso de tiempo, además he estado descomponiendo cada detalle de ese recuerdo, disecándolo hasta fijar cada momento de su reacción al encontrarnos. De manera que ahora, cuando evoco esos instantes, es como si los viera en cámara lenta. Abiertos con pinzas sobre mi mesa de disección ya no guardan para mí ningún secreto.
Vio ella que le iba a hablar allí mismo, en medio de la calzada, y el temor pudo más. Es natural. Me había reconocido en otro plano de la existencia, pero en el de la vida terrenal no sabía quién era yo. No pudo con la confusión. Si no hubiéramos estado en medio de la calle, en la fugacidad del cruzar una esquina, si hubiéramos estado por ejemplo sentados frente a frente en un ómnibus o en un restaurant, poco a poco ella hubiera dejado atrás la sorpresa, el shock, el temor, y hubiera asumido las cosas como verdaderamente eran. No era el caso. Huyó. Puso el auto en marcha y avanzó unos metros, hasta casi meter la nariz del Renault en la zona de tránsito de Luis Alberto de Herrera. Entonces me miró por el retrovisor de la puerta. A unos metros de distancia y reflejada en un pequeño espejo no pude evaluar la expresión de su rostro. Lo que sí sé es que me miró y siguió mirándome. ¿Qué vio? Por lo menos esto: que aunque ella había desplazado su auto yo seguía allí parado, mirándola. Quizá también vio un gesto de contrariedad en mi rostro ante su huida. Quizá. Es difícil asegurarlo.
Lo cierto es que quedamos así, mirándonos a través del retrovisor. Quizá tardé demasiado en reaccionar caminando hacia el auto. Quizá aquella larga mirada significaba que ella había comenzado a comprender la dimensión de aquel reconocimiento mutuo, y de acercarme y hablarle hubiera terminado de asumirlo completamente. Quizá tardé demasiado en reaccionar. Me quedé ahí parado. Pensé seguramente todo fue tan fugaz que hay un límite a partir del cual no sé si no estoy imaginando, sobreinterpretando, corrigiendo la realidad que si me acercaba el temor volvería, y que cruzar Luis Alberto de Herrera huyendo no era una buena idea. Ciertamente que no lo era. ¿Qué esperaba entonces yo ahí parado? ¿Que ella pusiera marcha atrás? ¿Que abriera la puerta del auto y saliera, o me llamara? No hice nada, y ella no hizo nada. Simplemente nos miramos quién sabe cuánto tiempo, una eternidad seguramente a través del retrovisor, de este retrovisor que ahora tengo aquí encima de la mesa con el espejo partido y el soporte retorcido mientras escribo.
Después dejé de ver sus ojos en el espejo y el auto volvió a avanzar. Muchos automovilistas, al dejar atrás el semáforo de Avenida Italia, toman la recta de Luis Alberto de Herrera que termina en el semáforo de Ramón Anador a toda velocidad. Aceleran en el primer tramo, que es en bajada y no aflojan hasta el final de la recta, ignorando inclusive la cebra del supermercado y el cartel frente a la escuela. Al retomar la marcha ella debe de haber mirado hacia la izquierda y después o sea demasiado tarde hacia la derecha. El peligro estaba a la derecha, es decir, bajando como bólido desde Avenida Italia. Era una camioneta Ford, azul. A la velocidad que venía, para eludir el torpe movimiento del Renault el conductor hubiera tenido que girar el volante de golpe, con consecuencias imprevisibles, seguramente graves, especialmente para su integridad física. De manera que se limitó a clavar los frenos. Los neumáticos, recalentándose, soltaron un vaho negro. Derrapando, la camioneta giró apenas, concretamente hasta el punto en que el foco derecho fue lo primero que entró en contacto con el Renault. El golpe fue sobre la puerta delantera del acompañante, y lanzó al Renault derrapando hasta tropezar con el cordón de la vereda.
Al topar con el cordón el Renault perdió la estabilidad y rodó. Las veredas a esta altura son suficientemente anchas como para que diera un par de vueltas hasta detenerse con las ruedas para arriba. En el silencio pesado de después del frenazo, el golpe y la rodada hasta los pájaros se callaron sentí que mi cuerpo era de plomo y que no habría en el mundo voluntad capaz de ponerlo en movimiento; como clavados mis pies al piso vi autos detenerse y a sus ocupantes correr hacia el Renault, vi puertas, ventanas y balcones abrirse y a vecinos asomarse a la desgracia, vi al conductor de la camioneta caminando en zigzag, como un borracho, hasta sentarse en la mitad de la calle, vi cómo los primeros en llegar forcejeaban para abrir la puerta del Renault. Tironeando de la perra, asustada, caminé yo mismo, finalmente, inconsciente como un sonámbulo hacia donde la gente ya se amontonaba.
