Por The New York Times | Gregg Gonsalves
La primera década de los noventa fue, de muchas maneras, la más terrible en esos primeros años de la epidemia del sida en Estados Unidos. Las investigaciones sobre la enfermedad estaban a todo lo que daban, pero una droga tras otra fracasaba en su intento por frenar el VIH. Continuaron sin cesar los funerales para amigos y familiares de 20, 30, 40 y 50 y tantos y muchos de nosotros que corríamos el riesgo de enfermarnos habíamos perdido toda la esperanza de llevar una vida normal. Mis amigos y yo, que la mayoría habíamos terminado hace un par de años la carrera, vivíamos el momento porque no estábamos seguros de cuánto tiempo nos quedaba.
Mi primo Carl murió de un linfoma asociado al sida en julio de 1995. Ese también fue el año en el que me enteré de que yo también era VIH positivo.
Pero luego tuvimos suerte. En 1996, surgió una nueva generación de tratamientos llamados inhibidores de la proteasa que eran capaces de controlar el VIH. Los médicos hablaban del efecto Lázaro: ver cómo sus pacientes pasaban de estar agonizantes a gozar de salud. Me inscribí en un ensayo clínico y empecé a tomar los medicamentos ese mismo año. Estoy vivo gracias a ellos.
En 1996, el escritor Andrew Sullivan acudió a una reunión de un grupo de activistas del sida que yo había cofundado unos años antes para impulsar el desarrollo y la investigación de medicamentos. Fue justo después de que los datos sobre esos inhibidores de la proteasa se dieran a conocer en una importante conferencia científica. Éramos conocidos como un grupo de empedernidos escépticos de las afirmaciones que hacían las compañías farmacéuticas y los científicos, pero los datos mostraban claramente que estos fármacos eran revolucionarios. Cambiarían la trayectoria de la epidemia para muchas personas, incluido yo. Después, Sullivan escribió un artículo para The New York Times Magazine titulado “When Plagues End”(Cuando las pestes se acaban), que se publicó en noviembre de ese año. Ahí, con justa razón, decía que el sida ya no era una sentencia de muerte para todo aquel que se contagiara del virus, sino una enfermedad crónica que se podía controlar.
Desde luego, como bien lo sabía Sullivan, la pandemia del sida no acabó del todo. De cierta manera sí había acabado para muchos hombres homosexuales blancos de clase media como nosotros, pues teníamos acceso a estos medicamentos y a una buena atención sanitaria en general, por lo que ya podíamos pensar en regresar a una vida normal. Pero el sida pervivió y floreció en Estados Unidos, en lugares que personas como nosotros podíamos ignorar con facilidad.
El virus arraigó en las comunidades afroestadounidense y latina; en especial, entre los jóvenes homosexuales. Se trasladó de la ciudad de Nueva York y San Francisco al sur y a las zonas rurales, trazando la geografía de las disparidades sanitarias en Estados Unidos. El VIH también seguía causando estragos en África y los fármacos que yo tomaba no estarían disponibles a gran escala durante varios años, hasta que grupos de activistas hicieron que el mundo tomara conciencia. En lugar de reconocer que los precios elevados de los medicamentos evitaban que otros tuvieran acceso a ellos, un funcionario estadounidense dijo que los africanos no sabían leer el reloj, por lo que los medicamentos contra el sida no les servirían de nada.
Casi tres décadas después, estamos en medio de una pandemia diferente. Y hemos vuelto a tener suerte: tenemos vacunas contra la COVID-19 y también son revolucionarias. La pandemia ha cambiado.
Y, una vez más, el deseo de volver a la normalidad y declarar el fin de otra pandemia, al menos para una parte del mundo, es palpable tras más de dos años de muerte, sufrimiento y penurias. Lo refleja el hecho de que los gobernadores han quitado los mandatos de usar cubrebocas. Hay una desmovilización que muchos sugieren está supeditada a lo que ocurra con las variantes nuevas, pero que fácilmente podría convertirse en permanente. Gran parte del país, si no la mayoría, ha dejado atrás la COVID-19 o quiere hacerlo.
También queda claro que el SARS-CoV-2 estará con nosotros durante el futuro previsible y que también este virus seguirá las líneas de fractura trazadas por la desigualdad económica y social en Estados Unidos. Persistirá en países —como muchos en África— donde la gente tiene un acceso insuficiente a las vacunas contra el coronavirus. Algunas personas culparán por las tasas de vacunación bajas a la renuencia de los habitantes de dichos países y no a las farmacéuticas que retienen su tecnología de vacunación e impiden que se amplíe para todo el mundo.
Tiene que haber una mejor manera de salir de los escombros de los últimos dos años. ¿Qué significaría avanzar hacia un futuro en el que un destino común importara tanto como el propio? Significaría que nadie es desechable.
La lección de la pandemia del sida es que es fácil dejar de lado a la gente, aunque sea a costa de nuestro peligro colectivo. Es probable que las variantes del coronavirus se desarrollen en personas con sistemas inmunitarios debilitados que luchan por eliminar las infecciones sin ayuda, como quienes tienen el VIH y no están bajo tratamiento. Piensa en el hogar que hemos creado para virus como el SARS-CoV-2 al impedir el acceso generalizado a las vacunas y al permitir que millones de personas sigan sin su tratamiento contra el sida incluso ahora. Las variantes pueden surgir por nuestro deseo de dejarlo todo atrás. Nadie está realmente a salvo hasta que todos lo estemos. Pero ¿podríamos actuar para salvar a millones de personas no solo en aras de la autopreservación, sino simplemente porque es lo correcto? Eso sería una señal de que esta pandemia nos ha cambiado. Para bien.