Por The New York Times | Joe Blair

MI ESPOSA ME HA ECHADO CINCO VECES. EN OTRA OCASIÓN, ME FUI POR CUENTA PROPIA. ¿POR QUÉ SEGUIMOS JUNTOS?

Una tarde de los primeros días de la primavera, estaba esperando a Deb, sentado solo en una banca verde de un parque ubicado al lado del río Charles en Cambridge, Massachusetts. El sol se estaba poniendo, la temperatura estaba bajando y yo estaba usando mi camiseta de sóftbol y zapatos deportivos, pero cómo deseaba haberme acordado de llevar mi camisa gruesa de franela.

Ahora, décadas más tarde, en mi casa de Iowa, busco esa banca en Google Maps. Ahí está. Parque Riverbend. Ahí está el puente. El puente John W. Weeks. Ahí está nuestra banca. El puente se arquea. El agua está quieta. Se me estremece el cuerpo de verla otra vez. El lugar donde fuimos jóvenes.

Habíamos quedado de vernos ahí, en ese parquecito cutre. La esperé. Por mucho tiempo. Me la imaginé saliendo del trabajo en Legal Sea Foods de la plaza Copley. Sacando dinero. Abordando el autobús. Caminando a lo largo del camino. Acercándose.

Me imaginé a alguien observándonos mientras llegaba. ¿Creería que estábamos locamente enamorados? ¿Nos confundiría con estudiantes de Harvard? ¿Con gente con futuros ilustres? La luna brillaba mientras el sol era solo una línea de color en el occidente. Hacía frío. Mi camisa gruesa de franela, en casa en mi armario.

Había regresado a la universidad a los 26 años, después de formarme en el oficio de la refrigeración. La vi por primera vez en mi clase de autores selectos. El primer día, el profesor preguntó si alguien podía decir una cita de Emerson y ella, sonrojada, levantó la mano. Tres meses después, le pedí que se casara conmigo. Aceptó.

Compartíamos mi diminuto apartamento sobrecalentado de Cambridge y caímos en una rutina de recorrer bares de noche. Desde el Plough y el Stars hasta el Cellar y el Drumlin’s. El Cantab. Después de las primeras tres rondas, la acusaba de estar enamorada de sus cigarros. Entonces, me acusaba de no estar enamorado de verdad de ella. Y yo juraba sobre la Biblia que la amaba con la intensidad de diez soles mientras levantaba la mano para pedir otra ronda.

Sabíamos que debíamos ponerle fin a esta rutina infantil. Imaginamos una nueva ciudad impoluta de gente como nosotros. Un lugar limpio e inocente.

Después de menos de un año de esconder dinero en un frasco de conservas encima del refrigerador, pudimos dejar que expirara el contrato de arrendamiento, llevamos nuestros muebles (un futón y una lámpara) a la acera, pagamos nuestras multas por estacionarnos mal, nos subimos a mi motocicleta y sin un destino final en mente nos fuimos de la ciudad.

Nos quedaba dinero suficiente para cuando llegamos rodando a Iowa a rentar una casita de ladrillos junto a un redil de cerdos en los maizales ondulantes del estado. Pronto encontramos trabajo y empezamos una familia.

Para cuando Deb me echó por primera vez, ya había dado a luz a nuestros dos primeros hijos. Me mudé a un dúplex en East Washington en Iowa City. El interior del lugar me recordaba una cabaña rústica de cacería. Los muros y los techos de madera estaban manchados de café oscuro. Recuerdo meterme en un saco de dormir Coleman esa primera noche, acomodarme en mi tapete para acampar y pensar: “Vaya que sí, así debo estar. Solo”.

Nos reconciliamos después de un mes o dos. Luego tuvimos a los gemelos.

Los sábados por la noche caminábamos a George’s, donde, después de tres cervezas, Deb una vez más me acusaba de no amarla suficiente. Y yo hacía lo mejor por producir el viejo entusiasmo, pero no engañaba a ninguno de los dos.

Durante los 32 años de nuestro matrimonio, me ha echado cinco veces. Una vez, subarrendé un apartamento en un sótano enfrente de un parquecito que tenía una cancha de baloncesto, lo cual era un gran beneficio adicional. El sótano estaba plagado de gusanitos blancos que, cuando morían, se enroscaban como cochinillas.

En otra ocasión, me mudé a Le Chateau, un complejo de apartamentos de rentas bajas. Había una piscina al aire libre en la propiedad, pero no estaba abierta cuando viví ahí. Creo que no había estado abierta desde hacía tiempo, de ahí el lodo negro y las hojas en el fondo. Había una lavandería, el cual era mi lugar favorito. Una sola lavadora que funcionaba con monedas y una sola secadora. Siempre estaba calientito y muy iluminado; además había sillas plegables de metal y el aire siempre olía a limpio.