Aparté curiosos a codazos para llegar hasta ella, como si fuera un médico, o su marido, hasta que la tuve enfrente, tendida sobre el césped, con esa gran mancha escarlata brillante como una enorme flor tropical de un lado de la cabeza. Me arrodillé a su lado. Sus ojos muy abiertos miraban al cielo. Parpadeaban. Parecía como si estuviera pensando, distraída. Me interpuse para que me mirara a mí. Vi cómo su mirada se ajustaba lentamente y cómo poco a poco empezaba a verme, a recordarme, a saber quién era. Hola le dije, y mi voz, en el silencio respetuoso de los curiosos, sonó como sobre un escenario. Estoy seguro de que estaba consciente, de que me estaba mirando a mí, o sea, al peatón con el que se cruzó inmediatamente antes del accidente, y en cuya mirada reconoció algo que no supo qué era y que la confundió y le infundió temor. Ahí estaba yo, ese peatón, otra vez, y ahora ella no podía huir, estaba en mis manos. Eso debe haber pensado, me imagino, porque en su mirada volvió a asomar el temor y su frente volvió a nublarse como después de la primera mirada.
Al menos así revivo, o reconstruyo aquel momento, momento en el que cosa que yo obviamente no sabía, ni tampoco ella aparte de mirarme, como consecuencia de lesiones internas gravísimas se estaba muriendo. Yo buscaba en mi mente algo que decirle. Por supuesto que no me vino a la lengua una sola palabra. Era imposible que pudiera decirle algo que no fuera Tranquilícese, ya viene la ambulancia , cosa que no le dije. En realidad todo lo que yo hacía era interponerme entre ella y el celeste insondable, generarle un temor en lugar de permitirle la paz de la inmensidad, obligándola a mirarme a los ojos sometiéndose a mi mirada inquisidora, a mi mirada que buceaba impúdicamente en la suya en busca de quién sabe qué secreto. Su ceño se frunció más y más y su boca se abrió para hablar. Pienso que si hubiera podido hablar me hubiera dicho Fuera, váyase, déjeme en paz , pero lo único que salió de sus labios, de la comisura izquierda, fue un hilo de sangre, que descendió por su mejilla y luego por su cuello hasta gotear sobre el césped. Fue mirando estupefacto el hilo rojo que me parecía ser signo de lo que efectivamente resultó ser signo y apartando a la perra que intentó olisquear y quizá hasta lamer un poco de aquel color brillante, que no vi en su mirada el advenimiento de la fijeza, de la muerte. Cuando volví a mirarla a los ojos su mirada ya se había fijado para siempre. Ya no había más mirada. Ya no había nadie allí. Su cuerpo estaba vacío.
El círculo de curiosos se amplió apenas, retrocedió ante la presencia de la muerte, soltó un murmullo que me pareció mezcla de decepción y asombro; una mujer sollozó; No musitó quejosa una voz de hombre. Cerré sus ojos. Se siente repugnancia al tocar a un muerto. Como si se tocara algo horroroso, indescriptiblemente asqueroso. Es una sensación absurda pero inevitable. Como si del ser humano, sin el alma, no quedara sino algo repugnante. La reprimí tanto como pude. No sabía qué hacer. Pararme. Irme. Algunos curiosos abandonaban el círculo, satisfechas probablemente sus peores expectativas. Había sido una muerte espectacular y pública, muy completa, muy lograda, con gran performance gratuita de la dama y el caballero. En ese momento coincidieron llegando la ambulancia y la policía. También ellos pensaron que yo era el viudo. Enterados de que no lo era me pidieron que me retirara.
Comprobaron el deceso, cubrieron el cadáver, perimetraron el área. Preguntaron si alguien había visto el accidente. Me presenté, con Canita que a esta altura estaba ya muy afectada en brazos. Dije que el Renault había cruzado como si no hubiera visto que la camioneta se aproximaba, también dije que la camioneta iba a gran velocidad. Me tomaron los datos. Me alejé. Seguí finalmente mi camino rumbo a la ferretería.
Treinta minutos después, de regreso, el cadáver, su cuerpo, el producto de la fatalidad y la desgracia seguía ahí. Había más policías, más curiosos, dos equipos de televisión, uno de ellos transmitiendo en vivo para el noticiero del mediodía. La circulación estaba cortada en ambas direcciones. Ni me acerqué ni me detuve. En algún rincón recóndito de mi vida psíquica intentaba negar lo sucedido. De hecho no había pensado en eso durante la media hora transcurrida. Me ayudó en este primer momento de negación el no haber sido nunca sensible a la poética de los accidentes de tránsito. De todas maneras cuando al pasar de regreso me asomé como por una rendija, desde lejos, a los hechos tuve que resistir, escurrir el bulto, encoger la espalda, agarrarme fuerte a la lata de pintura y apretar el paso para no ceder a la sensación de vértigo y de vacío.
