Por The New York Times | Gina Kolata and Benjamin Mueller

A miles de kilómetros del laboratorio de Barney Graham en Bethesda, Maryland, un nuevo y aterrador coronavirus había saltado de los camellos a los humanos en Oriente Medio, el cual mataba a una de cada tres personas infectadas. Graham, un doctor experto en los virus más difíciles de combatir del mundo, llevaba meses trabajando para desarrollar una vacuna, pero no había llegado a ninguna parte.

Ahora estaba aterrado porque el virus, el síndrome respiratorio de Oriente Medio, o MERS por su sigla en inglés, había infectado en el otoño de 2013 a uno de los científicos de su laboratorio, que enfermó con fiebre y tos tras una peregrinación a la ciudad santa de La Meca, en Arabia Saudita.

Un hisopado nasal dio positivo para el coronavirus, lo que parecía confirmar los peores temores de Graham, solo para que una segunda prueba lo aliviara: se trataba de un coronavirus leve, causante de un resfriado común, no del MERS.

Graham tuvo un destello de intuición: tal vez valía la pena examinar más de cerca este virus del resfriado común.

La decisión de estudiar el fuerte resfriado de un colega dio lugar a descubrimientos decisivos. Junto con otros avances fortuitos que entonces parecían insignificantes, acabaría dando lugar a las vacunas de ARNm que ahora protegen a cientos de millones de personas contra la COVID-19.

Las vacunas siguen siendo una maravilla: incluso ahora que la variante ómicron provoca una nueva ola de la pandemia, estas han demostrado ser notablemente resistentes a la hora de defenderse contra la enfermedad grave y la muerte. Además, los fabricantes, Pfizer, BioNTech y Moderna, afirman que la tecnología del ARNm les permitirá adaptar las vacunas con rapidez para defenderse de cualquier nueva versión peligrosa del virus que la evolución traiga después.

Los escépticos han aprovechado el veloz desarrollo de las vacunas para socavar la confianza que tiene la sociedad en ellas. Sin embargo, los avances de las vacunas se desarrollaron durante décadas mientras los científicos de todo el mundo investigaban en áreas distintas, sin imaginar que su trabajo se uniría un día para controlar la pandemia del siglo.

Las vacunas solo fueron posibles gracias a los esfuerzos en tres áreas. El primero comenzó hace más de 60 años con el descubrimiento del ARNm, la molécula genética que ayuda a las células a fabricar proteínas. Décadas más tarde, dos científicos de Pensilvania decidieron utilizar la molécula para ordenar a las células que fabricaran pequeños trozos de virus que reforzaran el sistema inmunitario.

El segundo esfuerzo tuvo lugar en el sector privado, pues las empresas de biotecnología de Canadá buscaban una forma de proteger las frágiles moléculas genéticas para que pudieran llegar a las células humanas de manera segura.

La tercera línea de investigación crucial comenzó en la década de 1990, cuando el gobierno de Estados Unidos se embarcó en una búsqueda multimillonaria para encontrar una vacuna con el fin de prevenir el SIDA. Ese esfuerzo financió a un grupo de científicos que intentaron atacar las importantísimas “espículas” de los virus del VIH que les permiten invadir las células. Ese proyecto no ha dado como resultado una vacuna exitosa contra el VIH. No obstante, algunos de esos investigadores, incluyendo a Graham, terminaron por hacer descubrimientos que permitieron que se mapearan las espículas de los coronavirus.

A principios de 2020, estas diferentes líneas de investigación se unieron. La espícula del virus COVID se codificó en moléculas de ARNm. Esas moléculas se envolvieron en una capa protectora de grasa y se vertieron en pequeños viales de vidrio. Cuando se aplicaron las inyecciones en los brazos menos de un año después, las células de los receptores respondieron produciendo proteínas que se parecían a las espículas, y que entrenaron al cuerpo para atacar el coronavirus.

Un virus astuto

En diciembre de 1996, el presidente Bill Clinton invitó a Anthony Fauci al Despacho Oval para informarle sobre la grave pandemia de esa época, el SIDA, que para entonces había matado a más de 350.000 personas en Estados Unidos y 6 millones más en todo el mundo.

Mientras los hombres caminaban hacia el Jardín de las Rosas, recordó Fauci, el presidente dijo: “Ya conocen el SIDA como una enfermedad desde 1981. ¿Cómo es que todavía no tienen una vacuna?”.

Fauci le dijo al presidente que los esfuerzos de investigación hasta ahora habían estado en gran medida descoordinados. Luego hizo un planteamiento audaz: una instalación de investigación donde los científicos de diferentes disciplinas pudieran hablar entre sí y colaborar, con el objetivo de crear vacunas.

