Por The New York Times | Samaiya Mushtaq
EN MI COMUNIDAD SUDASIÁTICA, DONDE TERMINAR UN MATRIMONIO ES RELATIVAMENTE POCO COMÚN, LA RESPUESTA PARECÍA SER AFIRMATIVA.
Esa noche, mi marido, mis suegros y mis padres se habían reunido en la sala de estos últimos en Dallas para una especie de intervención, con la esperanza de que pudieran convencerme de que no pusiera fin a mi matrimonio.
“No lo entiendo. Te ha llevado a cinco países”, dijo mi suegra. “¿No es suficiente?”.
“Te cuida”, añadió mi madre. “Te lo da todo”.
Agaché la cabeza, mirando los remolinos florales de la alfombra persa bajo mis pies.
Mi suegro sugirió que era infeliz porque mi marido no era médico, como yo, mientras que mi propio padre se preguntaba si había conocido a otra persona.
Aunque mi marido y yo llevábamos meses separados, mi decisión de poner fin a nuestro matrimonio resultó extravagante para nuestras familias. Había previsto sus reacciones en contra; el divorcio sigue siendo poco común entre los sudasiáticos, incluso en la diáspora. Que lo inicie una mujer es aún más tabú. Y poner fin a un matrimonio por los motivos que yo alegaba —falta de intimidad emocional— seguramente les pareció un disparate a mis padres y suegros pakistaníes, inmigrantes y sobrevivientes.
Provenían de familias que cruzaron la frontera entre India y Pakistán al amparo de la noche, dejando atrás hogares y riquezas, para establecerse en un nuevo país. ¿Acaso no podía aprender a vivir con un matrimonio algo deslucido?
Para ellos, el matrimonio cumplía una función utilitaria como unidad de estabilidad que construía una sociedad mayor basada en los puntos en común del grupo cultural, la secta religiosa y los antecedentes familiares. El amor no era más que un afortunado subproducto.
Mi marido y yo pertenecíamos a la misma demografía, pero el amor no floreció en los tres años que estuvimos casados. Él intentó planear vacaciones exóticas; a instancias mías, probamos la terapia profesional. Nos mudamos más cerca de la familia. Poco cambió.
Necesitaba de manera desesperada una conexión más profunda que había intentado forjar dentro de nuestro matrimonio, pero no estaba ahí. Era una necesidad que se centró en mi conciencia cuando empecé mi residencia en psiquiatría y descubrí cosas más profundas acerca de mí, y con la que ya no podía seguir viviendo sin satisfacerla.
A lo largo de los años, mis padres se habían dado cuenta de mi desasosiego dentro del matrimonio, pero me animaron a ser tolerante y agradecida. Mi marido me llevaba de viaje, se ganaba la vida de manera digna y no había nada atroz como el maltrato físico, así que debería poder quererlo. Mi incapacidad de hacerlo solo hablaba de mi propio fracaso, no de una incompatibilidad inherente entre nosotros.
En nuestra cultura colectivista, la fuente de mi insatisfacción parecía insensata, y mi deseo de divorciarme, autoindulgente. Lo que más importaba era que estaba renegando de un compromiso, amenazando mi posición y la de ellos en nuestra comunidad desi y tirando mi vida por la borda, todo por la premisa de que mi marido y yo no “conectábamos”.
“Vas a devolver todas las joyas que te regalaron”, me dijo mi madre mientras mis suegros se marchaban. Nadie me había convencido de que cambiara de parecer, y todos estaban descontentos al respecto.
“Estás cometiendo el error más grande de tu vida”, me dijo mi padre.
La última vez que lo vi, mi marido me miró fijamente y me dijo: “No sabes ser esposa”.
Un año después de mi divorcio, y a pesar de la vergüenza de la ineptitud matrimonial que me habían endilgado, decidí volver a salir. Sin embargo, en mis círculos desi, la gente no me veía tan casadera la segunda vez.
Cuando le pregunté a una amiga si conocía a alguien que pudiera ser adecuado para mí, me dijo: “Ni siquiera mis amigas que no se han casado antes encuentran a alguien”.
Mi madre, quizá queriendo evitarme una decepción, intentó gestionar mis expectativas. “Me preocupa que no le gustes cuando sepa que estás divorciada”, me decía sobre una posible pareja. Su consejo era que los hombres conocieran de antemano esta letra escarlata, pero que hablara de ella lo menos posible, un capítulo cerrado que no era necesario reabrir.
