Por The New York Times | Rebecca Robbins
Justo después de la 1 de la tarde del 11 de enero, mi teléfono zumbó cuando llegó un mensaje de texto de mi madre: “Bueno, me he resfriado y he tenido dolores, tos, etc. durante el fin de semana”. Se había hecho una prueba de coronavirus en casa. El resultado fue positivo.
Después de haber pasado el último año escribiendo sobre las vacunas y los tratamientos contra la COVID-19 para The New York Times, sabía mucho sobre las opciones disponibles para personas como mi madre. Sin embargo, estaba a punto de emprender una odisea de siete horas que me demostraría que había muchas cosas que no comprendía.
Mi madre, Mary Ann Neilsen, tiene el esquema completo de vacunación, con todo y la dosis de refuerzo, que redujo de manera considerable las probabilidades de que enfermara de forma grave por el virus. Sin embargo, hay varios factores de riesgo que me preocupan. Tiene 73 años. Ha superado dos veces el cáncer de mama.
Su edad y sus antecedentes de cáncer la hacían apta para recibir los últimos tratamientos que han demostrado evitar los peores resultados de la COVID. El problema, como ya sabía por mi trabajo, es que estos tratamientos —que incluyen infusiones de anticuerpos monoclonales y píldoras antivirales— son difíciles de conseguir.
La demanda de estos medicamentos está aumentando a medida que la variante ómicron del coronavirus infecta a un número récord de estadounidenses. No obstante, los suministros son escasos. Las dos marcas de anticuerpos más utilizadas no parecen funcionar contra la ómicron y las píldoras antivirales son tan nuevas y se desarrollaron tan rápido que muchas no han llegado a los hospitales y a las farmacias.
Me puse a buscar uno de los dos tratamientos: la infusión de anticuerpos de GlaxoSmithKline o las píldoras antivirales de Pfizer, conocidas como Paxlovid. Se ha comprobado que ambos son seguros y altamente protectores contra la COVID grave cuando se administran a pacientes de alto riesgo a los pocos días de la aparición de los síntomas. Ambas son potentes contra la variante ómicron.
Uno de mis primeros pasos fue buscar en internet listas de farmacias y clínicas cercanas a la casa de mi madre en Santa Bárbara, California, que pudieran tener uno de los medicamentos en inventario. (Vivo en el estado de Washington, así que mi búsqueda se realizó, como tantas otras cosas en estos días, a distancia).
Algunos estados, como Tennessee y Florida, tienen herramientas útiles en línea para encontrar un centro con anticuerpos monoclonales disponibles. Sin embargo, no pude encontrar ninguna para California. Consulté una base de datos federal, que solo tenía un listado en un radio de 40 kilómetros de mi madre.
Cuando llamé a ese sistema de salud, me dijeron que se había agotado.
También busqué Paxlovid. Gracias a mi investigación para los reportajes, sabía que existía una base de datos federal de cadenas de farmacias, sistemas hospitalarios y otros proveedores que habían hecho pedidos de las píldoras. Un colega del Times descargó los datos, como puede hacer cualquiera, y me los envió en un formato más fácil de buscar.
En la lista solo aparecían unas pocas posibilidades, en su mayoría farmacias, cerca de mi madre. Llamé a la más cercana, una CVS, pero un empleado me informó de que en la tienda el primer envío de pastillas se había agotado con rapidez y no sabía cuándo llegarían más.
Después de unas cuantas llamadas más, encontré un Rite Aid, a más de una hora en auto del departamento de mi madre, que tenía existencias de Paxlovid. En la farmacia me advirtieron que las existencias se agotaban rápidamente.
Aun así, eran buenas noticias. Pensé que acababa de superar el obstáculo más difícil y solo habían pasado dos horas desde que mi madre dio positivo. Ahora solo tenía que conseguirle una receta.
Ya le había pedido a mi madre que llamara al consultorio de su médico y solicitara una llamada con él para pedirle una receta para uno de los tratamientos. Me informó que la recepcionista le había dicho que “no recetaban” los tratamientos de Glaxo o Pfizer.
