Las sillas atravesadas delante de los accesos a la explanada son la primera señal. El cartel de “cerrado” en el cristal y la penumbra en el interior del local lo confirman. Es una tarde de lunes, un momento en el que hasta no hace mucho el restaurante La Papoñita gozaba de pujante actividad: oficinistas que apuraban un café, familias que merendaban y golosos que disfrutaban de unas copas heladas cuya reputación es proporcional a su tamaño.
Ahora, el panorama es muy otro. Las puertas de vidrio están cerradas y dentro, a media luz, unas pocas personas trabajan para desmontar el sitio que durante más de 60 años dio vida a la esquina de 18 de Julio y Minas, y se consolidó como uno de los clásicos bares y restaurantes del centro montevideano: es el día después del último día.
Golpeo el cristal para llamar la atención a uno de los trabajadores. Quien me abre la puerta resulta ser Enrique González, uno de los propietarios. Le explico que soy periodista, que esa mañana la noticia del cierre del restaurante cayó como una bomba y generó incontables interrogantes entre los lectores. Y que estoy allí para buscar algunas respuestas.
González me invita amablemente a pasar y señala a su hermano Gustavo, quien en ese momento concede una entrevista telefónica a un programa de radio. Me cuenta que se han pasado casi todo el día atendiendo a la prensa.
“Hablá con él, que es más diplomático”, me dice, pero no se contiene y me indica que las respuestas que busco se reducen a una frase. “¡Tienen que dejar de matar el Centro!”, exclama, para luego resumir en pocas palabras los males que han llevado a una degradación de esa zona de Montevideo y empujado al cierre del restaurante: la inseguridad y las dificultades de estacionamiento. También recuerda que el de La Papoñita es un caso notorio por la envergadura y antigüedad del establecimiento, pero está lejos de ser único. “Venite caminado por 18 desde el Obelisco hasta acá. ¿Cuántos bares encontrás? Muy pocos, y antes estaba lleno”, recuerda.
Cuestión de dinero
Gustavo González cuelga el teléfono y recibe con una sonrisa triste la primera y obvia pregunta: el porqué del cierre.
“Evidentemente es todo un tema monetario. Tenés una empresa con gente atrás, estás generando fuentes de trabajo y tenés que pagarles. Además, es un negocio, y si uno se arriesga a poner una empresa —o a seguir una empresa familiar como era esta— es porque aspira a algo más. A crecer, a generar otras cosas”, cuenta el empresario.
Sin embargo, en los últimos años la situación no seguía ese deseado curso. La Papoñita alguna vez llegó a tener 75 empleados. Hace 32 años, cuando Gustavo y Enrique se hicieron cargo del negocio, eran 40 y ahora, a la fecha de cierre y luego de superar una pandemia, quedaban solo 16.
Cuando se le pregunta a Gustavo por la fecha en la que la curva ascendente pasó a descendente, se toma unos segundos para pensar y luego estima: “antes de 2010”. Y explica que la situación que se vivía en ese entonces los llevó a encarar en 2011 una reforma que obligó a cerrar por un mes.
“Nuestra experiencia comercial en gastronomía nos decía que siempre luego de una reforma hay un empuje, una inyección que dura por lo menos unos meses. Y en 2011 cuando reabrimos eso no ocurrió”, recuerda.
Tras años de sostenida baja, los González esperaron hasta ver cómo se presentaba el corriente mes de julio, que es “junto a diciembre el mes más fuerte, porque la gente cobró hace poco el aguinaldo, y están las vacaciones”, cuenta Gustavo. Promediado el mes, y ante los malos resultados, decidieron tomar la drástica decisión.
“¿A qué íbamos a esperar? ¿A enterrarnos del todo y no poder pagarle a nadie? Ahora lo primero es pagarle a la gente, al Estado, a los proveedores”, dice, y destaca que algunos de sus trabajadores estaban ya cuando ellos se hicieron cargo del restaurante.
Valor y precio
En redes sociales y sitios de reseñas, La Papoñita es un sitio bien valorado. Los internautas destacan el tamaño y la calidad de sus milanesas, la calidad de sus pizzas y la buena atención de los mozos. También, justo es decirlo, algunos señalan que los precios no son precisamente bajos.
