Por The New York Times | Roni Caryn Rabin
El COVID-19 asoló el cuerpo y el alma de Heidi Ferrer durante más de un año, y en mayo, la guionista de “Dawson’s Creek” se suicidó en Los Ángeles. Había perdido toda esperanza.
“Lo siento mucho”, dijo en un video de despedida para su esposo e hijo. “Jamás haría esto si estuviera bien. Por favor, compréndanlo. Por favor, perdónenme”.
Su esposo, Nick Guthe, escritor y director, quería donar su cuerpo a la ciencia, pero el hospital dijo que él no podía tomar la decisión porque Ferrer, de 50 años, se había registrado como donadora de órganos. De esta manera, los especialistas recuperaron varios órganos del cuerpo antes de desconectarla de un respirador.
A Guthe le preocupaba que, tras la larga enfermedad de su mujer, no fuera seguro donar sus órganos a otros pacientes. “Pensé que los órganos podrían enfermar de muerte a las personas que los recibieran”, afirmó.
El caso destaca un debate urgente entre los profesionales de la salud sobre si los órganos de las personas que sobrevivieron al COVID-19 e incluso de las que murieron con la enfermedad, de verdad son seguros y están suficientemente sanos para ser trasplantados.
En la actualidad, los posibles donadores son sometidos a un análisis de rutina para detectar contagios por coronavirus antes de extirpar los órganos. En general, se considera que los órganos son seguros para trasplante si la prueba es negativa e incluso aunque el donador se haya recuperado de la enfermedad, pero no existe un conjunto de recomendaciones aceptadas de manera universal sobre en qué momento se pueden recuperar con seguridad los órganos de los cuerpos que dan positivo en el virus y trasplantarlos a los pacientes que lo necesiten.
El asunto se complica por el hecho de que las personas con COVID-19 prolongado, cuyos síntomas debilitantes pueden persistir durante meses, no suelen dar positivo en las pruebas de la infección. Algunos investigadores temen que el virus pueda estar presente, escondido en los denominados reservorios dentro del cuerpo, incluidos algunos de los propios órganos que se les trasplantan a los pacientes.
El riesgo es que los cirujanos pueden “contagiar al paciente con COVID-19, al trasplantar el órgano”, comentó Zijian Chen, director médico del Centro de Atención Pos-COVID-19 en el Sistema de Salud Monte Sinaí. “Es una cuestión ética difícil. Si el paciente asume el riesgo, ¿debemos hacerlo?”.
La transmisión de enfermedades siempre es una preocupación cuando se trasplantan órganos, pero en Estados Unidos hay una enorme demanda de órganos que salvan vidas y una oferta limitada. Más de 100.000 personas están en lista de espera y diecisiete personas mueren a diario mientras esperan.
En los últimos años, han disminuido las restricciones para aceptar órganos de donadores fallecidos que podrían tener infecciones como el VIH o la hepatitis C.
Las prácticas de recuperación de órganos varían mucho de un centro y una región a otra, con base en la disponibilidad local de órganos de donadores. Los centros de obtención de órganos reciben presiones para mantener sus cifras y los centros de trasplante deben realizar un determinado número de procedimientos cada año para conservar su certificación.
Cuando el COVID-19 empezó a extenderse en Estados Unidos, la estrategia de recuperación de órganos era muy conservadora, pero eso está cambiando.
“Al principio de la pandemia, si el resultado de tu prueba de COVID-19 era positivo, simplemente no ibas a ser donador. No sabíamos lo suficiente sobre la enfermedad”, afirmó Glen Franklin, asesor médico de la Asociación de Organizaciones de Obtención de Órganos.
No obstante, ahora las principales organizaciones de trasplante de órganos del país han adoptado estrategias diferentes.
En general, los cirujanos han evitado trasplantar los pulmones de los pacientes que murieron de COVID-19, porque es una enfermedad respiratoria que puede causar daño pulmonar a largo plazo.
Una mujer se contagió de coronavirus el año pasado tras recibir los pulmones de un donador que había dado negativo en las pruebas de detección del virus tras un hisopado nasal, según el informe de un caso publicado en el American Journal of Transplantation.
Se han notificado algunos casos similares y ahora se realizan pruebas adicionales en muestras de tejidos tomados de las vías respiratorias inferiores de posibles donadores de pulmón; el trasplante solo se lleva a cabo si todas las pruebas dan resultados negativos para la infección.
