Por The New York Times | Belle Burden
PENSÉ QUE CONOCÍA A MI ESPOSO DE VEINTE AÑOS. PERO NO LO CONOCÍA Y SIGO SIN CONOCERLO.
Cuando comenzó el confinamiento en marzo de 2020, mi marido y yo decidimos pasar la cuarentena con nuestros dos hijos menores, que entonces tenían 15 y 12 años, en nuestra casa de Martha’s Vineyard. Llegamos el 15 de marzo y nos instalamos para una larga estancia, desempaquetando camisetas y botas, libros y violonchelos.
Mi marido montó su oficina en casa sobre una mesa de cartas en la sala y se levantaba a las cuatro de la mañana para pasear y preocuparse por los mercados. Cortaba tres tipos distintos de leña y encendía hogueras preciosas. Me preparaba cocteles whisky sour cuando se ponía el sol (creíamos los informes de que el whisky mataría el virus). Nuestra hija mayor aprendió a hacer ñoquis; nuestra hija pequeña, a jugar Fortnite. Nos deleitamos con el uso de nuestra casa fuera de temporada y ver la isla por primera vez con la luz de finales de invierno.
Una semana después, el 22 de marzo, a las seis de la mañana, mi marido me dijo que quería el divorcio. Hizo la maleta, se subió a su Jeep y embarcó en un ferry. Llevábamos casi 21 años casados.
Cuando llegó a Nueva York, expuso su historia: creía que quería nuestra vida, pero no era así. Pensaba que era feliz, pero no lo era. Un interruptor se había activado. No quería nuestra casa ni nuestro departamento. No quería la custodia de nuestras hijas.
No tenía ni idea de que era infeliz. Mi marido era un hombre que se acostaba a las nueve de la noche y controlaba sus ciclos de sueño con una aplicación de teléfono. Era el primero en irse de una cena. Trabajaba, jugaba tenis y volvía a casa a ver más tenis en televisión. No era cariñoso ni me adoraba, pero yo sentía una corriente de amor permanente. Nunca coqueteaba con otras mujeres delante de mí. No discutíamos. Parecía contento e implicado en nuestra vida. Diseñó un anexo a nuestro garaje y plantó arbustos de arándanos el año antes de marcharse.
Había otra mujer, como suele ocurrir cuando los hombres se van. Su marido me llamó la noche del 21 de marzo mientras fregaba el suelo de la cocina después de cenar y dejó un mensaje en el buzón de voz: “Siento decirle que su marido tiene una aventura con mi mujer”.
Esa noche, mi marido se disculpó y se arrepintió, diciendo que me quería y que la aventura no significaba nada. Pero al amanecer, cuando anunció su partida, parecía diferente, decidido. Sus ojos verdes estaban helados.
El resto de la historia está llena de lugares comunes. Se fue en el año que yo cumplí 50 años, el año en que alcanzó la cima del éxito profesional. Se compró un nuevo y elegante departamento en Manhattan, contrató a un conocido abogado de divorcios y me trató con una constante falta de empatía o sentimiento.
Lo diferente de mi historia es que mi matrimonio estalló en los albores de una pandemia. Fue al principio de la crisis cuando él se fue. Nos rociábamos las manos con Purell, limpiábamos los paquetes, usábamos guantes en el supermercado, pero aún no usábamos cubrebocas. Nos enfrentábamos a muchas incógnitas, como cuán mortal era el virus, cuánto tiempo estarían cerradas las escuelas, cuándo podríamos esperar una vacuna. Estábamos asustados, y yo disfrutaba intensamente de la seguridad de mi matrimonio. Y entonces mi marido desapareció.
Tenía casa, dinero, un lugar aislado para la cuarentena: estaba a salvo en todos los sentidos. Pero mi pareja, que había prometido protegerme a mí y a nuestros hijos, había desaparecido de la noche a la mañana. Las personas que me habrían sostenido, alimentado, ayudado con los niños —mi familia y mis amigos más cercanos— no pudieron llegar hasta mí durante el confinamiento. Lloraban conmigo por teléfono, pero yo me despertaba cada día enfrentándome sola al miedo y al dolor.
Decidí no beber, sabiendo que me entristecería más, pero también me costaba comer. En pocas semanas me había deshecho de seis kilos, el yo que había llegado a conocer a lo largo de dos décadas de embarazos y vida familiar.
