Por The New York Times | Franz Lidz
Juliane Diller cayó en la Tierra, y a la mañana siguiente se despertó en la profundidad de la selva peruana aturdida y sin entender nada. Justo antes del mediodía del día anterior, la víspera de la Navidad de 1971, Juliane, quien entonces tenía 17 años, y su madre habían abordado un vuelo en Lima con destino a Pucallpa, una zigzagueante ciudad portuaria ubicada a lo largo del río Ucayali. Su destino final era Panguana, una estación de investigación biológica en el centro de la Amazonía, donde durante tres años había vivido de manera intermitente con su madre, Maria, y su padre, Hans-Wilhelm Koepcke, ambos zoólogos.
Se suponía que el vuelo duraría menos de una hora. Aproximadamente 25 minutos después del despegue, el avión —una aeronave turbohélice modelo Lockheed L-188A Electra de 86 pasajeros—, atravesó una tormenta y comenzó a vibrar. Los compartimentos superiores del equipaje se abrieron y los pasajeros y la tripulación se vieron rodeados de maletas y regalos de Navidad.
“Mi madre, quien estaba sentada a mi lado, dijo: ‘Con suerte, esto va a salir bien’, recordó Diller, quien habló por video desde su casa en las afueras de Múnich, donde recientemente se jubiló como subdirectora de la Colección Estatal de Zoología de Baviera. “Aunque podía sentir su nerviosismo, me las arreglé para mantener la calma”.
Desde su asiento junto a la ventana, en una fila trasera, la adolescente vio cómo un rayo cayó sobre el ala derecha del avión. Recuerda que la aeronave caía en picada y su madre decía, de manera monótona, “Todo ha terminado”. Recuerda a la gente llorando y gritando. Y recuerda el silencio atronador que siguió. El avión se fracturó separándola del resto de las personas a bordo. “Lo siguiente que supe fue que ya no estaba adentro de la cabina”, dijo Diller. “Estaba afuera, al aire libre. No había salido del avión; el avión me había expulsado”.
Mientras el avión descendía, la fila de tres asientos en la que permanecía con el cinturón abrochado voló como la semilla alada de un arce hacia el dosel de la selva. “Desde arriba, las copas de los árboles parecían cabezas de brócoli”, recuerda Diller. Luego se desmayó, y solo recuperó la conciencia en la mañana de la Navidad: sola, debajo de la fila de asientos, con su vestido corto rasgado. Había caído unos 10.000 pies, casi tres kilómetros. Se cree que su fila de asientos aterrizó sobre un follaje denso, lo que amortiguó el impacto. Juliane fue la única sobreviviente del accidente.
De manera milagrosa, sus heridas fueron relativamente menores: una clavícula rota, un esguince de rodilla y cortadas en el hombro derecho y la pantorrilla izquierda, un ojo cerrado por la hinchazón y, en el otro, el campo de visión reducido a una pequeña ranura. Entre las molestias, la más insoportable fue que desaparecieron sus anteojos (era miope) y una de sus sandalias. “Me quedé allí, casi como un embrión durante el resto del día y toda la noche, hasta la mañana siguiente”, escribió en sus memorias, When I Fell From the Sky, publicadas en Alemania en 2011. “Estoy completamente empapada, cubierta de barro y tierra, porque debe haber estado lloviendo a cántaros durante un día y una noche”.
Escuchó los cantos de los pájaros, el croar de las ranas y el zumbido de los insectos. “Reconocí los sonidos de la vida silvestre de Panguana y me di cuenta de que estaba en la misma selva y había sobrevivido al accidente”, dijo Diller. “Lo que experimenté no fue miedo, sino un sentimiento insondable de abandono”. En estado de shock, confundida por una conmoción cerebral y con solo una bolsa pequeña de dulces para alimentarse, avanzó por la temible Amazonía con caimanes moteados de dos metros y medio, serpientes y arañas venenosas, abejas sin aguijón que se apiñaban en su rostro, enjambres omnipresentes de mosquitos y mantarrayas de río que, al pisarlas, atacan instintivamente con sus colas que tienen púas y veneno.
Era la mitad de la temporada de lluvias, por lo que no había frutas al alcance de la mano ni leña seca para hacer fuego. El agua del río le dio el poco sustento que Juliane encontró. Durante 11 días, a pesar de la gran cantidad de humedad y del calor abrumador, caminó, recorrió ríos y nadó.
Un refugio para hormigas y murciélagos
Este año es el cincuenta aniversario del vuelo 508 de LANSA, el desastre aéreo por el impacto de un rayo más mortífero en la historia de la aviación. En el intervalo de esos años, Juliane se mudó a Alemania, estudió un doctorado en biología y se convirtió en una zoóloga respetada. En 1989 se casó con Erich Diller, entomólogo y autoridad en avispas parasitoides. A pesar de sufrir una turbación comprensible por los viajes en avión, continuamente ha regresado a Panguana, el remoto puesto de conservación fundado por sus padres en 1968. “La selva me acogió y me salvó”, dijo Diller, quien no ha hablado públicamente sobre el accidente en muchos años. “No fue su culpa que haya aterrizado allí”.