Muy sucintamente eso fue lo que sucedió la primera y última vez que la vi. Releyendo lo escrito lo omitido exige su lugar. Por ejemplo, no dije que era bastante más joven que yo. Después supe que tenía veintiocho años. Yo tengo el doble. Tampoco dije que tenía los ojos grises, los labios de un rosa pálidísimo y la piel muy blanca. Tampoco dije que cuando la vi tendida sobre el césped me conmovió el cuidado y el buen gusto que tenía para vestirse. Tampoco dije que las colinas y los valles de su cuerpo que no evidenciaba lo desgarrado que estaba por dentro me parecieron la Tierra Prometida, ni que, aún en ese horrible momento, experimenté el deseo de deslizarme entre sus piernas entreabiertas. Tampoco dije que cuando al regresar vi desde la vereda de enfrente el bulto cubierto de su cuerpo imaginé ríos de hormigas invadiéndola por todos sus orificios. Y es que al fin y al cabo ¿cuánto hay que decir? ¿Dónde se para de decir? Yo, por mí, no pararía nunca de decir. Cuanto más evoco aquello más detalles recuerdo.
Lo que con más fuerza me interpela al releer lo escrito es esa fuga, ese temor, esa puntita de pánico que experimentó al verme y que la llevó al descuido y al accidente. No me basta con anotar que le temió al intruso, al extraño. Un señor mayor con un caniche blanco no asusta a nadie. ¿Fue puro fastidio urbano, de ese que experimentan los automovilistas montevideanos cuando en cada semáforo en que se detienen una tanda de locos y miserables se arracima en su ventanilla? ¿Para zafar de un loco con perrito de esos que se acercan para pedir un cigarrillo o su equivalente en moneda corriente hizo esa maniobra tan torpe? Lo que creo o quiero creer, que es lo mismo es que experimentó la sensación de reconocerme, tal y como yo experimenté la sensación de reconocerla, y que huyó de ese reconocimiento. Ahora bien ¿por qué ese reconocerme como a la persona para la cual estaba predestinada por decirlo de alguna manera la atemorizó al punto de huir a lo loco?
Tengo una hipótesis para responder a esa pregunta. Iba a guardármela. No es más que una hipótesis. Pero ¿qué sentido tiene escribir si no se dice todo? Quizá al reconocerme como la persona para la cual estaba predestinada lo que vio o creyó ver fue el rostro de su Muerte. No se equivocaba: mi rostro terminó siendo el rostro de su Muerte. Al tratar de huir de ella paradoja inevitable se arrojó en sus brazos. Quizá así fue para ella ese reconocimiento de predestinación que para mí tuvo otro sentido muy diferente. ¿Qué diferencia habría entre uno y otro reconocimiento el suyo y el mío en todo caso? En uno y en el otro de lo que se trataba era de perderse definitivamente. No perderse el uno al otro, por supuesto, sino perderse cada uno a sí mismo. Yo perderme en el Deseo de ella y ella perderse en su Muerte. Si en esos instantes de inmovilidad y mirada, prendidos y prendados, reconociéndonos el uno al otro yo reconocía en ella al ser en el Deseo del cual me perdería y ella veía en mi rostro el rostro de su Muerte ¿cuál era la diferencia? Una diferencia de temperamento, no más que eso.
¿De qué me sirve, en fin, esta hipótesis? De nada. Que al hablar del Deseo se está hablando de la Muerte, es obvio. Son las dos caras de la misma moneda. En todo caso no es más que una hipótesis. Como se verá en mi relato encontré respuestas para muchas preguntas que me hice respecto de ella, de su vida y de sus pasiones, pero nunca encontré indicios concretos y definitivos para dar respuesta a esa pregunta fundamental de qué fue lo que la atemorizó en el acto de reconocimiento. ¿Qué sentido tiene, entonces, este relato que no es capaz de dar cuenta precisamente de aquello que lo pone en marcha, de aquello sin lo cual no hay relato? Esa es otra buena pregunta. Confío en que más allá de ese vacío central y originario, en la contemplación de los hechos a que dio lugar ese vacío se pueda encontrar sentido".
LISSARDI, ERCOLE
LOS SECRETOS DE ROMINA LUCAS
© 2007, Ercole Lissardi
© 2007, HUM Editor
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Montevideo, Uruguay
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