Por The New York Times | Zeynep Tufekci
No es posible bañarse dos veces en el mismo río, se dice que observó el filósofo griego Heráclito. Hemos cambiado nosotros y ha cambiado el río.
Es cierto, pero eso no significa que no podamos aprender algo viendo qué otro curso podría haber tomado el río. Ahora que iniciamos el tercer año de la pandemia, debemos reflexionar sobre esos momentos en que el río se bifurcó y los países tomaron decisiones que afectaron a miles, millones de vidas.
¿Y si China hubiese sido franca y sincera en diciembre de 2019? ¿Y si la reacción del mundo en enero de 2020 hubiese sido tan rápida y enérgica como la de Taiwán? ¿Y si Estados Unidos hubiese aplicado medidas adecuadas de protección en febrero de 2020, como hizo Corea del Sur?
Analizar estas preguntas es desvelar una verdad atroz: se habría podido evitar mucho sufrimiento, una y otra vez, si se hubiesen tomado decisiones distintas que estaban a nuestro alcance y eran viables en algunos puntos de inflexión decisivos.
Al revisarlas y comprender qué se hizo mal podemos tener esperanzas de evitar errores similares en el futuro.
Lo que pasó en las primeras semanas: China encubrió el brote
Nuestra información sobre lo sucedido cuando el coronavirus fue detectado supuestamente por primera vez en Wuhan, China, en diciembre de 2019, sigue siendo muy limitada. Se expulsó a los reporteros que trabajaban para los medios occidentales, e incluso se encarceló a periodistas ciudadanos del país que divulgaron información durante los primeros días. Pero los indicios apuntan claramente a que China era consciente del peligro mucho antes de que se lo contara al mundo.
El South China Morning Post, periódico propiedad de una importante compañía china, informó de que los funcionarios chinos detectaron casos fechados el 17 de noviembre de 2019. Varios científicos occidentales dijeron que sus colegas de China les hablaron del brote a mediados de diciembre. Los médicos que denunciaron la situación fueron presuntamente silenciados desde mediados de diciembre en adelante. A finales de diciembre, se supo que los hospitales de Wuhan estaban poniendo en cuarentena a los pacientes enfermos, y que el personal médico también empezó a enfermar: un claro indicio del contagio de persona a persona, el primer paso hacia una pandemia.
Finalmente, el 31 de diciembre de 2019, a medida que crecieron los rumores, los funcionarios sanitarios de Wuhan reconocieron 27 casos de una “neumonía de origen desconocido” provocada por un virus, pero afirmaron que no había indicios de un “obvio contagio de persona a persona”. Al día siguiente, cuando los medios estatales chinos anunciaron que las autoridades habían sancionado a ocho personas por difundir rumores sobre el virus, incluido Li Wenliang, el doctor que había señalado que los misteriosos casos de neumonía se parecían a los de SARS y había advertido a sus colegas de que llevaran equipos protectores, y que moriría más tarde de COVID-19.
No fue hasta el 20 de enero de 2020 cuando las autoridades chinas admitieron públicamente que el virus se estaba contagiando claramente de persona a persona. Tres días más tarde, confinaron la ciudad de Wuhan.
A esas alturas, el virus había tenido semanas para propagarse mucho más allá de las fronteras chinas, y empezaba a generar brotes a nivel mundial. Había una pandemia en ciernes.
Lo que podría haber pasado: China le cuenta al mundo la verdad y se evita la pandemia
China podría haber notificado a la Organización Mundial de la Salud en algún momento entre principios y mediados de diciembre que había sufrido un brote de un coronavirus desconocido hasta entonces y similar al temible patógeno SARS, y de inmediato secuenciar el virus y compartir el genoma, lo que habría permitido el desarrollo de pruebas. El resto del mundo también habría tenido que actuar. Los gobiernos podrían haberse asegurado del desarrollo inmediato de pruebas para detectar el mayor número posible de casos. Las autoridades sanitarias podrían haber aislado a las personas contagiadas, y haber rastreado y puesto en cuarentena a quienes hubiesen estado en contacto con ellas. Se podrían haber aplicado restricciones de viajes y pruebas para impedir la propagación fuera de China.
Quizá parezca ilusorio decir que se podría haber eliminado el brote antes de que se convirtiera en pandemia, pero se contuvieron más tarde otros brotes de este virus. Esta primera ola también podría haberse contenido, y haber evitado por completo la pandemia, salvando así millones de vidas y mucho sufrimiento.
Lo que pasó después de que China lo encubriera: el mundo no hizo caso de las advertencias y no tomó medidas
El 30 de diciembre de 2019, ProMED, un servicio que rastrea los brotes de enfermedades infecciosas en todo el mundo, advirtió de una serie de casos de “neumonía de origen desconocido” en Wuhan. Helen Branswell, experimentada periodista especializada en enfermedades infecciosas, compartió en Twitter la alerta informativa al día siguiente, y dijo que le había hecho revivir los “recuerdos del #SARS”. Ese mismo día, los Centros para el Control de Enfermedades de Taiwán —con sus estrechos contactos sobre el terreno en China— enviaron un correo electrónico a la OMS expresando su preocupación por el aislamiento de los pacientes en Wuhan, una clara señal de la propagación de un brote de contagios de persona a persona.
El 11 de enero de 2020, un científico chino tuvo la valentía de permitir que un colega australiano publicara el genoma del virus en un banco de genes, sin autorización oficial. Esto supuso que el mundo entero pudiera ahora ver que se trataba de un nuevo coronavirus, estrechamente relacionado con el SARS. Al día siguiente, cerraron el laboratorio del científico.
