Por The New York Times | Ellen Barry

Mientras los psiquiatras reunidos, en su mayoría hombres blancos con trajes oscuros, ocupaban sus lugares en las innumerables sillas del Salón Danés en el Hotel Adolphus de Dallas, una figura disfrazada se coló desde los pasillos traseros. En el último momento, atravesó una cortina lateral y ocupó su lugar en la parte delantera de la sala.

El público dejó escapar un suspiro de sorpresa. El aspecto del hombre era grotesco. Su rostro estaba cubierto por una máscara de goma de Richard Nixon y llevaba un esmoquin chillón que le quedaba muy grande y una peluca de cabello muy rizado. Pero la extravagancia de su atuendo perdió importancia cuando empezó a hablar.

“Soy homosexual”, comenzó. “Soy psiquiatra”.

Durante los siguientes diez minutos, el doctor Henry Anónimo (así había pedido que lo llamaran) describió el mundo secreto de los psiquiatras homosexuales. De manera oficial, no existían; la homosexualidad estaba catalogada como una enfermedad mental, por lo que reconocerla suponía la revocación de la licencia médica y la pérdida de la carrera. En 42 estados, la sodomía era un delito.

La realidad es que había muchos homosexuales en la Asociación Estadounidense de Psiquiatría, el organismo profesional más influyente de este ramo médico, afirmó el médico enmascarado. Pero vivían en la clandestinidad, ocultando todo rastro de su vida privada a sus colegas.

“Todos nosotros tenemos algo que perder”, continuó. “Tal vez no se nos considere para una cátedra; el analista que está en la misma calle deje de enviarnos a los pacientes a los que no puede atender; nuestro supervisor nos exija que pidamos una licencia para dejar la consulta”.

Esa era la concesión que había aceptado hacer en su vida el hombre enmascarado. Pero el precio era demasiado alto. Eso es lo que había venido a decirles.

“Sin embargo, corremos un riesgo aún mayor al no vivir nuestra humanidad plenamente”, dijo. “Esta es la mayor pérdida, nuestra humanidad honesta”.

Tomó asiento en medio de una gran ovación.

El discurso, que duró 10 minutos, pronunciado el lunes hace 50 años, fue un punto de inflexión en la historia de los derechos de los homosexuales. Al año siguiente, la APA anunció que daría marcha atrás a su postura de casi un siglo y declaró que la homosexualidad no era un trastorno mental.

Es raro que los psiquiatras transformen la cultura que les rodea, pero eso fue lo que ocurrió en 1973.

Al eliminar el diagnóstico del Manual de Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (conocido como DSM, por su sigla en inglés), la psiquiatría eliminó el sustento jurídico de una amplia gama de prácticas discriminatorias: negar a los homosexuales el derecho al empleo, la ciudadanía, la vivienda y la custodia de los hijos; excluirlos del clero y del ejército y de la institución del matrimonio. Podría comenzar el largo proceso de hacer retroceder esas prácticas.

Al remitir a los homosexuales a una consulta de psiquiatría, ya no se les enviaría a “curarse” (inyectándoles hormonas, sometiéndolos a una terapia de aversión o a psicoanálisis exhaustivo) sino que se les diría que, desde el punto de vista de la ciencia, no hay nada intrínsecamente malo en ellos.

Después de pronunciar su discurso, el hombre enmascarado, John Ercel Fryer, de 34 años, voló desde Dallas hasta su casa en Filadelfia y anotó en su diario lo aterradora y profunda que había sido la experiencia.

“El día pasó, llegó y se fue y yo sigo vivo. Por primera vez, me he identificado con una fuerza afín a mi persona”, escribió, en extractos incluidos en “Cured”, un documental de 2020.

Aun así, no le dijo a su madre que lo había hecho; tampoco a su hermana ni a su mejor amigo de la infancia. En 20 años, contó lo sucedido a muy pocas personas.

‘Sentí una gran libertad’

Fryer, quien murió en 2003 a los 65 años, destacaba por su tamaño (medía 1,80 metros y pesaba 140 kilos), por su inteligencia destellante y porque evidentemente era gay.

Betty Lollis, una amiga de Winchester, Kentucky, lo recordaba como el niño de cara redonda que entraba en su clase de segundo grado, a quien su madre vestía con un traje de marinero. Era un prodigio, afirmó, y también “un chico del que los demás se reían o del que se burlaban”.

Décadas después, algunos de sus compañeros de clase se disculparon con Fryer por la manera en que lo habían tratado. “Estas personas que fueron dolorosas para él también eran todo lo que tenía”, dijo. “Son sus amigos más queridos”.

Le fue muy bien en todas sus clases, se inscribió en la universidad a los 15 años y en la facultad de medicina a los 19. Pero una y otra vez, su camino se vio obstaculizado cuando los supervisores se enteraban de que era homosexual.

El más aplastante de estos contratiempos ocurrió en 1964. Se había trasladado al entorno más libre de la costa este y llevaba unos meses de residencia en la Universidad de Pensilvania cuando bajó la guardia y durante una cena le dijo a un amigo de la familia que era gay.

