Por The New York Times | Ellen Barry
(Science Times)
En los últimos años, la salud mental se ha vuelto un tema central en la infancia y la adolescencia. Los adolescentes cuentan sus diagnósticos y tratamientos psiquiátricos en TikTok e Instagram. Alarmados por el nivel cada vez mayor de angustia y autoagresión, los sistemas educativos están implementando asignaturas preventivas de autorregulación emocional y atención plena.
Ahora, algunos investigadores advierten que estamos en peligro de excedernos en este tema. Sostienen que las campañas relacionadas con la concientización de la salud mental ayudan en el caso de algunos trastornos de identidad en los jóvenes que en verdad requieren tratamiento, pero que tienen un efecto negativo en otros y hacen que interpreten de modo exagerado sus síntomas y piensen que tienen más problemas de los que en realidad tienen.
Los investigadores destacan resultados inesperados en los estudios de actividades relacionadas con la salud mental en algunas escuelas del Reino Unido y Australia: los estudiantes que recibieron capacitación en los aspectos básicos de la atención plena, la terapia cognitivo conductual y la terapia dialéctica conductual no tuvieron mejor salud que sus compañeros que no participaron e, incluso, algunos empeoraron, al menos por un tiempo.
Además, algunas investigaciones nuevas procedentes de Estados Unidos demuestran que entre los jóvenes, el hecho de “autoetiquetarse” como depresivos o ansiosos está vinculado con habilidades deficientes para afrontar las cosas, como la evasión o la rumiación.
En un artículo publicado el año pasado, dos psicólogos investigadores de la Universidad de Oxford, Lucy Foulkes y Jack Andrews, acuñaron el término “inflación de incidencia” —debido a los reportes de síntomas leves o pasajeros de trastornos de salud mental— y plantearon que las campañas de concientización estaban contribuyendo a esa situación.
“Esto está mandando un mensaje de que los adolescentes son vulnerables, que es probable que tengan problemas y que la solución es canalizarlos con un profesional”, señaló Foulkes, una becaria investigadora de Prudence Trust en el departamento de psicología experimental de la Universidad de Oxford, quien ha escrito dos libros sobre salud mental y adolescencia.
Los investigadores sostienen que hasta que la investigación de alta calidad no haya precisado estos efectos negativos inesperados, los sistemas escolares deben proceder con cautela en relación con las actividades de salud mental a gran escala.
“No tenemos que regresar al punto de partida, pero hay que hacer una pausa y quizás cambiar el rumbo”, señaló Foulkes, “Tal vez algo con muy buenas intenciones se ha excedido un poco y hay que retroceder”.
Esta sigue siendo una opinión de la minoría de los especialistas en la salud mental de los adolescentes, quienes casi todos concuerdan en que el problema mucho más apremiante es la falta de acceso a tratamientos.
Según Mental Health America, una organización de investigación sin fines de lucro, cerca del 60 por ciento de los jóvenes estadounidenses con depresión grave no recibe tratamiento. Cuando entran en crisis, las familias desesperadas recurren a las salas de urgencias, en las que es común que los adolescentes permanezcan varios días antes de que les asignen una cama en el área de psiquiatría. Hay buenas razones para adoptar un criterio preventivo y enseñarle a la población escolar las habilidades básicas para poder prevenir crisis posteriores, señalan los especialistas.
Foulkes comentó que sabía que su argumento va en contra de ese consenso y cuando comenzó a exponerlo, estaba preparada para recibir una reacción negativa. Sin embargo, mencionó que, para su sorpresa, muchos docentes se acercaron para manifestar tranquilamente que estaban de acuerdo.
“En definitiva existe el temor de ser la persona que lo diga”, comentó.
El fracaso de los resultados
En el verano de 2022, los resultados de un estudio sin precedentes sobre la capacitación en atención plena realizado en las aulas británicas fueron un gran fracaso.
El estudio llamado My Resilience in Adolescence (o MYRIAD, por su sigla en inglés) era ambicioso, meticuloso y muy extenso, y durante un periodo de ocho años monitoreó a 28.000 adolescentes. Había sido lanzado con la certeza de que esta práctica valdría la pena y mejoraría los resultados de la salud mental de los estudiantes en años posteriores.
En el caso de la mitad de los adolescentes, los maestros fueron capacitados para que dirigieran su atención al momento actual —respiración, sensaciones físicas o actividades cotidianas— en 10 lecciones de 30 a 50 minutos cada una.
Los resultados fueron decepcionantes. El informe de los autores fue que “no hay sustento para nuestra hipótesis” de que la capacitación en atención plena mejore la salud mental de los estudiantes. Los autores concluyeron que, de hecho, a los alumnos que tenían un riesgo mayor de padecer problemas de salud mental les fue un poco peor después de recibir la capacitación.
Pero para el final del proyecto de ocho años, “la atención plena ya está integrada en muchas escuelas y ya existen organizaciones que hacen negocio vendiéndoles este programa a las escuelas”, señaló Foulkes, quien había colaborado en el estudio como investigadora posdoctoral asociada. “Y es muy difícil llevar allá el mensaje científico”.
