Por The New York Times | Adam Grant

Al principio, no reconocí los síntomas que todos teníamos en común. Los amigos mencionaron que tenían problemas de concentración. Los colegas informaron que, incluso con las vacunas en el horizonte, no estaban entusiasmados con el año 2021. Un familiar se quedaba despierto hasta tarde para volver a ver “La leyenda del tesoro perdido” a pesar de que se sabe la película de memoria. Y yo, en lugar de saltar de la cama a las 6 de la mañana, estaba tumbado hasta las 7, jugando Words with Friends.

No era agotamiento: aún teníamos energía. No era depresión: no nos sentíamos desesperados. Solo nos sentíamos un poco sin alegría y sin rumbo. Resulta que hay un nombre para eso: languidecer.

La languidez es una sensación de estancamiento y vacío. Se siente como si estuvieras arrastrándote para pasar los días, mirando tu vida a través de un parabrisas empañado. Y quizá sea la emoción dominante de 2021.

Mientras los científicos y los médicos trabajan para tratar y curar los síntomas físicos de la COVID de larga duración, muchas personas están luchando con la longevidad emocional de la pandemia. A algunos nos golpeó sin estar preparados cuando el intenso miedo y el dolor del año pasado se desvanecieron.

En los primeros e inciertos días de la pandemia, es probable que el sistema de detección de amenazas de tu cerebro —llamado amígdala— estuviera en alerta máxima de lucha o huida. A medida que aprendías que los cubrebocas ayudaban a protegernos —pero el lavado de paquetes no lo hacía — probablemente desarrollaste rutinas que aliviaban tu sensación de temor. Sin embargo, la pandemia se ha prolongado, y el estado agudo de angustia ha dado paso a una condición crónica de languidez.

En psicología, pensamos en la salud mental en un espectro que va desde la depresión hasta el florecimiento. El florecimiento es la cima del bienestar: se tiene un fuerte sentido del propósito, del dominio y de importarles a los demás. La depresión es el valle del malestar: te sientes abatido, agotado y sin valor.

La languidez es el ignorado hijo de en medio de la salud mental. Es el vacío entre la depresión y el bienestar: la ausencia de bienestar. No tienes síntomas de enfermedad mental, pero tampoco eres la imagen viva de la salud mental. No estás funcionando a toda máquina. El languidecimiento empaña tu motivación, altera tu capacidad de concentración y triplica las probabilidades de que reduzcas el trabajo. Parece ser más común que la depresión mayor, y en cierto modo puede ser un factor de riesgo mayor para sufrir una enfermedad mental.

El término fue acuñado por un sociólogo llamado Corey Keyes, a quien le llamó la atención que muchas personas que no estaban deprimidas tampoco prosperaban. Su investigación sugiere que las personas con más probabilidades de padecer depresión grave y trastornos de ansiedad en la próxima década no son las que presentan esos síntomas en la actualidad. Son las personas que languidecen ahora mismo. Y las nuevas pruebas de los trabajadores sanitarios de la pandemia en Italia muestran que los que languidecían en la primavera de 2020 tenían tres veces más probabilidades que sus compañeros de ser diagnosticados con trastorno de estrés postraumático.

Parte del peligro radica en que, cuando uno languidece, puede no notar el descenso del placer o la disminución del impulso. No te das cuenta de que te deslizas lentamente hacia la soledad; eres indiferente a tu indiferencia. Cuando no puedes ver tu propio sufrimiento, no buscas ayuda ni haces mucho para ayudarte a ti mismo.

Incluso si no estás languideciendo, probablemente conozcas a personas que sí lo están sintiendo. Entenderlo mejor puede ayudarte a ayudarles.

UN NOMBRE PARA LO QUE SIENTES

Los psicólogos creen que una de las mejores estrategias para gestionar las emociones es ponerles nombre. La primavera pasada, durante la angustia grave de la pandemia, la publicación más viral de la historia de Harvard Business Review fue un artículo que describía nuestro malestar colectivo como duelo. Junto con la pérdida de seres queridos, nos lamentábamos por la pérdida de la normalidad. “Duelo”. Nos dio un vocabulario familiar para entender lo que se había percibido como una experiencia desconocida. Aunque no nos habíamos enfrentado antes a una pandemia, la mayoría de nosotros habíamos afrontado la pérdida. Nos ayudó a afianzar las lecciones de nuestra propia resiliencia en el pasado, y a sentir confianza en nuestra capacidad para afrontar la adversidad presente.

Todavía tenemos mucho que aprender sobre las causas de la languidez y cómo curarla, pero ponerle nombre podría ser un primer paso. Podría ayudar a desempañar nuestra visión, dándonos una ventana más clara de lo que había sido una experiencia borrosa. Podría recordarnos que no estamos solos: el languidecimiento es común y compartido.

Y podría darnos una respuesta socialmente aceptable a esta pregunta: “¿Cómo estás?”.