Tampoco tenía información sobre mi marido y por qué nos había dejado. Después de las declaraciones genéricas sobre su infelicidad, no me dio nada: ninguna explicación sobre lo que faltaba en nuestro matrimonio o en mí, desde cuándo se sentía así, ni siquiera una declaración de sentimientos hacia la mujer con la que salía. Se negó a ver a un terapeuta conmigo. Al cabo de una semana, dejó de responder mis llamadas. Su hermano y su hermana también dejaron de comunicarse, diciendo que, para apoyarlo, no podían estar en contacto conmigo.
Si la vida hubiera sido normal, si hubiéramos estado en Nueva York, si hubiera podido cruzarme con él por la calle y hacer que me mirara a los ojos, quizá entendería algo de lo que estaba pasando. Pero yo estaba en mi isla, y él en la suya, y no tenía nada claro, solo la conmoción de su desaparición.
Irónicamente, había sido la firmeza de mi marido lo que hizo que me enamorara de él. Nos conocimos en un bufete de abogados corporativos donde él era asociado sénior y yo era asociada júnior asignada a su grupo en mi segundo año. Era un gran abogado, con una mente ágil, capaz de supervisar una docena de operaciones a la vez, reflexivo y metódico en sus torpes anotaciones de los documentos legales. Era alto, rubio y delgado, una silueta similar a la de mi padre. Llevaba traje y se remangaba la camisa mientras trabajaba. Era un adulto.
Cuando entró en mi despacho, cerró la puerta y me besó, yo quedé a sus pies. Estaba decidido a casarse conmigo a las pocas semanas de aquel beso, prometiendo cuidar de mí, asumir el papel de mi difunto padre como mi protector. Y nos casamos, en menos de un año, los dos (aún lo creo) muy enamorados.
La reticencia de mi marido también me atraía. Los hombres de mi familia eran temperamentales. Mi marido no creía en los gritos ni en las peleas. Su voz era siempre baja, casi un susurro, y se negaba a discutir. Nuestro hogar era tranquilo, sin conflictos, y eso me parecía una victoria, una sensación de suficiencia por vivir una vida superior.
Pero un pasado rebelde acechaba tras el tranquilo exterior de mi marido: roces adolescentes con la ley, problemas en la escuela. Había muchas mujeres a su paso e historias de algunas de ellas que le acechaban, incapaces de aceptar su rechazo.
Este relato me resultaba sexy: el antiguo rebelde vestido de traje, el estudiante de instituto problemático que aterrizaba en un bufete de abogados de élite, el rompecorazones. Pero cuando pienso en lo que pasó, pienso en esta parte de él. El chico malo que había en él despojándose del asfixiante uniforme de marido y padre tan bruscamente como lo había adoptado.
Casi tres años después, sigo sin entender por qué se fue mi marido. Su extrañeza no hizo más que aumentar, convirtiéndose en un adversario en el proceso de divorcio y, aunque amable con nuestros hijos y ocasionalmente en contacto conmigo por mensaje de texto, más resuelto en su deseo de no compartir la custodia ni la crianza diaria.
A medida que la pandemia se prolongaba, había tan poca interacción social y flujo de información que no supe nada de él por parte de nadie. No sé si la otra mujer sigue siendo importante para él o si no le importaba en absoluto. No sé si fue infiel durante todo nuestro matrimonio o si la aventura fue su primera traición. No sé si cambió bruscamente o si estuve acostándome con un desconocido durante dos décadas.
Podría haber contratado a un investigador privado, podría haber llamado al marido de la mujer con la que se veía, podría haber perseguido a mis suegros en busca de respuestas. Pero todos estos caminos me parecían sórdidos, como si estuviera cambiando mi dignidad por retazos de información. Tenía que averiguar cómo avanzar sin saber.
Tener espacios vacíos cuando intentas recordar y dar sentido a tu pasado se siente como un tipo de amnesia. O como ver el principio y el final de una película y perderse la parte central, las piezas esenciales de la historia.
No tengo ningún secreto que compartir sobre cómo seguir adelante cuando no tienes respuestas. Caminaba mucho, un modo de meditar que me hacía sentir que avanzaba. Acepté más trabajo jurídico, cociné para mis hijos, saqué a pasear a nuestro perro, compré alfombras nuevas. Y finalmente, después de muchos meses, me encontré en un camino que tenía menos relación con el suyo, y dejé de mirar hacia atrás y hacia los lados, solo hacia delante.
A veces lo veo de lejos en el barrio que compartimos. Me resulta familiar, su postura y sus andares, su pelo rubio arenoso y sus zapatos deportivos color naranja, y mi corazón da un pequeño salto al verlo. Pero entonces recuerdo que es un desconocido y sigo caminando. ¿Estaba casada con un extraño? (Brian Rea/The New York Times)