Por The New York Times | Damon Young
La conocí de la misma manera en que pareciera que todos se conocieron en 2006, o sea, nos conocimos en Myspace. Su función de búsqueda te permitía filtrar el género (mujer), edad (22-28), ubicación (dentro de 40 kilómetros de 15232) y raza (negra). Yo tenía 27 años, recién era soltero y me encontraba en una quiebra total. Por eso, explorar perfiles curados desde mi habitación era mejor que ir al club.
Ella cumplía con todos mis requisitos. Era guapa, chistosa, activa, soltera y se comportaba según su edad. No era demasiado alocada ni demasiado mojigata. Tenía un sentido del humor suficiente para pensar que yo era gracioso, y eso era todo lo que me importaba. Además, lo más importante era que compartía suficiente información en su perfil como para que yo pudiera crear un mensaje directo con el que comprobaría que lo había leído. “Finalmente, alguien más que cree que Val Kilmer fue el mejor Batman”.
Me respondió veinte minutos después —”¡También fue el mejor Elvis!”—, con lo cual demostró que había leído mi perfil (tenía “La fuga” entre mis películas favoritas). Esperé quince minutos para responderle. No quería parecer muy desesperado. Ella, en cambio, no necesitaba ese tipo de tranquilidad performativa, y me respondió de inmediato. Cuatro horas y decenas de chistes, además de análisis y muchos coqueteos después, acordamos reunirnos en Barnes & Noble a las 7 de la tarde siguiente.
Llegué a las 6:50. Ella ya estaba ahí. Me recordó esa escena de restaurante en “Buenos muchachos”, en la que Jimmy llega tan temprano para verse con Henry que Henry deduce que Jimmy planeaba matarlo. No creía que ella me quisiera muerto, y esas eran buenas noticias. En persona era todo lo que reflejaba en línea, pero tres por ciento mejor. La conversación fluía muy bien, como agua. Ni siquiera como agua pesada, sino como caminar bajo una llovizna ligera. Bebimos té, vimos libros, jugamos con nuestros pies. Fue la tercera mejor primera cita en la que había estado.
Fue un lunes. Hicimos planes informales para vernos ese fin de semana. Quizá iríamos al cine o a comer o haríamos algo más. La llamé el miércoles para confirmar.
Su celular me mandó a buzón de voz. Hmm.
La mañana siguiente me respondió por mensaje de texto. “¡Hola, amigo! Ha sido una semana alocada. Este fin de semana no puedo verte, ¡pero espero que podamos hacer algo juntos pronto!”.
En las películas a veces se necesita que el personaje tenga algunas interacciones más como esa para captar el mensaje, un montaje de mensajes de texto no respondidos y mensajes de buzón de voz indiscutiblemente platónicos mientras la persona recorre pasillos y hace cara triste frente al espejo de un auto. Ese no era mi caso. Si el mensaje de texto respondido un día después de mi llamada era una señal, la frase “¡Hola, amigo!” era un anuncio espectacular con luces neón. Claro que estaba decepcionado, pero sobre todo, confundido. Había tenido suficientes primeras citas para saber en qué momento las cosas iban tan bien como para garantizar una segunda cita. Y yo había sentido que así sucedería con nuestra primera cita.
Seguimos siendo amigables (y aún lo somos), si es que así puede describirse a la ráfaga de mensajes que a veces le enviamos a alguien los jueves por la tarde para que esa persona responda hasta el domingo por la noche, y así tú puedas contestar el miércoles por la mañana. Sin embargo, aunque yo ya había pasado a otros asuntos, sentía curiosidad acerca de lo que había causado su cambio de actitud, de calurosa a fría tan rápidamente.
Y luego, más o menos un mes después de nuestra cita, publicó uno de esos cuestionarios con respuestas rápidas en su perfil. “¿Comida favorita? ¡Tacos! Artista favorito? ¡Aaliyah!” Mientras veía las preguntas, encontré mi respuesta.
“¿Rasgo imprescindible? ¡UNA GRAN SONRISA!”.
”¿Rasgo insoportable? ¡DIENTES CHUECOS!”.
Cuando tenía 11 años, y acababa de mudarme con mis padres a East Lib, Pittsburgh, un niño blanco, rechoncho y descarado comenzó a apodarme “Castor” a causa de mis dientes frontales ligeramente prominentes y mi sobremordida perpetua, y ese apodo se me quedó. (Las personas que me conocen de esa época aún me dicen “Cas”). Para cuando llegué a la preparatoria y el resto de mi cara comenzó a coincidir con mis dientes frontales, se formó una brecha entre ellos. Con la brecha y la sobremordida, mis dientes hicieron lo que ocurre cuando las entidades mal acomodadas chocan en repetidas ocasiones. Algunos se molieron, algunos se erosionaron, algunos se afilaron y otros más se separaron, de manera lenta pero segura, como si mi boca fuera Pangea. (Y entonces, mientras jugaba baloncesto en 2005, un codazo accidental en la boca movió uno de los dientes, por lo que la brecha frontal se cerró un milímetro más o menos, pero con lo que también ese diente quedó ligeramente chueco).