La enfermedad también puede afectar a otros órganos. Científicos alemanes realizaron autopsias a los cuerpos de 27 pacientes que murieron de COVID-19 y encontraron el virus en los tejidos del riñón y el corazón de más del 60 por ciento de los fallecidos. Los investigadores también encontraron el virus en el tejido pulmonar, hepático y cerebral.
No obstante, los órganos abdominales situados por debajo del diafragma, como los riñones o el hígado, se recuperan para el trasplante, aunque los donadores den positivo en el virus, siempre que sean asintomáticos, dijo Franklin, de la asociación de obtención de órganos.
David Klassen, director médico de la Red Unida para la Compartición de Órganos, que administra la red de obtención de órganos de Estados Unidos, dijo que las decisiones deben tomarse “caso por caso”.
“En realidad, se trata de un cálculo de riesgo-beneficio”, dijo. “Muchas personas que esperan órganos están desahuciadas. Su vida puede reducirse a unos pocos días. Si no reciben un trasplante, no sobrevivirán”.
Los médicos de otro grupo, la Sociedad Americana de Trasplantes, comentaron que no obtendrían ningún órgano de ningún paciente que hubiera mostrado síntomas de enfermedad y tuviera una prueba positiva para la infección.
“Si alguien tiene COVID-19 activo y da positivo en las pruebas, no obtendríamos órganos de ese donador”, dijo Deepali Kumar, presidenta electa de la sociedad.
No obstante, si un donador fallecido hubiera tenido COVID-19 prolongado y diera negativo en las pruebas de COVID-19, se tomarían los órganos, dijo Kumar: “Si empezamos a rechazar a todos los que han tenido COVID-19 en el pasado, estaríamos rechazando muchos órganos”.
Un informe actualizado en fechas recientes, elaborado por un comité de la Red de Adquisición y Trasplante de Órganos, resumía las pruebas sobre la recuperación de órganos de donadores con antecedentes de COVID-19. Los autores destacaron la escasez de información sobre los resultados a largo plazo para los receptores.
El documento analiza la recuperación de órganos de donadores fallecidos que dieron positivo por el coronavirus, de donadores fallecidos que sobrevivieron al COVID-19 y dieron negativo y de donadores vivos que sobrevivieron a la enfermedad.
Según el informe, en todos estos casos los resultados a largo plazo para los receptores (y los donadores vivos, en algunos casos) son “desconocidos”. Antes de morir, Ferrer hizo una crónica de su calvario en notas meticulosas que dejó en su teléfono: “Dedos de los pies COVID” que hacían que sus pies le dolieran tanto que no podía caminar; un temblor que hacía que su cuerpo se agitara con violencia; dolor en todas las extremidades; insomnio y desesperación implacables.
Su corazón latía a toda velocidad. Sus niveles de azúcar en sangre fluctuaban. Lo peor de todo es que no podía pensar con claridad.
El hospital pensó que de cualquier manera sería una donadora adecuada.
“Intenté explicarles que padecer COVID ‘prolongado’ y tener COVID-19 no son lo mismo”, dijo Guthe, su esposo. “Hay gente que se contagia de COVID-19 y mejora. La enfermedad afectó todos los sistemas de su cuerpo”.
Dos hombres de California con una enfermedad renal en fase terminal recibieron sus riñones, afirmó. No se encontró ninguna compatibilidad para sus otros órganos. Su hígado presentaba un daño grave, como Guthe le había advertido al hospital, porque se había estado automedicando con grandes dosis de ivermectina, un medicamento antiparasitario del que se decía falsamente que curaba el COVID-19 prolongado, y con una dieta alternativa que incluía casi dos tercios de una taza de aceite de oliva al día.
Para Guthe, su hijo y otros familiares y amigos, la espera de cinco días hasta que el hospital desconectó a Ferrer del respirador fue insoportable. Guthe dijo que le había prometido a su esposa que educaría a la gente sobre la carga emocional que produce el COVID-19 prolongado.
Ahora tiene otra misión.
“Heidi era una persona muy generosa, pero no habría querido esto”, dijo. “Tenemos que crear directrices sobre lo que es seguro y lo que no lo es”. Una fotografía sin fecha, vía Nick Guthe, de él mismo con su esposa Heidi Ferrer, quien se suicidó tras su batalla contra el COVID-19 prolongado y cuyos órganos fueron extirpados para su posible uso en trasplantes. (Alex Welsh/The New York Times) Nick Guthe, cuya esposa Heidi Ferrer se suicidó tras su batalla contra el COVID-19 prolongado, con su hijo Bexon cerca de su casa en Marina Del Rey, California, el 24 de septiembre de 2021. (Alex Welsh/The New York Times)