En mi primera salida a cenar después del divorcio, el hombre me pidió más detalles sobre mi matrimonio después del aperitivo. “¿Eso es todo?”, dijo, con una perplejidad rayana en la decepción por la ausencia de drama. A continuación, me contó que él también estaba divorciado y que había descubierto a su mujer engañándolo en su hotel de cinco estrellas en México durante la luna de miel. No volvimos a vernos.
Luego estaba el viejo conocido con el que había vuelto a conectar, que dijo: “No me importa”, concediéndome una aprobación que yo no había buscado. “Siempre que no escribas un libro de memorias o algo así sobre ello”.
Luego estaba el hombre con el que no había hablado antes de encontrarme, así que no sabía que estaba divorciada. Estaba disfrutando de un filete con papas fritas cuando se lo conté, y dejó el tenedor, con una papa frita colgando del cubierto, y dijo: “Habría estado bien que me lo hubieras dicho antes”. Poco después pidió la cuenta y no volví a verlo.
Intenté resistir la insistencia de mi cultura en que me avergonzara de mi divorcio, pero me agotaba. A mis ojos, había tomado una decisión necesaria y auténtica. Esa decisión hirió profundamente a mi exmarido, a su familia y a la mía, pero la ausencia de amor en mi matrimonio también me hirió a mí. Sin embargo, una y otra vez me acordaba de que tal vez era poco práctico pensar que podría cultivar algo nuevo donde antes había muerto algo.
Hasta que conocí a Mahmoud. La primera vez que hablamos de mi matrimonio, no dijimos gran cosa. En respuesta a lo poco que compartí, me dijo simplemente, con amabilidad: “Debe de haber sido difícil”.
Nos habíamos conocido en Minder (el Tinder musulmán, ahora llamado Salams), pero yo recordaba su nombre de cuando me consultó sobre un paciente seis meses antes, mientras que él me recordaba de dos años antes, cuando compartimos un viaje en ascensor en el hospital en nuestro primer día de residencia. Ese día, él había visto mi nombre en mi tarjeta de identificación y preguntó a una de sus compañeras de residencia si me conocía; ella me conocía, y le hizo saber que yo estaba casada.
Ver mi perfil en una aplicación de citas años después lo pilló por sorpresa, pero no le impidió deslizar el dedo hacia la derecha para indicar interés en mí. Las siguientes veces que Mahmoud y yo nos vimos, nunca intenté borrar tres años de mi vida para que él se sintiera cómodo, porque el hecho de que hubiera estado casada nunca le molestó. Conversar con él era fácil.
Sin embargo, la idea de casarme con él no lo era. Nuestra conexión —cuya falta había parecido a otros una razón frívola para poner fin a un matrimonio— estaba ahí. Era vital. Pero me habían considerado una persona que no sabía cómo mantener vivo un matrimonio.
“Si vuelves a hacerlo, no vuelvas a meter la pata”, me dijo mi madre cuando le hablé de él. La vergüenza de estar divorciada —de haber declarado una vez que mi matrimonio era un fracaso— se había arraigado profundamente en mí de una manera que no había reconocido del todo. Por eso, cuando Mahmoud me propuso matrimonio, lo rechacé. Había pensado que el divorcio me liberaría de un matrimonio en decadencia, y así fue, pero también hizo metástasis en un estigma interiorizado que me impedía permitir que floreciera una nueva relación.
Al describir su decisión de casarse, la gente suele decir: “Cuando lo sabes, lo sabes” o “Sigue tu instinto”. Yo no era una de esas personas; no lo sabía, y mi instinto me inquietaba de cualquier manera. Si no me volvía a casar, no tendría que volver a divorciarme; pero si no lo hacía, perdería a la persona a la que había llegado a amar.
A pesar de mi negativa, Mahmoud se arriesgó y se quedó. Y yo me arriesgué y acabé diciendo que sí. Este verano, tres años después de casarnos, los dos y nuestra hija visitamos el campus de mi antigua facultad de medicina. En un momento dado, pasamos por delante de mi antiguo departamento, donde había vivido durante mi primer matrimonio. Mahmoud frenó el auto y me preguntó si quería echar un vistazo. Cuando dudé, me aseguró que no tendría problema en esperar el tiempo que necesitara.
Me bajé y miré hacia el balcón del quinto piso de mi antiguo departamento, recordando que carecía de profundidad suficiente para sentarme cómodamente en él. Cuando elegí mi propio departamento después del divorcio, me aseguré de que tuviera un bonito balcón. Después de mudarme, coloqué una mecedora y una mesita y me sentaba allí casi todas las tardes, disfrutando de la paz que tanto me había costado conseguir.
Cuando volví al auto después de unos minutos, Mahmoud me dijo: “¿No quieres quedarte más tiempo?”.
“No”, le dije. “Ya estuve aquí bastante”.