Una excavadora arranca restos de un edificio, y luego caen en una nube de polvo. “¡Ni siquiera riegan!”, exclama Cagdas Can, de 33 años, activista ecologista de la plataforma Yeniden Insa (Reconstruir), mientras observa los camiones que parten de Samandag hacia el vertedero a cielo abierto adyacente a una de las playas de Turquía.
Situada en el extremo sur de la provincia de Hatay, la más afectada por el terremoto del 6 de febrero -que devastó el sur del país y Siria, causando más de 55.000 muertos-, la ciudad costera de Samandag vive cubierta por un fino polvo gris.
Cinco meses después de la catástrofe, la obra es colosal. El gobierno turco contabilizó cerca de 2,6 millones de edificios destruidos.
Según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUD), hay que evacuar entre 116 y 210 millones de toneladas de escombros. Como referencia, el emplazamiento de Ground Zero en Nueva York -luego del colapso del World Trade Center el 11 de septiembre de 2001- acumulaba 1,8 millones de toneladas.
En esta provincia limítrofe con Siria se abrieron numerosos vertederos. El de Samandag colinda con el Mediterráneo y la reserva natural de aves de Milleyha, sitio de desove de las tortugas caretta caretta y las tortugas verdes chelonia mydas, clasificadas entre las especies en peligro.
“Había otros sitios posibles, pero las empresas privadas que ganaron las licitaciones (para la limpieza) vienen aquí para ahorrar combustible”, acusa Cagdas Can.
“Para ellas, todo lo que importa es recuperar los hierros y los metales”, dice recordando que estos equipos de construcción habían faltado los primeros días del desastre.
Con su asociación, “formamos cadenas humanas para impedir el paso a los camiones. Pero los gendarmes intervinieron y 18 personas fueron detenidas. Yo terminé con la clavícula rota. Nadie usa mascarilla. Las obras de demolición no están cubiertas ni son mojadas como lo exige la legislación. Los contenedores de los camiones tampoco”, observa el militante.
La población, cansada, dejó de movilizarse, lamenta.
Amianto, plomo y metales pesados
Sin embargo, está tan preocupado como los defensores del medio ambiente y los médicos por la falta de precaución.
“Los niños son los primeros afectados. Tosen mucho, nosotros también. Cuanto sopla viento, todo queda tapado por el polvo”, constata Mithat Hoça, de 64 años, que vigila su puesto de verduras y frutas en el centro de Samandag.
“Hay que cubrir todo”, confirma Mehmet Yazici, un jubilado de 61 años que pasa en motocicleta.
“Sobrevivimos al terremoto, pero este polvo nos matará”, suspira Michel Atik, fundador y presidente de la Asociación de Protección del Medio Ambiente de Samandag.
“Vamos a morir de enfermedades respiratorias y de cáncer de pulmón con todos estos materiales peligrosos”, abunda.
Instalado en el pequeño contenedor blanco que le sirve de clínica en el centro de Antakya, a 26 km de Samandag, el doctor Alí Kanatli ve desfilar “conjuntivitis, brotes alérgicos, asma, bronquitis”.
Pero sobre todo son los materiales peligrosos contenidos en los escombros esparcidos y las consecuencias sanitarias a largo plazo, entre ellas un brote de cáncer, lo que preocupan al doctor Kanatli, representante de la Dirección de Médicos de Turquía en la provincia de Hatay.
Turquía prohibió el amianto tarde, en 2013, y la mayoría de los edificios afectados son más antiguos.
“Además del amianto, tenemos plomo en las pinturas y metales pesados como el mercurio en equipos electrónicos como televisiones o electrodomésticos”, enumera.
El médico informa de otro vertedero problemático en el noreste de Antaya, un valle de olivos al pie de los montes Nur que dominan la ciudad.
Con cerca de 17 millones de olivos (en 2021, según la Cámara de Agricultura de Hatay), el aceite de oliva constituía la primera fuente de ingresos de la provincia.
Anne Chaon / AFP
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