Mucho se ha hablado en los últimos años del síndrome de "burnout", algo que podríamos traducir brutalmente como "requemado". Se trata de algo muy común entre pasantes explotados y trabajadores freelance, pero ninguna profesión está libre: en tales casos, el trabajador es exigido a tal punto en intensidad y carga horaria, que acaba por fundirse como un fitito en el Paris - Dakar.
Pues bien, el boreout (recontra aburrimiento) es el fenómeno opuesto, y sucede cuando un trabajador es condenado a una especie de destierro en su propio lugar de trabajo.
El síndrome boreout (no confundir con la conducta de un trabajador vago), es un mal laboral cada vez más frecuente en muchas empresas en todo el mundo, especialmente cuando a las empresas les sale más a cuenta apartar a un rincón al empleado y seguirle pagando el sueldo que despedirlo. La mayoría de las veces no se tiene en cuenta que esa decisión puede causar gran daño a aquellos empleados que quieren ganarse el pan honestamente. El trabajador acaba en el psicólogo porque ya no le encargan ninguna tarea (aunque siga cobrando el mismo sueldo), le quitan responsabilidades y es ignorado por sus jefes y, en ocasiones, por sus propios compañeros, testigos de lo que pasa, pero que no mueven un dedo para enmendar la situación.
Fréderic Desnard, empleado de una empresa de perfumería en Francia, aguarda sentencia después de denunciar a sus exjefes y reclamar una indemnización de 360.000 euros como compensación por los problemas de salud provocados por no hacer nada en su trabajo. Visto desde la distancia, muchos cambiarían su actual puesto laboral por la silla de este ciudadano francés de 44 años que cobraba cuatro mil euros al mes por aburrirse horas y horas en la oficina. Pero "se equivocarían", afirman María, Agustín e Irene, tres personas residentes en España y que vivieron en sus respectivas empresas experiencias similares a las de Desnard. Los tres brindaron sus testimonios al periódico barcelonés La Vanguardia, junto al abogado que los representó en sus respectivos casos judiciales.
María era secretaria de dirección en una multinacional con oficina en Barcelona. Todo iba sobre ruedas hasta que quedó embarazada de su primer hijo. Cuando se reincorporó a su puesto, recuerda, "detecté enseguida que, aun conservando la misma categoría laboral, muchas de las gestiones que realizaba antes del parto eran ahora encargadas a otras personas". María sólo quería trabajar, ganarse su sueldo. De ahí que el peor de los castigos para ella "fue pasar horas y horas delante del ordenador o sentada en su mesa sin hacer absolutamente nada". La situación ideal soñada por muchos trabajadores que seguro encontrarían alguna forma de matar el tiempo (las redes sociales son una recurrida válvula de escape), pero que en el caso de María supuso para esta mujer el inicio de muchos males, psicológicos, de los que todavía se recupera.
Irene, de 31 años, sabe muy bien de lo que habla María. Esta mujer pasó por un trago laboral similar. El origen es, sin embargo, muy diferente. Irene era jefa de un departamento de su empresa, y todo se torció, afirma, "cuando paré los pies a uno de mis superiores que me acosaba sexualmente". Dado ese paso, su vida laboral dio un vuelco radical. "De sentirme muy valorada, tomar decisiones importantes o estar al tanto de todo lo que ocurría en la empresa pasé a no ser nadie", recuerda. Aburrirse, para Irene, era "no controlar nada, desconocer las estrategias futuras de mi propio departamento, la incapacidad de mandar tareas porque otras personas lo hacían ya por mí". Aguantó esa situación dos años y medio "sin que ninguno de los otros responsables de la empresa ni los propios compañeros moviesen un dedo, pese a saber todos lo que pasaba, para enmendar esa situación", lamenta esta mujer.
María tuvo, en este aspecto, más colaboración o comprensión por parte de sus compañeros. "Yo sobreviví al aburrimiento buscándome la vida en otros departamentos de la empresa. Iba allí y les pedía que me dejaran ayudar, realizar tareas que nada tenían que ver con mi responsabilidad como secretaria de dirección, pero que al menos me mantenían ocupada".
