Por The New York Times | Jessica Alexander
UN MATRIMONIO ENCUENTRA LA MANERA DE HABLARLES A SUS HIJOS PEQUEÑOS SOBRE UN SUCESO INNOMBRABLE.
Podría haber sido un día cualquiera de enero, con el aire fresco y el cielo despejado. Pero esa mañana en Tokio, donde vivíamos entonces, me desperté con la misma pesadez que he sentido en este día desde que conocí a mi marido, Andy, casi ocho años atrás.
Él ya había salido a correr.
Saqué a nuestros hijos gemelos de 4 años de la cama, abrí una caja de lápices de colores y les dije que íbamos a hacerle una tarjeta a papá. No preguntaron por qué, y no les dije que era para que sintiera nuestro calor y cariño este día, el aniversario del peor día de su vida. Dibujaron corazones de colores y yo escribí: “Te amamos” con letras grandes.
Cuando Andy regresó, uno de nuestros niños corrió hacia la puerta, con el brazo extendido, entregándole con orgullo nuestra creación.
“Gracias chicos”, reaccionó Andy con una sonrisa, mientras sus ojos me preguntaban: ¿A qué se debe esto?
“Porque es hoy”, le dije.
“¿Qué día es hoy?”, preguntó él, secándose el sudor de la frente.
“Hoy. Ya sabes...”.
Se dio cuenta: era el día en que su primera mujer y sus dos hijos murieron en el terremoto de Haití hace diez años. Su cuerpo se debilitó y su rostro, aún sudoroso por la carrera, se frunció.
Entonces empezaron los mensajes: “Pensando en ti”. “Te enviamos mucho amor”. Con cada zumbido de su celular, me miraba con cara de súplica, como si dijera: “¿Cómo pudo toda esta gente acordarse, menos yo?”.
Por supuesto, nunca lo olvida. Me dice que ellos están con él todos los días; imagino que sus recuerdos son como una pesada cobija que envuelve su corazón, manteniéndolo caliente y con los pies en la tierra.
Racionalizó que su olvido de aquel día honraba a quiénes eran, porque no querrían que él siguiera llorando al oír la risa de los niños, que siguiera vacilando entre la pena, la ira y el vacío.
“Olvidar” también significaba que estaba presente de una manera que antes era inimaginable: despertarse sin miedo, salir a correr sin preocupaciones, sentarse a comer pan tostado y huevos con su familia.
Nuestros hijos no conocían el pasado de Andy. Él y yo nos conocimos dos años después del terremoto, cuando nuestros trabajos coincidieron. Con el tiempo, Andy y yo nos enamoramos, nos casamos y tuvimos gemelos. Cuando los niños cumplieron 3 y luego 4 años, me encontré buscando en internet: “¿Cuál es la edad adecuada para hablarles a los niños sobre la muerte ?”.
Me preguntaba cuándo preguntarían por los otros dos niños que aparecían en las fotos enmarcadas en nuestras repisas o los reconocerían en el refrigerador de su abuela, aquellas fotografías que no cambiaban con cada nueva temporada de béisbol o recital de baile como las de los otros nietos. Esos dos rostros que nunca crecen.
Cuando miraba a mis hijos, sus sonrisas de dientes de leche y sus muñecas todavía regordetas de grasa de bebé, solo podía adivinar quiénes serían dentro de unos años. Andy se preguntaba a menudo lo mismo sobre sus primeros hijos. Un agosto reciente marcó la fecha en que el mayor, Evan, habría cumplido 18 años. ¿Estaría rumbo a la universidad? ¿Cómo sonaría su voz?
Aquella tarde de agosto, acabábamos de almorzar junto a un lago cercano a nuestra casa cuando Andy volteó a verme y me dijo: “Voy a decírselo”.
Me sentí ansiosa, sin saber cómo lo tomarían los niños, pero también tranquila por la calma de Andy. Nos levantamos y comenzamos a caminar por la orilla del lago cuando Andy se detuvo y dijo: “Niños, tengo algo que decirles”.
Como les encantaban sus historias, corrieron hacia él, cada uno tomado de una de sus manos.
“Hace muchos años, cuando trabajaba en un país llamado Haití, vivía con mis dos hijos y su madre. Mis hijos tenían más o menos su edad: Baptiste tenía casi 5 años y Evan 7. Hoy es el cumpleaños de Evan; habría cumplido 18 años. Un día, hubo un gran terremoto”, les narró. Explicó qué era un terremoto, las placas tectónicas y todo eso. “Yo estaba en el trabajo y Evan, Baptiste y su mamá, Laurence, mi esposa antes de la mamá de ustedes, estaban en casa”.
Cuando empezó el temblor, explicó Andy, no pudieron salir del edificio antes de que se derrumbara, y los tres murieron.
Mi cuerpo se tensó para ver si los niños se asustarían o se sorprenderían, o si siquiera lo registrarían.
“¿Qué significa ‘derrumbe’?”, preguntó uno.
“¡Mira, hay un pez!”, exclamó el otro, señalando.
Andy respondió con cuidado todas sus preguntas; luego respiró profundamente y dijo: “Vamos a nadar”.