En 1981, pasó 18 meses en residencia en la estación mientras investigaba su tesis de posgrado sobre mariposas diurnas y su tesis doctoral sobre murciélagos. Diecinueve años después, tras la muerte de su padre, Diller asumió el cargo de directora de Panguana y organizadora principal de las expediciones internacionales al refugio. “En mi caminata solitaria de 11 días de regreso a la civilización, me hice una promesa”, dijo Diller. “Juré que si seguía viva le dedicaría mi vida a una causa significativa que sirviera a la naturaleza y la humanidad”.
Esa causa se convertiría en Panguana, la estación de investigación biológica más antigua del Perú. A partir de la década de 1970, Diller y su padre presionaron al gobierno para proteger la zona de la tala, la caza y la colonización. Finalmente, en 2011, el recién creado Ministerio de Ambiente declaró a Panguana como un área de conservación privada. Para ayudar a adquirir los terrenos adyacentes, Diller reclutó donantes del extranjero. En gran parte gracias a la generosidad de Hofpfisterei, una cadena de panaderías con sede en Múnich, la propiedad se ha expandido de sus 180 hectáreas originales a más de 1600.
“Juliane es una embajadora sobresaliente de cuánto puede lograr la filantropía privada”, dijo Stefan Stolte, miembro de la junta ejecutiva de Stifterverband, una organización sin fines de lucro alemana que promueve la educación, la ciencia y la innovación.
Durante el último medio siglo, Panguana ha sido un motor de descubrimiento científico. Hasta la fecha, la flora y la fauna han originado 315 artículos publicados sobre temas tan exóticos como la biología del género de orquídeas neotropicales del género Catasetum y las glándulas de feromonas protrusiles de la seductora mantis.
Escindida por el río Yuyapichis, la reserva alberga más de 500 especies de árboles (16 de ellas palmeras), 160 tipos de reptiles y anfibios, 100 tipos diferentes de peces, siete variedades de monos y 380 especies de aves. El nombre de Panguana proviene de la palabra de la comunidad local para el tinamú ondulado, una especie de ave tinamiforme usual en la cuenca de la Amazonía. La mascota favorita de la infancia de Diller era una panguana a la que llamó Polsterchen —que quiere decir Pequeña almohada—, debido a su suave plumaje.
“Panguana ofrece condiciones excepcionales para los investigadores de la biodiversidad: sirve como base de operaciones con una excelente infraestructura y como punto de partida hacia la selva tropical principal a solo unos metros de distancia”, dijo Andreas Segerer, subdirector de la Colección Estatal de Zoología de Baviera, en Múnich. “Su extraordinaria biodiversidad es un ‘Jardín del Edén’ para los científicos y una fuente de resultados para proyectos de investigación exitosos”.
Los entomólogos han catalogado una gran variedad de insectos en el suelo y en las copas de los árboles de Panguana, incluidas mariposas (más de 600 especies), abejas azules (26 especies) y polillas (unas 15.000). Manfred Verhaagh, del Museo de Historia Natural de Karlsruhe, Alemania, identificó 520 especies de hormigas. (Demasiadas para los picnics en Panguana).
Mientras trabajaba en su disertación, Diller registró 52 especies de murciélagos en la reserva. “Ahora sabemos de 56”, dijo. “En contraste, solo hay 27 especies en todo el continente europeo”. La reserva ha sido colonizada por las tres especies de murciélagos vampiro. Aunque rara vez atacan a los humanos, uno cenó en el dedo gordo del pie de Diller. “Los murciélagos vampiros lamen con la lengua, en lugar de chupar”, dijo. “Después de que hacen una pequeña incisión con los colmillos, una proteína en su saliva llamada draculin actúa como un anticoagulante, que mantiene la sangre fluyendo mientras se alimentan”.
Regreso al lugar del accidente
Diller describió su juventud en Perú con entusiasmo y mucho afecto. Nació en Lima, donde sus padres trabajaban en el museo nacional de historia. Los terremotos eran comunes.
“Crecí sabiendo que nada es realmente seguro, ni siquiera el suelo firme sobre el que caminaba”, dijo Diller. “Los recuerdos me han ayudado una y otra vez a mantener la cabeza fría incluso en situaciones difíciles”.
Diller dijo que todavía le atormentaba la separación con su madre durante el vuelo. Cuando relató algunos momentos de la experiencia bajó la voz. “Sobre todo, por supuesto, el momento en el que tuve que aceptar que en realidad solo yo había sobrevivido y mi madre había muerto”, dijo. “Después llegó el momento en el que me di cuenta de que ya no se escuchaba ningún avión de búsqueda y entendí que seguramente moriría; y luego está la sensación de morir sin haber hecho nada de importancia en mi corta vida”.
