Por The New York Times | Steven Kurutz

Tenía 43 años cuando empezó la pandemia. Ahora tengo 60.

Eso parecería desafiar las leyes de la física y el sentido común, pero el ritmo al que envejecemos ya no es tan sencillo como antes se pensaba. Y el agotamiento pandémico, si bien no es una afección que se encuentre en los diccionarios médicos, es algo real: un debilitamiento del espíritu, aunque no del cuerpo.

Un artículo publicado el mes pasado en la revista científica Nature sugirió que la pandemia ha acelerado el proceso de envejecimiento, no solo para los millones que han contraído el virus sino también para quienes se han visto afectados por la convulsión y el aislamiento de la vida a distancia.

Algunos han notado más arrugas en la piel, más canas, articulaciones que crujen y un sentimiento crónico de indiferencia que el psicólogo Adam Grant describe como “languidez”.

Para muchas personas que han tenido COVID-19, la dura recuperación los ha hecho sentirse “más viejos de lo que en verdad son”, dijo Alicia Arbaje, profesora asociada de la Facultad de Medicina de la Universidad Johns Hopkins. Otras personas sienten que su vida se ha desviado del camino.

“Es la sensación de que te desconectaste de tu propósito: ‘¿Qué estoy haciendo aquí?’”, explicó Arbaje, que se especializa en medicina geriátrica. “Una vez que empiezas a perder el contacto con eso, hay una sensación de estrés crónico, lo cual a su vez puede acelerar el envejecimiento”.

En su lugar de trabajo, el Centro Médico Johns Hopkins Bayview de Baltimore, Arbaje ha observado lo que denomina como una “angustia moral” entre sus colegas y en ella misma. Esta se manifiesta en el aumento de peso, las ojeras, la caída del cabello y un cansancio profundo.

“Es una falta de brillo”, afirmó Arbaje. “No se aprecia toda la extensión de su personalidad. Están cansados”.

En parte por mi trabajo como escritor, que me hace estar sedentario hasta cuando no quiero, llevo casi dos años encorvado en mi escritorio. Para variar, a veces me llevo mi computadora portátil al sillón. Incluso cuando me acecha la idea de que debo hacer ejercicio, me he dado cuenta de que no logro alejarme de la pantalla.

Mi mundo se ha encogido en los dos últimos años que llevo trabajando desde casa. Ahora espero con ansias el correo y el programa de televisión “PBS NewsHour”. Mi suéter favorito, tan soberbio y flamante en 2019, se ha vuelto flácido y peludo. Ahora lo llamo mi suéter de casa.

No he podido unirme a la moda de las bicicletas estacionarias ni al furor de ir a correr, y mi capacidad aeróbica ha disminuido mucho. Mientras cargaba a mi hijo pequeño por una colina, quedé tan agotado que consideré la posibilidad de ir al hospital.

Le describí mi rutina pandémica a Ken Dychtwald, psicólogo y gerontólogo, y le mencioné que me sentía como una persona de 60 años. Dychtwald, que tiene 71 años, no se tomó bien ese comentario, pues dijo que mostraba “un nivel profundo de prejuicio por la edad”.

Hay muchas personas de 60, 70 y 80 años que llevan una vida activa, comentó, y no han permitido que la pandemia los desanime o les impida hacer ejercicio.

Dychtwald forma parte de este grupo. Además de dirigir su empresa de investigación y consultoría, Age Wave, con su mujer, Maddy, ha ido a nadar todos los días durante la pandemia. Él y su mujer también han adoptado una dieta antiinflamatoria.

“Y además practico yoga todos los días”, indicó.

Pero también reconoció que la pandemia ha sido difícil para todos.

“Sí, estoy de acuerdo contigo en que todos estamos más viejos”, expresó Dychtwald. “Durante la pandemia todos hemos envejecido de maneras dramáticas”.

Le pregunté si tenía alguna idea de por qué me sentía tan cansado todo el tiempo sin nada de ganas de hacer ejercicio.

“Probablemente sea depresión”, me dijo. “Eso lo asocias con envejecer. Va a pasar”.

La perspectiva que me faltaba, sugirió, quizá me llegue cuando tenga 60 años.

“Las personas mayores son más propensas a sentir gratitud por lo que han vivido y por lo que tienen”, señaló Dychtwald. “La inteligencia emocional aumenta a medida que envejecemos”.

El otro día, con algo de esfuerzo, me até las agujetas de los tenis y salí a correr. Pero, ¿realmente puedo decir que salí a trotar si avanzo 10 cuadras y luego el fuego de los pulmones me hace detenerme jadeando? Después de dos años agazapado en la computadora, moverme erguido me resultaba extraño, antinatural, y me pregunté si mi deterioro era irreversible.

Arbaje, del Johns Hopkins, me dijo que no.

“Mientras podamos volver a alinear el cuerpo”, sostuvo, “es cuestión de dejar que haga lo que sabe hacer, que es regenerarse y recuperarse”.

Pero añadió una salvedad inquietante: “Es difícil saber si el COVID ha tenido un impacto permanente y si de verdad nos ha quitado unos cuantos años. Quizá no lo sepamos hasta dentro de unas décadas”.