Cinco meses después, Fauci recibió una llamada de uno de los redactores de discursos del presidente. Clinton iba a dar un discurso de graduación en la Universidad Estatal de Morgan en Baltimore y quería anunciar el centro de investigación de vacunas.

El Centro de Investigación de Vacunas abrió sus puertas en 2000 en el campus de los Institutos Nacionales de Salud en Bethesda. Uno de los primeros científicos en ser reclutado para la nueva iniciativa fue Graham.

Fracasos del VIH

Las vacunas protegen a las personas al darle al sistema inmunitario una vista previa de un microbio invasor para que pueda preparar una fuerte defensa contra el microbio real.

Sin embargo, resultó ser imposible vacunar contra el VIH. Otros virus pueden usar uno u otro mecanismo de protección para evadir al sistema inmunitario. Pero el VIH parecía usarlos todos, explicó Graham.

Algunos de los investigadores del centro decidieron probar un nuevo enfoque más teórico. Trazarían un mapa de la estructura atómica detallada de la espícula del VIH, una proteína que sobresale y que permite al virus invadir las células humanas. A continuación, tratarían de identificar la parte de la espícula que era más vulnerable a los anticuerpos, componentes del sistema inmunitario que reconocen los virus y pueden bloquear la entrada de las espículas en otras células. En última instancia, el objetivo era fabricar una vacuna que mostrara al organismo una versión inofensiva de esa misma sección de la espícula.

Sabían que sería difícil. Las espículas del VIH cambian constantemente de forma, adoptando una forma antes de invadir una célula y otra diferente cuando el virus se cuela en ella.

En 2008, un joven de 27 años llamado Jason McLellan solicitó unirse a un grupo del Centro de Investigación de Vacunas que trabajaba en ese problema en particular. Sin embargo, a los seis meses de estar en el centro, McLellan quedó desconcertado por el VIH y quiso aplicar sus lecciones a otro patógeno.

McLellan no tuvo que buscar mucho. Había estado trabajando cerca de Graham, que durante años había estudiado no solo el VIH sino también el virus respiratorio sincitial, o VRS, una enfermedad que puede matar a los niños pequeños. Se pusieron a hablar y McLellan empezó a estudiar la estructura de una proteína que ayuda al virus a fusionarse con las células.

A lo largo de los años siguientes, su éxito en la estabilización de esa proteína abrió la puerta a varias vacunas contra el VRS que ahora se están probando clínicamente. Y aunque nunca lo esperaron, su colaboración fortuita resultaría fundamental para comprender el nuevo y aterrador virus que surgiría más de una década después.

Un sueño imposible

En la década de 1950, la molécula que se encuentra en el núcleo de las vacunas de ARNm estaba envuelta en un misterio. Los biólogos de mediados de siglo sabían que los planos para hacer proteínas (ADN) residían en el medio de las células, y que otras estructuras dentro de las células, llamadas ribosomas, en realidad producían las proteínas. Pero no sabían cómo los planos genéticos llegaron a las fábricas celulares.

El 15 de abril de 1960, en una reunión en la Universidad de Cambridge, media decena de estrellas del naciente campo de la biología molecular tuvieron una epifanía. Los científicos descubrieron que una molécula transportaba copias de segmentos del código de ADN a los ribosomas, máquinas celulares que podían leer el código y bombear sus proteínas correspondientes. Los científicos llamaron a la molécula ARN mensajero o ARNm.

Sin embargo, la molécula era casi imposible de aislar de las células porque se desintegraba a medida que se extraía.

Drew Weissman, médico y experto en virus, estaba desesperado por encontrar nuevas estrategias para una vacuna contra el VIH. Un día de 1998, estaba en la fotocopiadora del departamento de medicina de la Universidad de Pensilvania cuando se le acercó Katalin Karikó, una científica húngara de 44 años.

La obsesión de Karikó era el ARNm. Desafiando la ortodoxia de hacía décadas acerca de que era clínicamente inutilizable, creía que podría impulsar muchas innovaciones médicas. En teoría, los científicos podían coaccionar a una célula para que produjera cualquier tipo de proteína, ya fuera la espícula de un virus o un medicamento como la insulina, siempre que conocieran su código genético.

Hasta ese momento, las vacunas comerciales llevaban virus modificados o trozos de ellos al cuerpo para entrenar al sistema inmunitario a atacar a los microbios invasores. En cambio, una vacuna de ARNm llevaría instrucciones —codificadas en ARNm— que permitirían a las células del cuerpo bombear sus propias proteínas virales. Este enfoque, pensó Weissman, imitaría mejor una infección real y provocaría una respuesta inmunitaria más sólida que las vacunas tradicionales.

Era una idea marginal que pocos científicos creían que fuera a funcionar. Una molécula tan frágil como el ARNm parecía un candidato poco probable para una vacuna.