Nos pusimos los trajes de baño y nos metimos al agua fría, mientras los niños chapoteaban detrás de las rocas y se reían. No parecían asimilar la gravedad de la pérdida, ni lo valiente que era su padre. Quizá les pareció una anécdota más.
De vuelta a casa, sacamos las fotografías de Evan, Baptiste y Laurence de nuestras repisas y les presentamos a los chicos los rostros que siempre habían visto en el departamento. En las semanas siguientes, Andy compartió detalles sobre ellos que me di cuenta de que había estado guardando para sí mismo todo este tiempo.
Pronto Andy empezó a incorporar los recuerdos de su primera familia a nuestra vida cotidiana. “A Evan y a Baptiste les encantaba este libro”, decía al acomodarse para leer un cuento antes de dormir que les había leído a nuestros hijos innumerables veces. O cuando nos reuníamos en el sofá para ver una película, nos decía que esa era la favorita de Evan y Baptiste.
“¿Ellos también se asustaron?”, preguntó uno de los gemelos.
“Claro que sí”.
Una tarde de verano, mientras volvíamos a casa desde el parque, los niños nos tiraban de la mano con entusiasmo, jalándonos a un lado y al otro, hasta que Andy apartó la mano de sus incesantes tirones. Entonces se estremeció y de inmediato volvió a sacar la mano. Más tarde me dijo: “Me enojo mucho conmigo mismo por hacer eso”.
“¿Por qué?”.
“Porque daría cualquier cosa por volver a tomarlos de la mano”.
Como en ese caso, a veces paso por alto cómo sus interacciones con nosotros están marcadas por el arrepentimiento de las cosas que desearía haber hecho de otra manera, y su pena por las cosas que desearía poder hacer todavía. Pero también están marcadas por la comprensión de que hoy tiene otra oportunidad.
A menudo pienso en la antigua esposa de Andy —yo soy mayor que ella cuando murió a sus 40 años— y en cómo se fue privada de tanta vida. No debería haberme sorprendido cuando los niños hicieron lo mismo con sus medios hermanos.
Después de perder su primer diente, uno de los gemelos preguntó: “¿Baptiste perdió alguna vez un diente?”. Y les contaban a sus amigos durante la comida cómo Evan pronunciaba la palabra “matequilla”. Cuando cumplieron 5 años, querían saber si Baptiste había tenido alguna vez una fiesta de cumpleaños cuando tuvo 5, y empezaron a preguntar más a menudo sobre los detalles de lo sucedido, tratando de entenderlo. Pero mucho de lo que pasó no es comprensible.
“¿Por qué se rompió tu casa, papá?”.
“¿Por qué estaban ellos en casa y tú no?”.
“¿Por qué no se cayó tu oficina?”.
Estas preguntas habían acechado a Andy durante años, pero cuando salen de la boca de sus hijos curiosos e inocentes, me dice que puede enfrentarse a ellas con más facilidad, lo que ha ayudado a aliviar su persistente sentimiento de culpa. Algún día quizá le pregunten por su desesperación, y tal vez les explique las múltiples dimensiones de su dolor. Por ahora, basta con contar los hechos.
Una mañana, después de que uno de los amigos de los chicos se quedó a dormir, nos sentamos todos a comer panqueques cuando el amigo se fijó en una foto enmarcada de Evan y Baptiste sobre un subibaja y dijo: “¿Cuándo estuvieron allí?”.
“No somos nosotros”, respondió uno de los gemelos. “Son los otros hijos de papá, Evan y Baptiste. Murieron en el terremoto de Haití cuando el edificio se les cayó encima”.
“Ah, como cuando el oso fue aplastado por las rocas en esa caricatura”, dijo el amigo. Solo tenía 5 años, ¿qué otra referencia podría tener?
“No es una caricatura”, aclaró nuestro hijo. “Fue real. Y no es divertido”.
Yo pensaba que ni él ni su hermano habían comprendido la gravedad del evento, pero lo entendió. Y por primera vez, Andy no tuvo que respirar profundamente y reunir fuerzas para contar la historia una vez más. Su hijo lo había hecho por él.
Este año, la noche anterior al aniversario del terremoto, Andy se sentía decaído, con la atención puesta en otra parte mientras preparaba la cena.
“¿Qué pasa, papá?”, preguntó el gemelo mayor.
“Mañana es el aniversario del terremoto”, contestó. “Así que estoy pensando en Baptiste, Evan y Laurence”.
“¿Mañana habrá un terremoto?”.
“No, cariño, mañana es solo el aniversario. Y estoy triste”.
“Ah”, dijo nuestro hijo, y luego añadió rápidamente: “Pero también te sientes afortunado, papá”.
Andy levantó la vista. “¿Afortunado?”.
“Afortunado de que nos encontraste”. Su voz era aguda y su cabeza estaba inclinada, como si lo estuviera preguntando.
Andy me miró con incredulidad. Puede que nuestro hijo no entendiera el significado de un aniversario, pero sí podía comprender la idea de la renovación.
Andy lo tomó en sus brazos. “Sí, mi niño”, respondió. “Soy el más afortunado”.
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