Por The New York Times | Alix Ohlin
Estaba muy contenta de estar embarazada y lo consideraba asunto mío y de nadie más.
No me interesaba mucho hablar de mi cuerpo con desconocidos, así que no tocaba el tema. Estaba trabajando desde casa, terminando algunos proyectos de escritura, lo que me permitía eludir las sonrisas de abuela y los consejos sobre el colecho o el inicio de los sólidos.
Esto fue en el 2013, cuando teníamos que preocuparnos más por las opiniones inoportunas que por las sentencias del Tribunal Supremo
Cuando tenía siete meses de embarazo, fui a Brooklyn a una fiesta organizada por mi amigo David y su pareja, Rob. Tomé el autobús desde Easton, Pennsylvania, hasta Port Authority. No era un autobús muy rápido, y los domingos serpenteaba tranquilamente por los estacionamientos del oeste de Nueva Jersey. En Clinton, una mujer de pelo corto y canoso se sentó a mi lado. Llevaba una bolsa de plástico con libros de bolsillo.
“¿Y?”, preguntó. “¿Qué hay de nuevo?”.
Su expresión era tan seria que no me di cuenta de que la pregunta era una broma.
“Obviamente, eso es lo nuevo”, aseveró al tiempo que señalaba mi vientre.
“Cierto”, le respondí. “Nuevo y en desarrollo”.
“¿Uno o dos?”, dijo.
La miré sin comprender.
“¿Sabías que muchos embarazos empiezan siendo gemelos?”, explicó. “Yo misma fui una gemela primero, pero cuando nací ya era una”.
“Ah”, expresé. ‘Entonces creo que uno”.
Me puse nerviosa al decirlo en voz alta. Había tenido dificultades para quedar embarazada, había tenido algunos problemas en el camino y todo el tiempo me preocupaba que las cosas salieran mal.
“Me comí a mi gemela en el vientre”, dijo la mujer. “Supongo que ‘absorbí’ es el término adecuado. Ahora es parte de mí”.
Debió pensar que tenía cara de sorprendida.
“No te preocupes”, dijo, “todo salió bien. Para ser sincera, creo que por eso tengo tanto poder”.
Sacó uno de los libros y se puso a hacer un sudoku, muy rápido, con pluma; tal vez eso era parte de su poder. Se levantó en Port Authority, recogió la bolsa y se dio la vuelta hacia mí, con una mano levantada. Pensé que iba a tocarme el vientre, pero no lo hizo; puso la palma de la mano delante de ella, en una especie de bendición.
“Creo que descubrirás”, dijo con confianza, “que las cosas suelen salir bien”.
Me dirigí a la fiesta, esperando, por el bien de mi embarazo, que fuera cierto. David y Rob vivían en Bushwick, un vecindario que no conocía muy bien, cerca de la fábrica Boar’s Head. Mi amiga Lucy también estaba en la fiesta, y también estaba embarazada, una coincidencia que nos alegró. Hablamos de nombres de bebés. Todos los bebés de Brooklyn tenían lo que yo consideraba nombres de energía de la naturaleza. Conocí a un bebé llamado Wolf y a otro llamado Oak, que en español significan lobo y roble, respectivamente. Rob quería que me apoyara en mi herencia escandinava. “Bjorn sería increíble”, dijo.
Le conté a todo el mundo lo de la mujer del autobús, el gesto de bendición, la manera en la que consiguió su poder.
Un escritor mayor que estaba en un rincón, escuchando más que hablando, intervino de repente: “Ya conoces el dicho. Cada bebé es un libro que no vas a escribir”.
“Es un dicho espantoso”, dijo otro. “Aunque también he oído que cada bebé es un diente que se te va a caer”.
“Libros, dientes”, me dijo Rob con amabilidad. “Seguro que te sobran de los dos”.
Lucy y yo salimos juntas de la fiesta y caminamos hacia el tren L. En la segunda parada, las puertas se abrieron y permanecieron abiertas durante un tiempo siniestro. Una voz confusa pronunció un mensaje confuso. Las personas que nos rodeaban hablaron entre sí hasta que llegamos a un entendimiento colectivo de que el tren no funcionaba y que tendríamos que tomar un transporte emergente hasta la siguiente estación que estuviera en funcionamiento.
Seguimos a la multitud hasta que salimos de la estación y subir a un autobús. Un joven se levantó para cedernos su asiento. Yo estaba cansada y Lucy también. Nos sentamos juntos, sin hablar mucho.
“Las dos están embarazadas”, observó el joven.
Tendría unos 20 años, era más joven que nosotras, de pelo recién cortado y mirada brillante, y llevaba una gorra de béisbol. Parecía estar rebotando sobre las puntas de los pies, o puede que fuera el movimiento del autobús.
“¿Son hermanas?”, preguntó.
Lucy lo ignoró. Yo negué con la cabeza. El autobús se detuvo. La gente empezó a quejarse en la parte de atrás, algunos pidieron que los dejaran bajar, pero el conductor hizo eso de mirar al frente impasible y fingir que no los oía. En el exterior solo veía obras y tráfico. No sabía dónde estábamos. Era el tipo de situación en la que tienes que confiar en que al final llegarás a tu destino, en que todo saldrá bien, porque no puedes controlar lo que está pasando y alguna otra autoridad está al mando. Dos meses más tarde, cuando estaba en labor de parto en el hospital, en medio de la confusión y los gritos del personal médico sobre los problemas del parto y cómo solucionarlos, pasé por una versión mayor y más aterradora de esta misma sensación.
Cerré los ojos. Cuando levanté la vista, el joven seguía mirándonos fijamente.
“Deberían hacer porno de embarazadas”, aseveró.
Me puse la mano en el vientre. “No sé de qué hablas”, le dije.
“Pueden ganar mucho dinero”, insistió. Muchas personas lo hacen”.
Miré a Lucy, quien había adoptado la estrategia de la impasible mirada al frente del conductor, y luego volví a mirar al joven. Su actitud era más sincera que amenazante; parecía que de verdad quería ayudar. “Gracias”, le respondí.
“Piénsenlo”, dijo. “¡Buena suerte!”.
El autobús se detuvo en la L, y él se bajó. Lucy y yo nos subimos al tren. Ambas llegamos a casa y después tuvimos a nuestros hijos sin problemas y no les pusimos nombres que aluden a la energía de la naturaleza. A veces nos pedíamos consejo mutuamente, pero lo más frecuente era que nos contáramos historias sobre los aspectos extraños e inesperados de ser madre. Por la noche, arrullaba a mi bebé para que se durmiera, pensando en la gente que iba a conocer en su vida, en la extraña y hermosa vida que esperaba que tuviera. “Estaba muy contenta de estar embarazada y lo consideraba asunto mío y de nadie más”, escribió Alix Ohlin. (Dadu Shin/The New York Times)