Eso no tiene sentido para mí. La Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por su sigla en inglés) ha autorizado los medicamentos. ¿Por qué no los recetarían los médicos? Frustrada, llamé al consultorio de su médico para que me dieran una explicación. (No me identifiqué como periodista del Times, ni en esa llamada ni en las demás que hice ese día, en parte porque no quería dar la impresión de buscar un trato preferente).
El empleado que contestó el teléfono me dijo que los médicos de allí todavía tenían que realizar su propia revisión médica del Paxlovid y que, por política, todavía no podían recetarlo. Además, el empleado me dijo que mi madre necesitaría una cita para hablar con un médico y que no había plazas hasta una semana después.
Empecé a buscar otro médico que le diera una receta rápidamente.
Intenté concertar visitas con varios proveedores de telemedicina, incluidos CVS y Teladoc, pero en los formularios de admisión seguía apareciendo una notificación con una redacción similar: no prescribían ni Paxlovid ni molnupiravir, un antiviral similar de Merck. De forma enloquecedora, nos dijeron en repetidas ocasiones lo mismo: sus médicos no podían recetar Paxlovid durante las citas virtuales. Mi madre tendría que ser evaluada en persona, lo cual parece anular el propósito de una cita médica a distancia.
En cualquier caso, esto no era posible, porque mi madre vive sola y no conduce y las clínicas no estaban a poca distancia. No se plantearía tomar un taxi o un autobús y arriesgarse a exponer a otros al virus. En este sentido, mi madre no está sola. Decenas de millones de estadounidenses dependen del transporte público. Y los que tienen auto corren el riesgo de propagar el virus mientras buscan recetas en persona.
Otros centros médicos a los que llamé esa tarde me proporcionaron información que sencillamente era errónea. Una persona me dijo que no había tratamientos con anticuerpos monoclonales en California. Otro insistió en que el Paxlovid era solo para pacientes hospitalizados.
Al final, mi lucha por encontrar una receta resultó ser innecesaria. A primera hora de la tarde, mi madre recibió una llamada inesperada de un médico de atención primaria. Le habló de sus síntomas y de que en Rite Aid había existencias de Paxlovid.
El médico le dijo que estaba sorprendido de que hubiéramos podido encontrar Paxlovid. Llamó por teléfono a Rite Aid para pedir una receta.
Ahora solo teníamos que recoger las pastillas antes de que la farmacia cerrara en una hora.
Uber acudió al rescate. Solicité que el punto de partida fuera el Rite Aid e indiqué como destino la casa de mi madre, a unos 97 kilómetros de distancia.
Cuando un conductor aceptó el viaje, le llamé y le expliqué mi inusual petición: tendría que recoger el medicamento en la ventanilla de la farmacia y luego llevarla a casa de mi madre. Le dije que le daría una propina del cien por ciento.
El conductor, que me pidió que no utilizara su nombre en este artículo, se prestó a la situación. Mi madre tomó las tres primeras pastillas —el comienzo de un régimen de cinco días y 30 pastillas— a los pocos minutos de la llegada del conductor. No obstante, el hecho de que el proceso fuera tan difícil para una periodista cuyo trabajo es entender cómo se suministra el Paxlovid no es alentador. Me preocupa que muchos pacientes o sus familiares se rindan cuando les digan “No” tantas veces como a mí.
También me recordaron que incluso un tratamiento “gratuito” puede conllevar costos importantes.
El gobierno federal ha comprado suficiente Paxlovid para veinte millones de estadounidenses, con un costo de casi 530 dólares por persona, para distribuirlo gratuitamente. Pero yo me gasté 256,54 dólares en conseguir las pastillas para mi madre. Pagué 39 dólares por la visita de telemedicina con el proveedor que le dijo a mi madre que tendría que visitarla en persona. El resto fue la tarifa del Uber y la propina. Muchos pacientes y sus familias no pueden permitirse eso.
El presidente Joe Biden calificó hace poco las píldoras de Pfizer como una “revolución”. Mi experiencia sugiere que no será tan sencillo.