No recuerdo un momento en el que mis dientes no necesitaran una corrección drástica. Específicamente, no puedo recordar un momento en el que sintiera que mis dientes no necesitaran una corrección drástica; una sensación que me acechaba y terminó por consumirme porque el mundo me lo seguía recordando. En las caricaturas se distinguía a los villanos por sus dientes exagerados o chimuelos. En las películas, la gente con dientes notablemente chuecos terminaba siendo un duende. O un amigo secuaz. O un caníbal de Misisipi. Con suerte, podías ser la persona “no guapa” que, para el tercer acto, se quita los aparatos dentales y se convierte en Halle Berry. En la vida real, si mis amigos se burlaban de mí o las multitudes se dirigían a mí en un partido de fútbol, mis dientes eran el blanco de las risas.
Recuerdo cómo me sentí cuando vi por primera vez a mi cita de esa noche en Barnes & Noble. Estaba sentada en una de esas mesas circulares pequeñas y tambaleantes, y sonrió conforme yo me acercaba. Yo le respondí la sonrisa, pero en ese instante sentí como si hubiera entrado a un salón donde me harían un examen para el que no había estudiado. Ella ya había visto las fotos de mi perfil. El que quisiera que nos viéramos tan pronto era un indicador de que le gustaba lo que veía. También era por lo menos doce centímetros más alto que ella, lo cual sé que es una preocupación que las mujeres tienen cuando conocen a alguien con quien conectaron en internet. Pero no había visto mis dientes. Las fotos de mi perfil capturaban el rango de apariencias posibles que podía lucir sin revelarlos, como cuando hacía un gesto durante el brindis de una boda, cuando cargaba a un primito y le hacía caras, con la luz de la cámara tan cerca que todo lo que se veía en mi boca era un blanco indistinto. Se trataba de una galería curada con el fin de ocultar lo que yo creía que era necesario esconder. Me sentía como un róbalo.
Pero ella tendría que ver mis dientes en algún momento. Una relación no puede prosperar si una de las personas participantes solo abre la boca cuando su pareja parpadea. Por eso decidí responder su sonrisa abriendo bien la boca.
Hay un sinnúmero de motivos por los que ella pudo haber decidido que yo era lo suficientemente genial como para ser amigos, pero no tan atractivo como para seguir saliendo a citas conmigo. Las primeras citas sirven para mostrarse exigente y peculiar, lo cual es un eufemismo para decir mezquino. Y la brecha que hay entre mis dientes frontales es solo un verso de ese poema.
Sin embargo, también conozco a suficientes mujeres negras interesadas en hombres negros como para saber que el contraste simétrico de los dientes blancos y brillantes contra la piel morena es algo importante. Y también sé que conocer a un hombre que no cuenta con ese atributo puede ser el equivalente visual de una derrota. Y también sé que en Estados Unidos los dientes fuertes, brillantes, alineados y sanos son señal de alguien que tiene un flujo de dinero constante, sólido y reluciente. Cuanto más blancos los dientes, más blanco también es el historial crediticio de la persona. Una boca abierta es como un currículum, una puntuación en el buró de crédito.
Y ese, lo sé, es el verdadero origen de mi neurosis. Tengo 43 años. Más o menos durante 35 de esos años viví por debajo de la línea de la pobreza o a un salario faltante de estarlo. He estado a punto de la bancarrota, sin dinero, pobre. Mi boca es un libro de memorias, de citas canceladas con el ortodoncista cuando mis padres no podían pagar la prima, de nunca haber tenido dos años consecutivos de atención médica en mi adultez, hasta que obtuve el servicio Obamacare en 2014. Es una historia de vergüenza.
Eso es lo complicado, la vergüenza. Ya sé que no había nada por lo cual debía sentirme avergonzado, que la buena vida, para los negros en Estados Unidos, es la excepción y no la norma, y que esa excepción podría cambiar echando una moneda al aire. Pero en ese entonces, todo lo que deseaba era una alacena. Una alacena para mí significaba que tenías recursos adicionales. No demasiado. No se trataba de una gran fortuna, sino del dinero suficiente para no estar en aprietos todo el tiempo. Una alacena también implicaba tener dientes bonitos. ¿Por qué no los tendrías si puedes comprar salsa cátsup de más?
Esa ansiedad no es nada nuevo si eres negro. Somos los campeones del mundo cuando se trata de fingir hasta lograrlo. Yo ni siquiera podía hacer eso. Porque, por mucho que pretendiera, mis dientes me delataban.
Pero quizá mis dientes también me mentían a mí. Pienso en todos los momentos en que me han preguntado por qué no sonrío más. Eso siempre me ha parecido una burla porque pensaba: “¿Qué no es obvio?”. Pero tal vez no era tan obvio como yo creía. Quizá solo soy yo siendo manipulado por la vergüenza. Quizá las mujeres negras que se han interesado en mí —las mujeres negras que me han amado, las mujeres negras que se casaron conmigo— no tuvieron que pasar por alto ese defecto evidente porque les gustaban las otras partes, como si fuera un auto nuevo con el parabrisas roto. Quizá para ellas no había nada que ignorar. Quizá para ellas simplemente así eran mis dientes. Tal vez, para ellas, tengo una bonita sonrisa. Tal vez cuando abrí la boca en ese Barnes & Noble, ella pensó que yo también tenía una bonita sonrisa.
Podría preguntarle a ella. Todavía nos llevamos bien. Aunque ya no me importa tanto. Crecimiento, ¿no? ¿Madurez? ¿Perspectiva? No.
Ahora tengo una despensa. También tengo Invisalign.