La última vez, la sexta, Deb no me echó. Yo me fui. Harto de nuestra rutina de acusaciones e indignación, renté otro dúplex en un vecindario tranquilo al sur de Iowa City. Compartía el lugar con unas hormiguitas rojas. Vaya que les gustaba la esponja con la que lavaba los platos. Hervía agua y metía la esponja en ella para matarlas, luego tiraba a las flotadoras al drenaje.

No hacía nada en este apartamento. No cocinaba, leía ni escuchaba música. Si llegaba temprano a casa, me metía a la cama. Si llegaba tarde, me metía a la cama. Me metía debajo de mi cobija de patos blancos y azules, me acostaba de lado y pensaba: “Sí, así es como debo vivir”.

Según el casero, la mujer joven que vivía ahí antes de mí salió alguna vez con el hombre joven que vivía enfrente con sus padres. Después de que terminó la relación, el hombre joven siguió enviándole mensajes de texto. Incluso le tocaba la puerta en horas inadecuadas. Cuando se salió la mujer joven, me mudé yo.

A veces, cuando estaba oscuro, veía esa casa por la ventana del frente y pensaba en el hombre joven. Me preguntaba cómo se suponía que alguien encuentre el amor. ¿Dónde buscar? ¿Cómo empezar?

Los fines de semana por la mañana, caminaba por el vecindario. Todavía estaba bastante fresco como para usar gorro y chaqueta. Uno de mis vecinos había montado un intercambio de libros. Elegí una colección de cuentos cortos de Kafka y luego, más tarde ese mismo día, me senté en los escalones de hormigón al frente de mi casa y comencé a leer.

Pero no dejaba de pensar en Deb. No dejaba de pensar en cuánto le gustaría este vecindario tranquilo de clase trabajadora. Con el intercambio de libros y las hormigas rojas y el cine Sycamore a unos pasos de distancia. Sin el sonido del tráfico. Con grandes árboles caducifolios. Los escalones tambaleantes del frente. El aire fresco. El cálido sol.

La llamé y le pregunté si quería pasar a tomarse un café. Nos sentamos en mi mesita de cocina y nos tomamos nuestro café. Me dijo que le gustaba mi casita. Le gustaron mis escalones tambaleantes del frente.

Siempre he pensado en Deb donde quiera que haya estado. Con quien sea que haya estado. Siempre que vivo algo bueno. Quiero que ella viva lo mismo. No puedo soportar ver una buena película sin ella. Me salgo de la sala si después de media hora no puedo voltear hacia ella en la oscuridad y susurrarle: “Es buena, ¿no?”. No puedo ir con mi motocicleta a las Rocallosas. No puedo entrar a una cafetería pequeña con tarimas desgastadas de pino y un recipiente antiguo de vidrio para tarta con rebanadas de crema de plátano. No puedo tomar un vuelo sin desear que ella ocupe el asiento a mi lado.

Creo que tenemos la idea equivocada del matrimonio. No es como dirigir un negocio, donde todo son créditos y débitos registrables. Ni comprar una casa, donde pagas la hipoteca o la pierdes. Ni como tener una mascota, donde, a cambio de compañía, estás obligado a alimentarla, sacarla a pasear y limpiar sus desechos.

Es más como aprender, después de mil resacas, a dejar de beber tanto. O aprender, después de ser falso con frecuencia, a ser sincero tan solo una vez, con la esperanza de seguir siéndolo. O aprender, después de haberte hecho al hábito de odiarte, a quererte tan solo una vez, con la esperanza de que puedas seguir queriéndote. Y luego aprender, después de aprender a quererte, a querer a alguien más.

Siempre amaré a Deb. Incluso cuando me odie. Incluso cuando la odie. No porque tenga una facilidad especial para perdonar. Ni porque sea bonita. Ni porque es alguien con quien uno se puede sentir a gusto. Ni porque es culta. Ni porque es espiritual. Ni porque tal vez sea o no cualquiera de esas cosas. Amarla no es transaccional. La amo porque no puedo evitarlo. Hay algo en ella que me hace sentir débil. Algo vulnerable e inconquistable. Algo fugaz e inmóvil.

Después de unos meses en la casa de los escalones tambaleantes, me mudé de regreso con Deb. En poco tiempo, estaré a punto de dormirme solo. Así como estoy solo al límite de todo. Así soy. Tal vez así somos todos. Aún solo. Esperando. Y aún enamorado.