El joven se lo comunicó de inmediato a su padre, que a su vez se lo comunicó al jefe de departamento de Penn, según contó Fryer en una entrevista concedida en 2002 a la revista Journal of Gay and Lesbian Psychiatry. El director del departamento llamó a Fryer a su despacho y le dijo: “O renuncias o te despido”.

Fryer tuvo que realizar tareas humillantes durante años en un hospital psiquiátrico estatal, la única institución que lo aceptó, para poder completar su residencia. Después de eso, se enfrentó a un largo e incierto camino hacia la titularidad. Por estas razones, era poco atractivo salir del clóset, dijo en una entrevista realizada en 2001 para “This American Life”, gran parte de la cual no se ha publicado hasta ahora. Fryer formaba parte de una agrupación secreta de homosexuales que no habían salido del clóset al interior de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría, que se reunían en secreto, y observaba con desagrado cómo los manifestantes irrumpían en las mesas redondas y abucheaban a los ponentes. “Me avergonzaba y deseaba que se callaran”, dijo.

Pero al año siguiente, Barbara Gittings, una de las activistas, se acercó a Fryer para pedirle ayuda.

Líderes más jóvenes y progresistas estaban ascendiendo en las filas de la APA y los activistas percibieron un hueco. Tuvieron una idea: en lugar de protestar, podrían cambiar las cosas enfrentándose a los psiquiatras con uno de los suyos, un psiquiatra gay. Si pudieran encontrar a alguien que aceptara hacerlo.

“Mi primera reacción fue: De ningún modo”, recuerda Fryer. “No tenía nada seguro y no quería hacer nada que pusiera en peligro la posibilidad de conseguir un puesto de profesor en algún sitio. En ese momento no había manera de lograrlo dando a conocer mi identidad”.

Sin embargo, durante los meses siguientes, Gittings siguió llamando. Le contó a Fryer cómo se había acercado a una docena de colegas homosexuales y cada uno de ellos decía que no, que el riesgo era demasiado grande.

Sus negativas molestaron a Fryer. Y Gittings, como dijo él, siguió “insistiendo”. ¿Y si le pagaba el viaje a Dallas? ¿Y si llevaba un disfraz, para que nadie supiera que era él?

“Ella sembró en mi mente la posibilidad de que podía hacer algo”, dijo. “Y que podía hacer algo que fuera útil sin arruinar mi carrera”.

En aquel momento, el amante de Fryer era un estudiante de arte dramático y ambos se lanzaron al proyecto de idear un disfraz que ocultara su identidad: un esmoquin de gran tamaño, una máscara de goma para distorsionar sus rasgos y una peluca que no tuviera las entradas que él tenía.

Al subir al escenario ese día, Fryer dijo: “Sentí una gran libertad, una sensación de libertad inmensa”. ‘Como si ya no pudiera hacer nada más’

Fryer regresó a la casa victoriana donde vivía en Germantown con sus perros dóberman pinscher y los estudiantes de medicina a los que acogía como inquilinos.

Siguió siendo él mismo: generoso y autoritario, carismático y mordaz, y con su acento de Kentucky cuando le convenía.

Seguía sin tener la titularidad y su carrera era tan inestable como siempre. En 1973, la APA votó a favor de desclasificar la homosexualidad. Y Fryer otra vez perdió un empleo, ahora en el Hospital Friends.

De nuevo, un administrador lo llamó a su oficina. “Si fueras gay y no fueras extravagante, te quedarías”, recuerda Fryer que le dijo. “Si fueras extravagante y no fueras gay, te quedarías. Pero como eres gay y extravagante, no puedes quedarte”.

Fryer vio cómo sus colegas eran ascendidos y ganaban la titularidad. El grupo homosexual de la APA se disolvió, ya que una nueva generación más activista dio un paso adelante como fuerza abierta dentro de la psiquiatría y conformó la Asociación de Psiquiatras Gays y Lesbianas. Pero Fryer no participó en ella.

“Volví a huir”, dijo. “No fui a las reuniones. Fue como si desapareciera”. Era como si, dijo, “hubiera hecho lo mío y ya no pudiera hacer nada más”.

De vez en cuando, le contaba a alguien lo que había hecho. El lunes, el 50° aniversario del discurso del Dr. Anonymous se celebró con discursos y proclamas en Filadelfia, que declaró el 2 de mayo el Día de John Fryer.

La celebración pública de su acto había empezado años antes de la muerte de Fryer, y en 2001, él mismo lo comentaba con sarcasmo, cuando decía que “se le mencionaba como prueba cada vez que alguien quería una prueba”.

Sin embargo, en aquel momento, fue el secreto lo que dio a su acto su poder, dijo.

“Aquella persona disfrazada, podía decir lo que quisiera”, dijo, y añadió: “Llevé a cabo este acto aislado, que cambió mi vida, que ayudó a cambiar la cultura de mi profesión, y desaparecí”. John Fryer cerca del año 1990, cuando era profesor de la Universidad de Temple. (Sociedad Histórica de Pensilvania vía The New York Times) John Fryer en casa con uno de sus perros dóberman pinscher en Filadelfia, cerca de 1975. (Sociedad Histórica de Pensilvania vía The New York Times)