Una invasión nocturna de gatos esconde un secreto. Un lobo arrastra el invierno por el mundo. Un niño viaja hasta el fin del planeta para descubrir por qué lo persiguen las tormentas. Un hombre solitario aparece en la misma playa durante años, sin que nadie sepa de dónde viene o adónde va. Un emperador antiguo crea un sistema de justicia implacable. Un niño arroja al mar un mensaje en una botella y obtiene una respuesta. Un hombre recibe la visita de su amigo imaginario 35 años después. Una criatura misteriosa aparece en una azotea.

En estos relatos abundan la imaginación, el horror, la sensibilidad y también el humor, pero en la mayoría de ellos es el lector quien decide cuál es el límite entre la realidad y la fantasía. Leerlos produce la sensación extraña de que hay más de lo que apreciamos a simple vista en lo que nos rodea, como cuando percibimos algo fugazmente por el rabillo del ojo o recién despertamos de un sueño intenso, aún suspendidos entre dos mundos.

Los cuentos de El invierno es un lobo que viene del norte también difuminan los límites de las edades usualmente asociadas al género juvenil. Aunque recomendado a partir de los 11 años, es una buena invitación a la lectura para adultos imaginativos y con gusto por la ficción.

Al final del artículo pueden leer, como adelanto del libro, el relato que le da nombre.

Sobre el autor

Martín Otheguy nació en Montevideo en 1978, o eso al menos le han contado. Desde 1997 trabaja en medios de comunicación, ya sea escribiendo o haciendo guiones. Es autor de novelas juveniles, libros humorísticos y obras de divulgación. En Fin de Siglo publicó El mundo sin lunes (Premio Ópera Prima 2016), Historia de la queja, El libro de los lugares secretos y participó de la antología Montaña errante. Actualmente dirige la publicación infantil Gigantes.

 

Adelanto de El invierno es un lobo que viene del norte

Si aquella tierra tuvo alguna vez un nombre, se perdió con el tiempo, que tiene por costumbre borrar con su mano blanca lo que va dejando detrás. Para evitarlo, se cantan canciones, se escriben libros o se cuentan cuentos, pero como la memoria es frágil y tramposa, las historias suelen convertirse en leyendas mal recordadas.

Había dioses caminando sobre el mundo entonces, y el bien y el mal se disfrazaban bajo apariencias extrañas. Todos las conocían como las Tierras del Invierno o las Tierras del Lobo. Ambos -invierno y lobo- habían llegado hace tanto tiempo que nadie recordaba otra cosa que la nieve, el hielo y la tormenta soplando escarcha sobre los bosques y los pueblos durante todos los meses del año. Solo los recuerdos pasados entre generaciones probaban que no siempre había sido así. En alguna época, casi al comienzo de los tiempos, las praderas eran verdes, el sol calentaba hasta liberar el agua de los arroyos congelados, las estrellas aparecían en el cielo y el viento se calmaba por las noches. Fue entonces cuando llegó el lobo.

El lobo venía del norte y arrastraba con él los vientos helados de los mares del fin del mundo, las horas muertas de la noche, el aullido de los temporales en los lugares donde jamás llegaba el sol. Traía el aliento de los glaciares, que marchitaba las hojas y apagaba los colores de los árboles. Era tan blanco que era casi imposible verlo entre los paisajes siempre nevados. Solo sus ojos, brillando en colores cambiantes en medio de la llanura, delataban su presencia. Se movía con la rapidez de una tormenta que tocaba todo al mismo tiempo: las colinas, la costa, las montañas.

Cuando vieron caer nieve por primera vez, cuando sintieron el vapor congelarse en el aire, supieron que aquel lobo era el invierno del que hablaban las historias. Pasó el tiempo, y el lobo, que debía seguir su viaje alrededor del mundo, decidió quedarse en aquellas tierras para siempre. Nada parecía ser capaz de detenerlo. Probaron primero con el fuego, pero la lluvia fría lo apagaba, la nieve sepultaba las brasas, el viento helado congelaba los dedos que intentaban prenderlo. Enviaron luego a los osos gigantes del bosque, pero el lobo era fuerte, grande y rápido, y los animales aparecían tiesos, con el corazón envuelto en un bloque de hielo.

Luego intentaron cazarlo. Todos los años, decenas de hombres y mujeres salían al bosque con lanzas, flechas y hachas en su busca, intentando acabar con el invierno que cubría las casas, los arroyos y los cultivos con su capa blanca interminable. Pero las lanzas se perdían en la nieve, las hachas se mellaban en la madera, las flechas se quebraban en el hielo. Pocos regresaban de aquellos viajes, porque el invierno era duro y se movía con la astucia del lobo. Al menos hasta que la niña que hablaba con los animales creció.