La condena a aburrirse dictada contra estas dos trabajadoras por sus jefes supuso para ellas la peor de las humillaciones. Igual que le pasó a Agustín, empleado durante más de treinta años en una multinacional con sede en Barcelona y que al cumplir los 61 recibió un correo electrónico en el que su jefe lo invitaba a prejubilarse. Agustín se sentía cómodo en su trabajo, valorado por las tareas desempeñadas durante más de tres décadas como administrativo. Y de repente "me dicen que ya no cuento para nada y tengo que irme". Este hombre no quería prejubilarse y se resistió hasta el último momento. De haberse quedado, su próxima ocupación habría sido la de la silla del trabajador aburrido, pues sus tareas fueron encomendadas a una empresa externa sin consultarle nada a él. Simplemente sobraba ya en esa empresa donde pasó toda su vida laboral.
El abogado laborista catalán Àlex Fontelles llevó estos tres casos ante los tribunales españoles, y en los tres logró acuerdos beneficiosos para sus patrocinados. Según su experiencia, el síndrome boreout "es el nuevo mal laboral".
Según el legista, en los últimos años llevó más de un centenar de casos de trabajadores que encajan en ese perfil. "Con la crisis, muchas empresas han visto reducida su actividad y les sale mucho más rentable apartar a trabajadores a rincones de las oficinas, sin asignarles tareas y con el mismo sueldo, que indemnizarlos por despidos que serían improcedentes", afirma.
Los empresarios consiguen, en el caso de aquellos trabajadores que no son vagos por naturaleza y quieren ganarse el sueldo que cobran, que muchos de esos empleados acaben aceptando un acuerdo para irse sin necesidad de despedirlos. En el caso de María todo se precipitó tras la baja maternal por su segunda hija. Si en el primer embarazo perdió, a la vuelta, la práctica totalidad de responsabilidades que tenía antes de dar a luz, con la segunda hija su jefe elevó aún más el listón. Todo irregular, considera Fontelles, pero a la postre muy efectivo. María dejó hace sólo unos meses su trabajo al proponerle su jefe, tras la segunda baja maternal, que si quería seguir en esa empresa iba a realizar tareas propias de una recepcionista y no de secretaria de dirección, que es para lo que está cualificada. "Estirar más la cuerda, llegados a este punto, habría sido mucho más perjudicial para mí, después de haber precisado ya de apoyo psicológico para superar el aburrimiento al que fui condenada tras parir a mi primer hijo", confiesa María.
Àlex Fontelles indica que muchos de estos síndromes de boreout no se habrían producido una década o dos atrás, al menos en España. "Entonces había más trabajo, y un empleado sometido a esta situación solía buscar otro puesto antes de padecer las secuelas por ese aburrimiento laboral". Ahora a estos trabajadores les cuesta mucho más abandonar sin más su empresa, "pues son conscientes de que les va a costar mucho encontrar otro trabajo", concluye.
Una situación que no curan las distracciones
Los tres trabajadores confiesan que a veces les resulta difícil ser entendidos cuando cuentan lo que les ha pasado. Y lo cierto es que desde fuera muchos podrían pensar que cobrar un sueldo por no trabajar sería la situación ideal. Pero cuando se entra en esta dinámica, coinciden en afirmar estos tres protagonistas que ocuparon la "silla del trabajador aburrido", ni las redes sociales sirven para curar la sensación que se tiene al pasar horas y horas en una oficina sin hacer nada. Y sostienen que si han aceptado narrar su particular calvario (Agustín y María son nombres supuestos) es para que otras personas detecten a tiempo esas situaciones antes de que sea demasiado tarde.
Irene, a la que no le importa dar su nombre real, afirma que su mayor error "fue dejar pasar las semanas y los meses con la esperanza de que la situación iba a cambiar y que un día todo volvería a ser como antes". Los tres trabajadores tuvieron que firmar un documento, al alcanzar los acuerdos con sus empresas, de confidencialidad. No pueden decir dónde trabajaron.
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