Por el desastre aéreo consiguió una cierta fama que aceptó a regañadientes debido a una cursi película biográfica italiana de 1974, Miracles Still Happen [I miracoli accadono ancora], en la que una Diller adolescente es retratada como una chica histérica y boba. Durante muchos años, evitó a los medios de comunicación, y todavía le molestan los primeros reportajes que se publicaron sobre su caso, que a veces eran bastante inexactos. Según un relato de la revista Life en 1972, sobrevivió a la selva al construir una balsa de enredaderas y ramas. El semanario alemán Stern relató que se dio un festín con un pastel que supuestamente encontró entre los escombros e insinuó, a partir de una entrevista realizada durante su recuperación, que era arrogante e insensible.
Diller mantuvo un perfil bajo hasta 1998, cuando la contactó el director de cine Werner Herzog, quien esperaba convertir la historia de sobrevivencia en un documental para la televisión alemana. Mientras el cineasta buscaba locaciones para su drama histórico Aguirre, la ira de Dios, perdió por poco el mismo vuelo en Navidad que Diller. “Por lo que sé, es posible que nos hayamos cruzado en el aeropuerto”, le dijo Herzog.
Intrigada, Diller viajó a Perú y fue trasladada en helicóptero al lugar del accidente, en donde —en medio de los restos del avión que aún estaban esparcidos ahí— le contó a Herzog los detalles desgarradores. El momento más aterrador de la película fue cuando relató un recuerdo del cuarto día de su travesía en la selva, cuando se encontró con una fila de asientos del avión. Ahí, todavía con el cinturón de seguridad, estaban una mujer y dos hombres que habían aterrizado de cabeza. La hilera había caído con tal fuerza que quedaron enterrados a un metro bajo tierra y se alcanzaban a ver las piernas de los pasajeros que sobresalían grotescamente desde el suelo.
“Fue horrible”, me dijo. “No quería tocarlos, pero quería asegurarme de que la mujer no fuera mi madre. Tomé un palo y moví uno de sus pies con cuidado para poder verle las uñas de los pies. Tenían esmalte y respiré con tranquilidad. Mi madre nunca usó esmalte en las uñas”.
La colaboración de Diller con Herzog resultó en Las alas de la esperanza , una película inquietante que, filtrada a través del humanismo áspero de Herzog, exhibió la extraña y terrible belleza de la naturaleza. “Hacer el documental fue terapéutico”, dijo Diller. “Después del accidente nadie me ofreció ningún asesoramiento formal ni ayuda psicológica. No tenía ni idea de que era posible conseguir ayuda”.
De Lima a la selva
Diller cree que su tenacidad viene de su padre, Hans-Wilhelm Koepcke, un ecologista determinado. Conoció a su esposa, Maria von Mikulicz-Radecki, en 1947 en la Universidad de Kiel, donde ambos eran estudiantes de biología. (La tesis doctoral de su madre se enfocaba en la coloración de palomas silvestres y domésticas; el tema de la de su padre, las cochinillas). A fines de 1948, a Koepcke le ofrecieron un trabajo en el museo de historia natural de Lima.
Llegar allí no fue sencillo. Los viajes de la Europa en posguerra eran bastante complejos, pero solían ser particularmente problemáticos para los alemanes. No había pasaportes y las visas eran difíciles de conseguir.
Para llegar a Perú, Koepcke tuvo que llegar primero a un puerto y lograr entrar en un buque de carga transatlántico. Continuó a pie, recorrió varias cadenas montañosas, fue arrestado y cumplió su condena en un campo italiano de prisioneros, y finalmente fue enviado como polizón en la bodega de un carguero con destino a Uruguay en el que tuvo que excavar en un montón de sal de grano. Cuando finalmente se presentó en la oficina del director del museo, dos años después de aceptar la oferta de trabajo, le dijeron que el puesto ya estaba ocupado.
Pero no se rindió y terminó por administrar la colección de ictiología del museo. Su prometida lo alcanzó en un barco de vapor que atravesó el sur del Pacífico en 1950 y también fue contratada en el museo y con el tiempo llegó a dirigir el departamento de ornitología. Experta en aves neotropicales, desde entonces ha sido conmemorada en los nombres científicos de cuatro especies peruanas.
A él se le recuerda por una obra de dos volúmenes y 1684 páginas, Formas de vida: la base de una teoría biológica universalmente válida. En 1956, una especie de lagarto de lava endémica de Perú, Microlophus koepckeorum, fue nombrada en honor a la pareja.