Si aquella niña solitaria respondió alguna vez a un nombre, se perdió con el tiempo, que tiene por costumbre cubrir los hechos con la arena del olvido. La llamaremos Leto. Había crecido en el bosque, entre los animales traídos por el invierno, y conocía cada uno de sus secretos.
Entendía el ulular del búho de la nieve, sabía encontrar y leer las huellas de los ciervos, podía acercarse a los linces más esquivos y era capaz de dormir junto a los osos sin que le hicieran daño. Recordaba cada historia que sus padres contaban sobre los espíritus atraídos por el frío: el demonio del hielo que cosecha las almas de los solitarios en el último día de cada año; el baile de los muertos, que en la noche más larga del año permitía a los ahogados en el lago congelado una última danza a la luz de la luna; el Valmarck, la criatura que vivía bajo la nieve, cuya respiración era tan fría que jamás se condensaba en el aire y a la que había que hacer una ofrenda para atravesar el bosque sin peligro.

Todos los años, cuando los días comenzaban a acortarse, los pueblos de las Tierras Blancas buscaban voluntarios para salir a la caza del lobo. Si no los había, hombres y mujeres jóvenes eran arrojados a las colinas y los montes, envueltos en pieles de oso y armados principalmente de miedo y desesperación. Pero ni los cazadores ni los sacrificios paraban la marcha del lobo del invierno. Los pocos que volvían traían el frío en los huesos, un frío que ni todos los fuegos del mundo podían calmar. En los desvaríos de la hipotermia, recordaban solo los ojos del lobo observándolos desde las colinas nevadas, atrás de un árbol o remontando el viento del norte. A veces eran del azul del hielo puro. Otras eran brasas encendidas o piedritas de ámbar que encerraban el tiempo, pero siempre esquivos, como un sueño mal recordado.

Cuando su niñez culminaba, y sus incursiones en el bosque se hicieron más prolongadas, Leto se ofreció a salir a cazar al lobo. Era pálida y delgada, tanto que parecía a punto de salir volando ante el primer viento, pero caminaba sobre la nieve con pies ligeros, como un fantasma. En su cara se reflejaba la tranquilidad de los cielos grises y los paisajes helados, en los que caía con suavidad la nieve. Sobre su hombro llevaba siempre un búho níveo, al que había curado y criado luego de que se cayera de la rama de un árbol, cuando era solo una cría. Leto decía que el búho podía comunicarse con todos los animales del invierno y que veía a través de las nieblas que con frecuencia bajaban del bosque y cubrían el pueblo.

Su padre, un hombre taciturno que temía al frío y al que la presencia de su hija, blanca y silenciosa, solía perturbar, no tuvo reparos en que partiera. Leto llevó una lanza y un hacha que jamás había usado, se envolvió en pieles y cargó en una alforja de piel de cabra un montón de carne de liebre, pescado y frutas.

Atravesó primero el bosque que rodeaba al pueblo, en el que la nieve se acumulaba de tal modo que algunos árboles quedaban casi cubiertos. Pero mientras otros cazadores deambulaban en las colinas y los claros blancos, buscando huellas que se cubrían inmediatamente y sintiendo que la mano del invierno se cerraba sobre ellos, Leto caminaba sin esfuerzo. Encontraba bellotas y frutas donde nadie más las habría visto, sabía qué arboles ofrecían refugio y descubría charcos de agua fresca entre las rocas. Abrigada por el follaje de un madroño pasó su primera noche, con el búho vigilando su sueño. Fue allí cuando oyó por primera vez el aullido del lobo del norte. Parecía estar hecho del sonido de miles de vientos arrastrados durante años y de los glaciares quebrándose en tierras lejanas, pero también se sentía en él el tono lastimero de la soledad.


Imagen: Pupi Herrera

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A la mañana siguiente, al despertar, vio en la nieve alrededor del árbol las huellas enormes de un lobo, estrechando un círculo alrededor del tronco. Siguió el rastro y descubrió que bajaban del bosque hasta los lagos. Alguna vez habían estado rodeados de praderas, flores y animales que descendían a beber el agua, pero ahora solo el hielo se extendía, reflejando el cielo hasta que el horizonte desaparecía. En el fondo descansaban los antiguos cazadores del invierno, los mismos que en la noche más larga del año se liberaban para dar un último paseo a la orilla del bosque.

Pero Leto era más liviana que cualquiera de ellos y se deslizaba como una bailarina por el espejo del lago, ajena a las miradas mudas bajo sus pies y pendiente solo del invierno que se escapaba frente a sus ojos. Podía sentirlo en todos lados, pero intuía que el lobo escapaba desde la noche anterior, cuando la husmeara en sus sueños. El búho sobrevoló los lagos y vio también los ojos atentos de muchos animales, pendientes de la niña que desafiaba al invierno.

