Por The New York Times | Paul Bogard

A UN PADRE LE PREOCUPA QUE SU LIBRO INFANTIL FAVORITO LE PROMETA A SU HIJA UN VIBRANTE MUNDO NATURAL QUE YA NO EXISTIRÁ.

Hace tiempo, en el cuarto que se convertiría en la habitación de mi primera hija, me preguntaba qué decirle sobre nuestro mundo que está desapareciendo.

Gracias a la generosidad de familiares y amigos, una modesta biblioteca de libros infantiles llenaba nuestras estanterías, incluidos cuatro ejemplares de “La oruga muy hambrienta” y tres de “Buenas noches, Luna”. Como muchos padres primerizos, no podíamos esperar a leerle a nuestra hija.

Pero ese día, hace casi tres años, sostuve los libros que habían sido los favoritos de mi infancia décadas atrás y me pregunté si debía compartirlos con ella. Cada uno de ellos era ya un clásico: “Donde viven los monstruos”, “Nadarín”, “La historia de Babar”, “Un día de nieve”, “Abran paso a los patitos”. Pero todos esos libros, publicados por primera vez a principios y mediados del siglo XX, proceden de una época en la que el mundo era diferente.

Especialmente diferente era el mundo de las cosas salvajes, los océanos, los inviernos e incluso los pájaros comunes. Desde que el más antiguo de los libros, “Babar”, se publicó en 1931, la población de elefantes de África había disminuido de diez millones a casi 400.000. Desde que se publicó “Donde viven los monstruos” en 1963, se calcula que el mundo ha perdido dos tercios de su fauna. ¿Tendremos menos días de nieve en el futuro y menos patitos a los que dar paso? En las últimas cinco décadas, los cielos norteamericanos han perdido casi tres mil millones de aves.

Mientras hojeaba “Nadarín”, de Leo Lionni, en el que un pequeño pez negro viaja por encima de un fondo oceánico coloreado de vida —océanos cada vez más amenazados—, pensé en la bióloga marina Sylvia Earle, que, cuando le preguntaron dónde bucearía si pudiera elegir el lugar, respondió: “En cualquier sitio, hace 50 años”.

Esa pérdida ha ocurrido durante mi vida. El mundo salvaje que mis libros favoritos me habían animado a amar ha sido atacado. Tomar conciencia de esa pérdida me ha llevado a un gran dolor y ahora a una constante corriente subterránea de “solastalgia”, la angustia causada por el cambio ambiental, un sentimiento de añoranza por el lugar en el que todavía vivimos.

Así que me pregunté si leerle esos libros a mi hija sería, en cierto modo, una mentira. ¿Era justo contarle historias de ecosistemas sanos y de estaciones estables a las que nos hemos acostumbrado?

Nunca tuve prisa por ser padre. Entre los estudios de posgrado, mis primeros trabajos como profesor y una serie de relaciones, disfrutaba de ser un hombre soltero, cercano a mis padres, con un querido perro de caza que me acompañaba a casi todas partes. También estudiaba literatura medioambiental: historias de maravillas y aventuras, pero también de pérdidas y de pérdidas inminentes. Historias sobre temas (contaminación tóxica, deshielo del permafrost, acidificación de los océanos) que, si se consideran con honestidad, harían que cualquiera lo pensara dos veces antes de traer un hijo al mundo.

Aun así, asumí que algún día sería padre, aunque no esperaba que fuera hasta que tuviera casi 50 años. Conocí a una mujer inteligente que me contó cómo el hecho de que le leyeran cuando era niña la llevó a amar los libros y a desarrollar una carrera académica, y en dos años nos casamos, nos embarazamos y organizamos las estanterías del cuarto de nuestra hija.

Había escrito un libro sobre cómo ya no vemos muchas de las estrellas que veían nuestros antepasados porque hay mucha luz artificial en el cielo, un proyecto provocado por los recuerdos de buscar estrellas fugaces con mi padre cuando tenía 5 años.

“¿Cómo será cuando lleves a tu hija a ver el cielo nocturno por primera vez?”, me preguntó mi esposa.

En realidad me preguntaba cómo sería compartir la luna y las estrellas con mi hija durante el resto de mi vida.

Al acostarme por la noche, imaginé qué más compartiría. La perra cazadora de aves a la que me había dedicado había muerto hacía unos años, y la vida que le había dado era lo mejor que había hecho con la mía. Pero ser el padre de alguien, presentarle a un niño la lluvia del desierto y las hojas de otoño, Mozart y Led Zeppelin, las enchiladas verdes y la auténtica miel de maple —con un sinfín de maravillas en medio de todo eso— me parecía emocionante.

Sin embargo, también se me quitaba el sueño por otras razones.