Por aquel entonces, era fácil sintetizar ARNm en el laboratorio para codificar cualquier proteína. Weissman y Karikó insertaron moléculas de ARNm en células humanas que crecían en placas de Petri y, como era de esperar, el ARNm ordenó a las células que fabricaran proteínas específicas. Pero cuando inyectaron el ARNm en ratones, los animales enfermaron.

El problema era que el sistema inmunitario ve al ARNm como una pieza de un patógeno invasor y lo ataca, lo que hace que los animales enfermen mientras destruyen el ARNm.

Al final, resolvieron el misterio. Los investigadores descubrieron que las células protegen su propio ARNm con una modificación química específica. Así que los científicos intentaron realizar el mismo cambio en el ARNm hecho en el laboratorio antes de inyectarlo en las células. Y funcionó: El ARNm fue captado por las células sin provocar una respuesta inmunitaria.

Karikó y Weissman sabían ahora cómo proteger el ARNm una vez que estaba dentro de una célula. Pero para que funcione como vacuna o medicamento, las frágiles moléculas tendrían que estar protegidas en el torrente sanguíneo para evitar su degradación en el camino hacia las células.

Un equipo de bioquímicos de Vancouver, en Columbia Británica, llevaba años revolucionando la forma de llevar el material genético a las células. El líder del equipo era un hombre llamado Pieter Cullis, quien se adentró en el campo de las membranas biológicas: la capa exterior de grasas, llamada lípidos, que recubre los trillones de células del cuerpo, separando el exterior acuoso del interior. Cullis se preguntaba si podría diseñar sus propias membranas lipídicas para encerrar fármacos o material genético y transportarlo a las células.

El gran avance se produjo cuando él y su equipo descubrieron cómo manipular la carga positiva de las capas de grasa, dijo Thomas Madden, que trabajó con Cullis en Inex, una empresa cofundada por Cullis. Las burbujas de grasa se cargaban cuando los científicos cargaban el ADN en su interior, pero la carga y la toxicidad desaparecían una vez que se inyectaban en el torrente sanguíneo.

Sin embargo, seguía habiendo problemas técnicos, y los químicos de Vancouver decidieron que se podía ganar más dinero con otro tipo de fármacos. Cullis dirigió su atención a otra cosa y concedió la licencia de la tecnología de lípidos para algunas aplicaciones a una nueva empresa, Protiva, cuyo director científico era un bioquímico llamado Ian MacLachlan.

En 2004, el equipo de MacLachlan dio otro paso crucial: encapsuló el material genético dentro de las capas de grasa de forma que permitiera a las empresas farmacéuticas aumentar la producción y cambió las proporciones de los lípidos para evitar que se escapara más del valioso cargamento. El equipo también trabajó para asegurarse de que las células no rompieran el material genético en cuanto llegara.

En determinado momento, los equipos de Cullis trabajaron con los fabricantes de vacunas para envolver una inyección de ARNm en lípidos.

Espículas tambaleantes

El trabajo sobre el ARNm y las cubiertas lipídicas fueron dos piezas del rompecabezas que se juntaron en 2020 en las vacunas contra la COVID. Pero el tercer componente fue descubrir el código de ARNm preciso que dirigiría a las células a producir la versión más efectiva de la proteína de la espícula del coronavirus.

Y esa información crucial surgió de la larga colaboración entre McLellan y Graham.

En 2013, mientras McLellan se preparaba para abrir su propio laboratorio en Dartmouth, él y Graham discutieron en qué debería enfocarse el nuevo laboratorio. Su mentor tuvo una respuesta sorprendente: los coronavirus. Dedicarles un laboratorio sería una apuesta.

Pero poco tiempo después, el MERS había comenzado a extenderse en el Oriente Medio. Solo once años atrás, había surgido en el sur de China otro coronavirus mortal, el síndrome respiratorio agudo severo (o SARS).

Pero el MERS, como todos los coronavirus, tenía una característica curiosa que recordaba a las proteínas que cambian de forma en el VIH: espículas retorcidas en su superficie que se adhieren a las células humanas. Estas espículas habían frustrado todos los esfuerzos por fabricar una vacuna. La espícula del MERS era especialmente temible, tanto que los científicos se esforzaron por reproducirla y aislarla en el laboratorio. Era grande, estaba cubierta por una espesa mata de azúcares y era muy inestable.

Cuando un joven libanés-estadounidense que investigaba la gripe en el laboratorio de Graham, Hadi Yassine, se recuperó de una enfermedad tras un viaje a La Meca, Graham pensó que podría haberse infectado con el MERS. Pero resultó ser un virus del resfriado conocido como HKU1.

Fue entonces cuando Graham tuvo su visión: Los coronavirus más aburridos del mundo pueden contener lecciones críticas sobre los más peligrosos.