Cuando cayó la segunda noche y la oscuridad comenzó a descender sobre las aguas congeladas, el búho se paró sobre unos palos que habrían pasado inadvertidos para otro par de ojos, perdidos entre la nieve y el hielo sucios. Debajo de la paja y las ramas, Leto encontró un pozo de no más de medio metro de profundidad, usado para guardar granos mucho tiempo atrás, antes de que el lobo llegara acompañado del frío y marchitara las cosechas. Durmió allí, con el calor apenas suficiente para sobrevivir la noche, mientras afuera el invierno volvía a aullar con el sonido del lobo.

Fuera de su refugio, a la mañana siguiente, vio nuevamente las huellas del lobo rondando el lugar. Se dirigían hacia el lago helado y se perdían allí sin retornar, como si se lo hubiera llevado el viento. Leto se quedó quieta en la orilla, mirando el espejo de agua hasta que no supo si el lago reflejaba el cielo o el cielo reflejaba el lago, los dos blanquecinos, silenciosos y enormes. Arrojó una piedra que se deslizó por el hielo hasta perderse de vista y siguió camino.

Las montañas de las Tierras Blancas cortaban el cielo como gigantes dormidos, más allá de los lagos. El viento nunca paraba de soplar en ellas desde que el invierno había llegado y, aunque se decía que nada podía sobrevivir en aquel lugar, ninguna persona del pueblo había llegado a comprobarlo. Contaban que incluso el tiempo se congelaba en aquellas montañas, en las que vivía solo un hoy eterno en el que las cosas no envejecían ni cambiaban. Únicamente existía en esas alturas un frío que devoraba todo, una muralla que no dejaba entrar a las demás estaciones. Y sin embargo, la niña con el búho en el hombro caminaba ahora en esa dirección, trepando las primeras colinas, inmune al viento que descendía desde las montañas al lago, a los bosques y finalmente al pueblo que hibernaba bajo la presión de la nieve.

El invierno parecía ceder a su paso, como si tocara el resto del mundo pero le permitiera avanzar en una burbuja ajena a todo. Caminó entre valles, precipicios, riscos y colinas hasta que notó, camuflados en el paisaje, dos puntos de un azul eléctrico: los ojos antiguos del lobo, que contenían las lluvias y granizos de miles de años, vigilando las que eran ahora sus tierras.

La niña fingió ignorarlos y buscó refugio bajo una saliente, donde se cubrió de la ventisca durante horas. Cuando los ojos azules se movieron entre la nieve, alejándose y revelando una silueta que parecía cambiar según el ángulo desde el que se la mirara, Leto y el búho caminaron con sigilo.
A medida que se perdía de vista entre valles y montañas, al lobo lo acompañaba una niebla húmeda y un remolino de vientos que se alzaba a su alrededor. El búho se elevó entonces, atravesó la distancia con su mirada y juntos comenzaron la persecución.

Durante horas fueron metiéndose en el corazón de las montañas, donde los vientos y el frío se volvían cada vez más intensos. El búho, flotando ligero sobre el invierno, una mota blanca en un fondo gris, continuó guiando a Leto hasta que el lobo detuvo su marcha. Era mediodía ya, cuando el sol hacía su máximo esfuerzo por atravesar la barrera de nubes y teñía todo de un resplandor difuso que traía el recuerdo de tiempos más cálidos.

El viento y el frío parecían concentrarse en un solo punto a los pies de una montaña, una hendidura abierta como un cuchillazo en las rocas blancas. Los ojos del color del hielo puro se desplazaron por el terreno hasta perderse. Allí es donde dormía el lobo, donde descansaba el invierno al mediodía, pensó Leto.

Su cara estaba cubierta por la escarcha y el pelo se le apelmazaba en pringotes congelados, pero siguió avanzando sobre la nieve, contra el temporal, hasta que aquel punto negro se convirtió en la boca de una cueva que parecía gritar con el rugido del viento. Adentro, un resplandor azulado pintaba las paredes de hielo, lo suficiente como para alumbrar su camino. Recorrió unos metros y lo vio entonces, tendido sobre un promontorio de rocas y hielo, sin moverse. El cuerpo del lobo se expandía y contraía en sueños, y la cueva parecía respirar con él, como si fuera el centro del paisaje.

Leto se acercó suavemente por detrás, y se preguntó en qué soñaría el invierno. ¿En temporales y nevadas o, por el contrario, en la primavera cambiando el mundo en un aleteo, volviendo cálidas y vivas todas las cosas? Sacó el hacha y calculó el golpe a la altura del cuello, aunque el animal era grande y parecía cambiar ligeramente de tamaño según desde dónde se lo mirara. Lo observó una vez más y vio que era hermoso. El pelo blanco se le movía como un bosque sacudiéndose los copos de nieve con el viento, y la respiración, que subía hasta ella como una brisa helada, le trajo los recuerdos de lagos y montañas, de un paseo en el bosque blanco con su madre ya fallecida, del sonido de las ramas arañando su ventana en una mañana feliz de invierno. Las manos le comenzaron a temblar por primera vez en tres días. Guardó el hacha y se sentó a veinte metros del lobo, pensando en quién podía creerse tan poderoso como para dar muerte al invierno.