Tenía un amigo a cuyo hijo de 5 años le encantaban los cuentos para dormir en los que aparecían elefantes, leones, pingüinos y osos. Los mensajes que enviaban esos libros eran los mismos que los que enviaban la ropa y los juguetes que le habían rodeado desde su nacimiento: los animales son sabios y bondadosos, llenan nuestro mundo, son nuestros amigos. Por eso, su madre se quedó atónita cuando dijo: “No quiero más cuentos sobre animales”.

“¿Por qué?”, le preguntó ella.

“Porque me entristece que estén desapareciendo”.

Había elegido ser padre conociendo bien las funestas predicciones, la destrucción que me deja sin palabras. Ahora, con una niña en camino, me preguntaba de nuevo sobre la posibilidad de contarle historias de un mundo mermado.

Cuando vi a mi hija por primera vez en el ultrasonido, tenía ocho semanas en el útero y me recordaba a un osezno del tamaño de un cacahuete. Tenía la mitad de la cabeza y las manos junto a ella, como si escuchara con atención las débiles señales que llegaban a través de los auriculares desde alguna tierra lejana, como si pudiera oír lo que ha pasado mezclado con lo que podría ser.

Nació meses después, a medianoche, con los colores vivos y radiantes: el cordón blanco como la leche, la sangre granate brillante, el púrpura más profundo de la placenta. Cuando la sostuve por primera vez, era pequeñita y callada, y me miraba con cara de “¿Y luego?”.

¿Pero las emociones instantáneas que te dicen que vas a sentir? Esas llegaron con mayor lentitud, a lo largo de meses, y con una sorpresa.

Empezó con historias de niños perdidos o enfermos. Antes, por supuesto, me compadecía, pero ahora cada niño me resultaba, en parte, mío. Incluso los niños inventados: si una trama televisiva incluía el duro secuestro de una hija adolescente, la apagaba y subía las escaleras, levantaba a mi hija de la cuna y la abrazaba.

Hace años, un amigo me dijo que, cuando se enteró de la noticia de Sandy Hook, cruzó corriendo la ciudad para abrazar a su hija de 6 años. Recuerdo que asentí con una supuesta comprensión; ahora realmente conocía ese impulso. La inocencia y la apertura al mundo de mi hija me habían sido confiadas. Querer tanto a alguien da miedo, pero también es hermoso, un sentimiento que agradezco porque no tuve que vivir sin él.

Sabía que amaría a mi hija, pero no podía saber cómo se sentiría ese amor. ¿Y mi amor por el mundo natural, mi dolor por su destino? Tener un hijo me hizo sentir esas emociones de manera aún más fuerte.

Casi seis meses después del nacimiento de mi hija, mientras ojeaba en una librería local, descubrí un libro ilustrado recién publicado: “La vida”, de Cynthia Rylant. Después de hojearlo, acerqué a mi esposa. Las juguetonas ilustraciones de Brendan Wenzel mostraban un mundo todavía hecho de cosas salvajes y acompañaban el sencillo texto de Rylant acerca de que “la vida empieza pequeña... (y) no siempre es fácil... (pero) en cada rincón del mundo, hay algo que amar. Y algo que proteger”.

“Estás a punto de comprar este libro, ¿verdad?”, me dijo.

Sí. En el libro de Rylant había encontrado una respuesta contemporánea a los clásicos que amaba. Este libro parecía decir: a pesar de toda la pérdida, queda mucho. Mis sentimientos por el mundo se habían fusionado con los de mi hija. Amar y proteger a uno era amar y proteger al otro.

Las viejas maneras de protección paterna ya no parecen relevantes. ¿Una escopeta en la cochera? No. Protegerla ahora significa animarla a amar con todo lo que tiene y, en definitiva, dejar que aprenda que, cuanto más intensamente se ama algo, más puede doler. ¿Cómo va a adquirir autonomía y propósito si no sabe cómo pasar del miedo y la pena al valor y la alegría?

Con más de dos años, mi hija ignora felizmente la existencia de la COVID-19, no sabe nada del cambio climático, no tiene idea de lo que se ha perdido y de lo que aún puede perderse. En cambio, está asombrada por lo cotidiano, y en la ventana exclama “¡camión grande!” y “¡cartero!”. Afuera dice: “¡Escarabajo!” y “¡luna!”.

La otra mañana, siguió un camino sola hacia el bosque por primera vez. Uno solo puede imaginar lo que debe ser eso para un niño pequeño. Quizá sea como entrar en un libro ilustrado publicado hace tiempo, o dar un paso adelante en una nueva historia de un mundo que podríamos crear. Se movió con cautela, pero con firmeza, como si un amigo animal de colores brillantes pudiera estar a la vuelta de la esquina.