En lugar de decir “¡Genial!” o “Bien”, imaginemos que respondemos: “Sinceramente, estoy languideciendo”. Sería el antagonista refrescante de la positividad tóxica, esa presión tan estadounidense de estar optimista en todo momento.

Cuando añades la languidez a tu léxico, empiezas a notarla a tu alrededor. Aparece cuando te sientes defraudado por tu paseo vespertino. Está en la voz de tus hijos cuando les preguntas cómo les fue en el colegio por internet. Está en “Los Simpson” cada vez que un personaje dice: “Meh”.

El verano pasado, la periodista Daphne K. Lee tuiteó sobre una expresión china que se traduce como “procrastinar a la hora de dormir”. Lo describió como quedarse despierto hasta tarde en la noche para reclamar la libertad que hemos perdido durante el día. He empezado a preguntarme si no es tanto una represalia contra una pérdida de control como un acto de desafío silencioso contra la languidez. Es una búsqueda de felicidad en un día sombrío, de conexión en una semana solitaria o de propósito en una pandemia perpetua.

UN ANTÍDOTO CONTRA LA LANGUIDEZ

¿Qué podemos hacer al respecto? Un concepto llamado “flujo” puede ser un antídoto contra la languidez. El flujo es ese estado elusivo de estar absortos en un reto significativo o un vínculo momentáneo, en el que tu sentido del tiempo, del espacio y de ti mismo se desvanece. Durante los primeros días de la pandemia, el mejor indicador de bienestar no era el optimismo o la atención plena, sino el flujo. Las personas que se sumergieron más en sus proyectos lograron evitar languidecer y mantuvieron su felicidad prepandémica.

Jugar un juego de palabras a primera hora de la mañana me catapulta al flujo. Un maratón nocturno de Netflix a veces también funciona: te transporta a una historia en la que te sientes unido a los personajes y preocupado por su bienestar.

Aunque encontrar nuevos retos, experiencias agradables y un trabajo significativo son posibles remedios a la languidez, es difícil encontrar el flujo cuando no puedes concentrarte. Este era un problema mucho antes de la pandemia, cuando la gente solía revisar el correo electrónico 74 veces al día y cambiar de tarea cada diez minutos. En el último año, muchos de nosotros además hemos tenido que lidiar con las interrupciones de los niños de la casa, los colegas de todo el mundo y los jefes a todas horas. Meh.

La atención fragmentada es un enemigo del compromiso y la excelencia. En un grupo de cien personas, solo dos o tres serán capaces de conducir y memorizar información al mismo tiempo sin que su rendimiento se resienta en una o ambas tareas. Puede que las computadoras estén hechas para el procesamiento en paralelo, pero a los humanos les va mejor el procesamiento en serie.

DATE UN TIEMPO ININTERRUMPIDO

Eso significa que hay que establecer límites. Hace años, una empresa de software de la lista Fortune 500 en India probó una política sencilla: nada de interrupciones los martes, jueves y viernes antes del mediodía. Cuando los ingenieros gestionaban ellos mismos el límite, el 47 por ciento tenía una productividad superior a la media. No obstante, cuando la empresa estableció el tiempo de silencio como política oficial, el 65 por ciento logró una productividad superior a la media. Hacer más cosas no solo era bueno para el rendimiento en el trabajo: ahora sabemos que el factor más importante para la alegría y la motivación diarias es una sensación de progreso.

No creo que haya nada mágico en los martes, jueves y viernes antes del mediodía. La lección de esta sencilla idea es tratar los bloques de tiempo ininterrumpidos como tesoros que hay que guardar; despeja las distracciones constantes y nos da la libertad de concentrarnos. Podemos encontrar consuelo en las experiencias que captan toda nuestra atención.

CENTRARSE EN UN PEQUEÑO OBJETIVO

La pandemia fue una gran pérdida. Para trascender la languidez, intenta empezar con pequeñas victorias, como el diminuto triunfo de averiguar quién es el asesino de la historia o la alegría de jugar una palabra de siete letras. Uno de los caminos más claros hacia la fluidez es una dificultad manejable: un reto que ponga a prueba tus habilidades y aumente tu determinación. Eso significa dedicar un tiempo diario a enfocarte en un reto que te importe: un proyecto interesante, un objetivo que valga la pena, una conversación significativa. A veces es un pequeño paso para redescubrir parte de la energía y el entusiasmo que has echado de menos durante todos estos meses.

La languidez no está solo en nuestras cabezas: está en nuestras circunstancias. No se puede curar una cultura enferma con vendas personales. Seguimos viviendo en un mundo que normaliza los problemas de salud física pero estigmatiza los problemas de salud mental. A medida que nos adentramos en una nueva realidad pospandémica, es hora de replantear nuestra comprensión de la salud mental y el bienestar. “No estar deprimido” no significa que no se estén teniendo problemas. “No estar exhausto” no significa que se esté animado. Al reconocer que muchos de nosotros languidecemos, podemos empezar a dar voz a la desesperación silenciosa y a iluminar un camino para salir del vacío.