En 1968, los Koepcke se mudaron de Lima a un pequeño trozo de bosque abandonado en medio de la selva. Su plan era hacer estudios de campo sobre sus plantas y animales durante cinco años y explorar la selva tropical sin explotarla. “No estaba exactamente emocionada con la idea de estar allí”, dijo Diller. “Tenía 14 años y no quería dejar a mis compañeros de escuela para estudiar en lo que imaginaba sería un lugar a la sombra de árboles altos, desde donde el dosel arbóreo no permitiría que llegara ni un solo rayo de sol”.
Para sorpresa de Juliane, su nuevo hogar no era lúgubre en absoluto. “Era hermoso, un sitio idílico en el río con árboles que florecían en un rojo intenso”, escribió en sus memorias. “Había mangos, guayabas y cítricos, y, lo más importante, un árbol glorioso de lupuna de 45 metros de altura, también conocido como ceiba”.
La familia vivía en Panguana a tiempo completo con un pastor alemán, llamado Lobo, y un periquito, Florian, en una cabaña de madera construida sobre pilotes, con techo de palma. Juliane recibió educación en casa durante dos años y sus libros de texto y tareas le llegaban por correo, hasta que las autoridades educativas le exigieron que regresara a Lima para terminar la secundaria.
‘Un lugar de paz y armonía’
Los padres de Diller inculcaron en su única hija no solo el amor por la naturaleza de la Amazonía, sino también el conocimiento del funcionamiento interno de su ecosistema imprevisible. Si alguna vez te pierdes en la selva, le aconsejaron, busca agua en movimiento y sigue su curso hasta llegar a un río, donde es probable que haya algún asentamiento humano.
Ese consejo resultó profético. En 1971, Juliane, partió del lugar del accidente, encontró un arroyo, que se convirtió en un riachuelo, que finalmente se transformó en un río. El día 11 de su terrible experiencia, se encontró con el campamento de un grupo de trabajadores forestales. Le dieron de comer yuca y le echaron gasolina en las heridas abiertas para sacar a los gusanos que sobresalían “como tallos de espárragos”, dijo. A la mañana siguiente, los trabajadores la llevaron a un pueblo, desde donde la transportaron en avión a un lugar seguro.
“Para mis padres, la estación de la selva era un santuario, un lugar de paz y armonía, aislado y hermoso de una manera sublime”, dijo Diller. “Me siento igual. La selva fue mi verdadera maestra. Aprendí a usar viejos senderos indígenas como atajos y trazar un sistema de caminos con una brújula y una regla plegable para orientarme en la maleza espesa. La selva forma parte de mí tanto como el amor que siento por mi esposo, la música de la gente que vive a lo largo del Amazonas y sus afluentes, y las cicatrices que conservo del accidente aéreo”.
Antes de 2020, cuando la pandemia de coronavirus restringió los viajes aéreos internacionales, Diller se propuso visitar la reserva natural dos veces al año en expediciones de un mes. Gran parte de su trabajo administrativo consiste en mantener los límites del desarrollo industrial y agrícola. Calcula que hasta el 17 por ciento de la Amazonía ha sido deforestada y lamenta que el deshielo, los patrones de lluvia fluctuantes y el calentamiento global —la temperatura promedio en Panguana ha aumentado 4 grados Celsius en los últimos 30 años— están provocando la reducción de sus humedales. Un estudio reciente publicado en la revista Science Advances advirtió que la selva tropical puede estar acercándose a un peligroso punto de no retorno.
“Después del 20 por ciento, no hay posibilidad de recuperación”, dijo, sombría, Diller. “Se podría esperar una muerte regresiva importante del bosque y una evolución bastante abrupta hacia otra cosa, probablemente una sabana degradada. Eso conduciría a un aumento dramático en las emisiones de gases de efecto invernadero, por eso es que la preservación de la selva peruana es tan urgente y necesaria”.
Bajo la dirección de Diller, Panguana ha aumentado su alcance a las comunidades indígenas vecinas al dar empleos, financiar una nueva escuela y crear conciencia sobre los efectos a corto y largo plazo de la actividad humana en la biodiversidad de la selva tropical y el cambio climático.
“La clave es lograr que las poblaciones de los alrededores se comprometan a preservar y proteger su medioambiente”, dijo. “La protección de las especies y el clima solo funcionará si quienes habitan ahí se integran en los proyectos, se benefician de sus ya modestas condiciones de vida y la cooperación es transparente”. Y ella planea volver y no dejar de hacerlo, una vez que los viajes aéreos se lo permitan.
Cincuenta años después del viaje traumático de Diller a través de la selva, se complace en mirar su vida y saber que ha alcanzado un propósito y significado. “El solo hecho de haber ayudado a la gente y haber hecho algo por la naturaleza significa que fue bueno que se me permitiera sobrevivir”, dijo con el esbozo de una sonrisa. “Y por eso estoy muy agradecida”.