Al igual que otros coronavirus, el HKU1 tenía la temida espícula, y, con algunas modificaciones, se mantenía más estable que el del virus MERS. En pocos años, el equipo —que ahora incluía a Andrew Ward, un experto, en el Instituto de Investigación Scripps, en la congelación de proteínas para mantenerlas inmóviles bajo el microscopio electrónico— había publicado intrincadas imágenes de la espícula del HKU1. Era la primera vez que los científicos visualizaban una proteína de espícula del coronavirus humano en la forma inicial que adopta antes de adherirse a las células.

El equipo se propuso utilizar lo que había aprendido sobre la espícula del virus del resfriado común para fijar las proteínas de su verdadero adversario, el MERS. La fabricación de una vacuna dependía de ello.

El problema era que las espículas que fabricaban en el laboratorio —añadiendo instrucciones genéticas a células de mamífero en un matraz— rara vez eran estables y cambiaban de forma, lo que las hacía mucho menos eficaces para su uso en una vacuna.

Los científicos necesitaban fijar la espícula en su sitio. Junto a McLellan, en su laboratorio de Dartmouth, trabajaba Nianshuang Wang, un becario posdoctoral.

Parte de lo que hizo que las proteínas de espícula del virus MERS fueran tan propensas a cambiar de forma era que tenían bolsas de espacio vacío. Entonces, McLellan y Wang primero intentaron llenarlas con un pegamento molecular: “relleno de cavidades”, lo llamó McLellan. Luego, intentaron insertar dos moléculas que, cuando estaban lo suficientemente cerca, formaron un enlace, cementando una parte móvil de la espícula a una más estable. Pero ambos métodos fallaron.

Un tercer enfoque produjo excelentes resultados. Usando su mapa de HKU1 como una guía aproximada, se concentraron en una articulación particularmente suelta de la espícula y agregaron dos aminoácidos rígidos. Esos cambios hicieron que todo fuera más firme.

La culminación de décadas de descubrimiento

A las 5:30 a. m. del 31 de diciembre de 2019, Graham estaba trabajando en la oficina de su casa cuando vio un comunicado de prensa de ProMed, una lista de correo electrónico grupal para expertos en enfermedades infecciosas de todo el mundo. Una nueva neumonía se estaba propagando en Wuhan, China. A las 5:54, envió un correo electrónico a su grupo de laboratorio que decía: “Deberíamos vigilar esto”.

Una semana después, escuchó que la nueva y aterradora enfermedad fue causada por un coronavirus. Llamó a su antiguo colaborador McLellan y le contó la nefasta noticia.

McLellan le envió un mensaje de texto a su laboratorio para hacerles saber a todos la noticia. Varios días después, cuando los investigadores chinos publicaron en internet la secuencia genética del virus, se pusieron a trabajar.

Utilizando lo que habían aprendido al trabajar con el virus del resfriado de Yassine y el MERS, el equipo se centró en las espículas y dio con las secuencias genéticas en cuestión de días, al incorporar la técnica crucial de cementación que McLellan y Wang habían perfeccionado.

Y el 15 de febrero, Graham y McLellan publicaron un artículo en el que detallaban la estructura de la espícula.

La técnica de estabilización del equipo fue crucial para las vacunas de ARNm fabricadas por BioNTech (que para entonces se había asociado con Pfizer) y Moderna, así como para ciertas vacunas sin ARNm.

Una vez que los científicos de Moderna y BioNTech dispusieron de las secuencias genéticas de la espícula, sintetizaron las moléculas de ARNm en sus laboratorios, aplicando el mismo ajuste químico que Weissman y Karikó habían aprendido. Envolvieron su carga genética en capas protectoras de grasa como las que idearon los canadienses por primera vez. Vertieron el líquido transparente resultante en pequeños viales de cristal y los enviaron para las primeras pruebas en humanos.

Era la culminación de décadas de descubrimientos fundamentales. Para llegar a este punto, cientos de investigadores lo habían intentado, habían fracasado, habían dado marcha atrás y habían realizado progresos graduales en diferentes campos, sin saber nunca con certeza si alguno de sus esfuerzos daría resultado.

En noviembre, se obtuvieron los primeros resultados del ensayo de la vacuna de ARNm de Pfizer-BioNTech. Graham estaba en su despacho el 8 de noviembre cuando recibió una llamada sobre los resultados del estudio: una eficacia del 95 por ciento. Barney Graham fotografiado en su oficina en Smyrna, Georgia, el 23 de noviembre de 2021. (Johnathon Kelso/The New York Times) El presidente Joe Biden visita el Laboratorio de Patogénesis Viral en los Institutos Nacionales de Salud en Bethesda, Maryland, el 11 de febrero de 2021. (Pete Marovich/The New York Times)