Uno se podría preguntar por qué perjudicaría un programa de salud mental.
Los investigadores del estudio especularon que los programas de capacitación “concientizan sobre los pensamientos perturbadores” y hacen que los alumnos se queden con los sentimientos más sombríos, pero sin ofrecer soluciones, sobre todo para problemas sociales como el racismo o la pobreza. También descubrieron que los estudiantes no disfrutaban las sesiones y no practicaban en casa.
Otra explicación es que la capacitación en atención plena podría alentar la “rumiación conjunta”, la larga discusión sin resolver que se realiza en grupo y remueve los problemas sin lograr soluciones.
Cuando los resultados del MYRIAD se estaban analizando, Andrews lideró una evaluación de Climate Schools, una intervención de Australia basada en los principios de la terapia cognitivo conductual en la que los alumnos veían personajes de caricaturas que pasaban por problemas de salud mental y luego contestaban preguntas sobre las prácticas para mejorar la salud mental.
Andrews también encontró efectos negativos en esa evaluación. Los estudiantes que tomaron el curso registraron síntomas de ansiedad y niveles de depresión más altos seis y doce meses después.
Parece que la rumiación conjunta es mayor en las chicas, quienes tienden a llegar al programa tanto más apesadumbradas como más sintonizadas con sus amigas, comentó Andrews. “Podría ser que se reúnen y empeoran las cosas un poco más”, explicó.
Desde entonces, Andrews, un investigador becario de Wellcome Trust, se ha sumado a una iniciativa para mejorar Climate Schools al abordar los efectos negativos y concluyó que las escuelas deben ir más lento hasta que “conozcamos un poco más la base empírica”. En ocasiones, “no hacer nada es mejor que hacer algo”, aseveró.
La paradoja de la concientización
Algunos investigadores proponen que un problema con la concientización de la salud mental es que tal vez no ayude a etiquetar tus síntomas.
Isaac Ahuvia, un doctorando en la Universidad de Stony Brook, hace poco probó esto en un estudio de 1423 alumnos universitarios. El 22 por ciento “se autoetiquetaron” con depresión y les dijeron a los investigadores “Estoy deprimido” o “Tengo depresión”, pero el 39 por ciento cumplieron con los criterios de diagnóstico de depresión.
Ahuvia descubrió que los alumnos que se autoetiquetaron sentían que tenían menos control sobre la depresión y tenían más probabilidades de tener pensamientos catastróficos y menos probabilidades de responder a la angustia poniendo sus problemas en perspectiva, en comparación con sus compañeros que tenían síntomas de depresión parecidos.
Jessica L. Schleider, coautora del estudio de autoetiquetado, comentó que esto no fue ninguna sorpresa. Parece que las personas que se autoetiquetan “están viendo la depresión como una fatalidad biológica”, señaló. “Las personas que no consideran que las emociones son maleables, las imaginan fijas, empantanadas e incontrolables, tienden a tener una menor capacidad para adaptarse porque no ven que intentarlo tenga algún sentido”.
Pero Schleider, profesora adjunta de ciencias médicas y sociales en la Universidad Northwestern y directora del Laboratorio para una Salud Mental de Alto Alcance de la universidad, rechazó la hipótesis de inflación de la incidencia. No estuvo de acuerdo con la afirmación de que los estudiantes se estén diagnosticando en exceso y señaló que los hallazgos de Ahuvia sugieren lo contrario.
Es probable que las campañas de concientización tengan efectos múltiples y ayuden a algunos alumnos, pero no a otros. Schleider argumentó que, además, la prioridad de la salud pública debería ser, en última instancia, llegar a los jóvenes más angustiados.
“La insistencia de la crisis de salud mental es muy clara”, afirmó. “En las colaboraciones que yo tengo, el énfasis está en los chicos que no tienen nada y de verdad están luchando en estos momentos —tenemos que ayudarles— más que en el posible riesgo de un subgrupo de chicos que realmente no están batallando”.
Otros investigadores se sumaron a su preocupación y destacaron estudios que demuestran que, en promedio, los estudiantes se benefician de los cursos de aprendizaje emocional y social.
Uno de los estudios más grandes, un meta análisis de 2023 de 252 programas escolares en 53 países, reveló que los estudiantes que participaron tuvieron un rendimiento mejor a nivel académico, mostraron mejores habilidades sociales y tuvieron menores niveles de aflicción emocional o problemas de conducta. En ese contexto, de acuerdo con los investigadores, en unos cuantos estudios los efectos negativos parecen leves.
“Es evidente que todavía no hemos ideado cómo hacerlos, pero no puedo pensar en ninguna intervención en la población que este sector haya hecho bien la primera vez”, comentó Andrew J. Gerber, presidente y director médico del Hospital Silver Hill y psiquiatra de niños y adolescentes.
“Si realmente pensamos en casi todo lo que hacemos, no tenemos muchas pruebas de que esté funcionando”, añadió. “Eso no significa que no lo hagamos. Solo significa que siempre estamos pensando en maneras de mejorarlo”.