Sacó la carne de liebre que llevaba en la alforja y la colocó a unos cinco metros de donde estaba. Al dejarla en el suelo, donde parecía un corazón de rojo intenso abandonado en la nieve, el lobo abrió los ojos. El viento se levantó en la cueva y por un momento pareció que Leto saldría despedida de un soplo helado, pero el lobo se calmó. Dio varias vueltas hasta acercarse a la carne, la comió y huyó al exterior en una exhalación acompañada de un pequeño vendaval.

La niña se quedó esperando que regresara el invierno, pero no volvió hasta el día siguiente, a la misma hora. Le arrojó entonces otro trozo de carne, a solo un par de metros, y el lobo volvió a acercarse, esta vez más confiado. En sus ojos, que miraban a la niña con curiosidad, estaba contenido todo el tiempo desde el inicio del mundo, que caía como copos lentos encerrados en un cristal.

Al tercer día, se acercó a una distancia que permitió a Leto tocarlo por primera vez. Hundió la mano en el pelaje blanco y sintió la vejez y la pureza del invierno. Sintió el peso de las horas solitarias y vio el mundo tal cual lo observaba el lobo, una tierra vacía y sin compañía, que recorría año tras año hambriento de juego. Tocarlo no le daba tristeza o miedo, sino alivio; era la misma sensación que había tenido una vez de niña, cuando hundió la mano en la nieve tras quemarse con agua hirviendo.

A la semana, la niña descubrió que el lobo, sobre todas las cosas, quería jugar; pasó horas con él haciendo volar objetos en el viento, armando figuras con la nieve y aullando a la luna. Compartían la comida, la cueva y pronto comenzaron a dar vueltas juntos en la noche, ella montada sobre el lomo del animal, atravesando las montañas y los bosques en medio de la tormenta. El invierno ya no estaba solo. La niña que le había perdonado la vida tampoco.

Juntos, daban forma a los temporales, conjuraban el granizo que caía del cielo y camuflaban su paso con una cortina de niebla que parecía pegarse a todo, pero también modelaban paisajes hermosos y dejaban que a veces el rugido del viento se transformara en el murmullo de una brisa.

Después de tres meses, la niña salió una mañana de la cueva del invierno, miró al horizonte y creyó que era tiempo de viajar hacia el norte. Y el lobo, aunque amaba esos paisajes, partió con ella.


Imagen: Pupi Herrera

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El primer síntoma de cambio que notaron en aquellos pueblos aislados fue la aparición de una mariposa solitaria, bebiendo el agua que comenzaba a derretirse sobre el hielo del lago. Luego, un crujido partió la escarcha de la superficie y la primavera ingresó sedienta desde las montañas, hasta llegar a los valles y los bosques. La primavera era un colibrí que buscaba las flores, arrojando un aliento tibio y débil aún, pero que no tardaría en ganar aquellas tierras y revivir de un soplo a los fantasmas enterrados bajo el hielo.

Cuando la nieve cedió y dejó al descubierto las praderas y las colinas verdes, se encontraron los cuerpos de todos los cazadores malogrados del invierno. Todos menos uno, el de la niña extraña que prefería pasar con los animales en el bosque antes que refugiarse en el pueblo. Nueve meses después, cuando el invierno volvió, hubo quien juró ver a una joven de piel pálida y ojos claros montando un lobo enorme, atravesando el bosque en la noche, pero el regreso de la primavera, año tras año, hizo que pronto esos cuentos se transformaran en leyendas.

En su honor se celebraron fiestas y se erigieron estatuas, hasta que nadie supo si realmente había existido o era solo un símbolo de la partida del invierno que una vez fue eterno. Mientras tanto, la joven que había sido niña se transformó en mujer y finalmente en una anciana con ojos de tormenta y el corazón siempre encendido, a la que le tocó partir a un lugar al que el invierno no podía llegar.

El lobo siguió regresando año tras año y esperándola durante tres meses, hasta que llegaba la hora de partir nuevamente al norte y reiniciar la noria de los días: la primavera dejaba paso al verano, que jadeaba sobre los mediodías abrasadores y se marchaba cuando el otoño se posaba como un búho sobre las ramas de los árboles, tiñendo el bosque y huyendo al fin al notar que se acercaba nuevamente la huella blanca del lobo.

Así había sido y así volvía a ser, desde que los dioses del calor y el frío se disputaron la tierra y en el medio de la batalla escondieron a sus hijos en cuatro animales, condenados a perseguirse a lo largo del mundo. O eso, al menos, cuentan las leyendas.