“Mi padre siempre tuvo bar. Con mi hermano nos criamos detrás del mostrador, nuestro patio de juegos era entre casilleros de bebidas, porque el bar que tenían nuestros padres —en Millán y Raffo— era al fondo de nuestra casa”, recuerda Gustavo. Así, cuando les tocó hacerse cargo de La Papoñita, contaban con una experiencia de vida y algunos parámetros elementales.
“Los productos que se han utilizado acá siempre son de buena calidad; en ese sentido seguimos el legado de mi padre”, sostiene el hostelero. A modo de ejemplo, nombra la marca de queso muzzarella que usaban. “No es barato, pero es lo mejor del mercado. Si te querés mantener, lo que no podés bajar es la calidad. Eso tiene un costo, pero el cliente lo valora”, asegura, aunque concede que en la actualidad “también pasa que la gente no puede gastar”.
El centro del problema
En pocas palabras, Gustavo coincide con su hermano Enrique en que la situación que los llevó a bajar cortina tiene mucho que ver con el entorno.
“Hay dos cosas que son fundamentales, básicas para que la gente venga, y son la seguridad y el estacionamiento. Y te diría que acá el problema es más lo segundo que lo primero”, refiere, en el entendido de que es importante que “la gente que sale a pasear disponga de lugar de estacionamiento cerca del lugar al que va, sea un teatro, un cine o un restaurante”.
Por desgracia, la carencia en esos aspectos que señala González crearía una suerte de círculo vicioso: el centro empeora, y eso hace que la gente continúe alejándose.
“Los comercios han tenido que poner cortinas totalmente cerradas para que no les rompan las vidrieras; no sale la luz” y no se ven los escaparates. “Es la avenida principal de la capital de un país y lo que mostrás son cortinas pintarrajeadas, una desprolijidad general”, lamenta.
Asimismo, reconoce que los cambios en los hábitos de consumo pueden haber incidido, ya que “no solo en Uruguay, en todo el mundo” parece afirmarse el modelo de restaurantes temáticos. “Pueden ser de comida china, peruana, mexicana, pero son lugares con pocas opciones de menú”, algo que contrasta con la variedad de los restaurantes tradicionales de Montevideo.
“Yo no sé si en toda la ciudad habrá un restaurante con una carta tan variada como la nuestra”, dice, y recuerda la oferta de “cazuelas de pescado, de mariscos, paella, cuatro tipos de pasta fresca”, además de los chivitos, pizzas y milanesas.
El último almuerzo
El pasado domingo, en coincidencia con el Día del Padre, La Papoñita abrió sus puertas por última vez.
“El jueves lo anunciamos en las redes sociales y hubo buena respuesta, pero más que eso nos gustó que vino clientela de mucho tiempo, que se fue conmovida”, relata. También recibieron numerosas llamadas de gente, quienes destacaban el buen trato recibido y aseguraban que no lo obtenían en otros comercios. “Ahí te das cuenta de que no debés haber hecho las cosas tan mal”, reflexiona.
También las últimas horas fueron de recuerdos y anécdotas que se atesorarán.
“Un cliente publicó en Instagram y recordó que siempre venía con su abuela y que ella tenía una mesa favorita. Luego vino y nos pidió que le vendiéramos una silla, porque quería un recuerdo del lugar”, relata conmovido. Esa historia es una de las varias que se tejieron a la largo de más de sesenta años, como la de Roque, un comensal de siempre que “conoció a su esposa acá, y en cada aniversario venían a cenar”.
Lo que vendrá
Los hermanos González son copropietarios del gran local del restaurante, espacio que todavía no tiene un destino definido.
“Si bien la decisión [del cierre] la tomamos hace cuatro días, era algo que ya se venía estudiando con la gente que administra la propiedad”, explica el comerciante. Por eso, tiempo atrás se les solicitó a esos administradores “un sondeo discreto, sin dar nombres” en busca de posibles interesados en “una propiedad grande en el centro, bien ubicada”, para antes de cerrar saber si había algo. “Por ahora no hay nada, pero es una casa muy grande y no es tan fácil alquilarla, no es como para un quiosquito”, valora.
Junto a la barra vacía y el horno apagado, Enrique me ofrece el café “del estribo”. Antes de abrirme la puerta, y con los ojos humedecidos, dice: “Lo mejor que podemos esperar es que al menos lo que nos pasa a nosotros sirva como un llamado de atención, para que de una vez por todas se haga algo por el bien del Centro”.