Las dudas sobre si el virus podía propagarse de persona a persona deberían haber quedado despejadas a mediados de enero de 2020, cuando se informó de que una mujer en Tailandia y un hombre en Japón habían dado positivo sin haber estado en el mercado de mariscos de Wuhan que, según las autoridades chinas, había sido el foco del contagio. Entretanto, a pesar de los claros indicios de la transmisibilidad del virus, el número de casos reportados por China se mantuvo en 44. (Más tarde, nos enteramos de que a los profesionales médicos ni siquiera se les permitió reportar casos no relacionados con el mercado de mariscos.) Sin embargo, la OMS siguió repitiendo el relato de China de que no había indicios de contagio de persona a persona.
No fue hasta que China confinó Wuhan el 23 de enero de 2020 cuando el resto del mundo pudo ver lo grave que era la amenaza, e incluso entonces la reacción mundial siguió siendo muy débil.
Lo que podría haber pasado: el mundo no se deja engañar por China y toma medidas
¿Cómo habrían podido los países saber lo que había tras la cortina de humo de China? Podrían haber hecho lo que hizo Taiwán.
El 31 de diciembre de 2019, el mismo día en que los funcionarios taiwaneses enviaron el correo electrónico a la OMS, empezaron a subir a todos los aviones provenientes directamente desde Wuhan y a examinar a los pasajeros para saber si tenían síntomas, como fiebre.
“No logramos obtener respuestas satisfactorias ni de la OMS ni del Centro Chino para el Control y la Prevención de Enfermedades, y nos pusimos nerviosos y empezamos a prepararnos por nuestra cuenta”, declaró el ministro de Exteriores, Joseph Wu, a la revista Time.
Se racionaron las mascarillas, para asegurar que hubiese suficientes para toda la población, y se repartieron en las escuelas. Se mandó a soldados a las cadenas de montaje de las fábricas de mascarillas para aumentar el suministro. El país destinó rápidamente dinero a las empresas que perdían clientes e ingresos.
Durante la mayor parte de 2020, hubo muy pocos casos de COVID-19 en Taiwán. Hubo 253 días consecutivos en que no se registró ningún caso de contagio local, a pesar de que se habían realizado frecuentes viajes a China —incluida Wuhan— antes de enero de 2020. Con la realización generalizada de pruebas y rastreos, sofocaron dos grandes brotes —uno que empezó en marzo de 2020 y, aún más impresionante, un importante brote de la variante alfa, más contagiosa, en el verano de 2021— logrando volver a reducir a cero los casos locales. Eso demuestra lo que era posible con una respuesta temprana y contundente.
Taiwán ha sufrido 853 muertes. Si Estados Unidos hubiese sufrido una tasa de muertes parecida, habríamos perdido a unas 12.000 personas, en vez de casi un millón.
Taiwán demuestra que incluso a principios de enero había la suficiente información para preocuparse por el virus, y la posibilidad de eliminar cualquier brote.
Lo que pasó después de que el brote se hiciera global: se ignoró la amenaza real de contagio
Ante el precipicio de una pandemia, hubo demasiados funcionarios importantes que no entendieron que el virus se estaba extendiendo, a pesar de los indicios que iban apareciendo, lo que en la práctica supuso que no limitaran su propagación y costase miles de vidas.
El 3 de febrero de 2020, se ordenó al crucero Diamond Princess permanecer en el puerto de Yokohama, en Japón, dos días después de que un pasajero que había desembarcado en Hong Kong diera positivo por COVID-19. Después de que se detectaran otros diez pasajeros contagiados, se puso el barco en cuarentena. Al final habría 712 casos, 19 de ellos a bordo, con 14 muertos.
Se contagiaron 9 profesionales sanitarios que atendieron al barco. Parecía bastante improbable, señaló Hitoshi Oshitani, profesor de virología japonés, que todos estos profesionales, expertos en el control de infecciones, no adoptaran las precauciones recomendadas.
En ese momento, las directrices de la OMS y de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades partían del supuesto de que el virus se contagiaba a través de las gotículas expulsadas por la nariz y la boca que enseguida caían al suelo o a las superficies, debido a su tamaño. Se aconsejó a la gente que mantuviera la suficiente distancia interpersonal para evitar el alcance de las gotículas, y que se lavara las manos en caso de haberlas tocado en una superficie.
Oshitani sospechó que, si los trabajadores se contagiaron a pesar de estas instrucciones, y si los pasajeros se contagiaron incluso cuando estaban en cuarentena, lo probable era que el virus se transmitiese por diminutas partículas en el aire —los aerosoles—, que se podían propagar mucho más, flotar por ahí y concentrarse, sobre todo en interiores.
La explicación de la propagación por aerosoles cobró fuerza después de que 61 personas asistieran al ensayo de un coro en Skagit, Washington, el 10 de marzo de 2020. La iglesia siguió las recomendaciones basadas en la transmisión por gotículas, de modo que dejó la puerta abierta para que nadie tocara el pomo y evitó los apretones de mano y los abrazos. Nadie estuvo a menos de dos metros de la persona que se sospecha que acudió ya infectada. Sin embargo, se contagiaron 52 personas, el 85 por ciento de las allí presentes.
Muchos expertos occidentales, incluidos los de Estados Unidos, Europa y la OMS, descartaron estos y otros indicios de transmisión por el aire. Hubo países como Estados Unidos que no impusieron la mascarilla para limitar la propagación por el aire, pero que se preocuparon por la proliferación de los gérmenes en el correo de la gente y las compras domésticas. Tras la existencia de mayores indicios y los intentos organizados de cientos de científicos expertos en aerosoles, empezó a corregirse ligeramente el rumbo a finales de 2020, pero de forma vacilante, incompleta y demasiado discreta.
Por ejemplo, no fue sino hasta diciembre de 2020 cuando la OMS empezó a recomendar la mascarilla en interiores, aunque se mantuviera la distancia social, y todavía entonces se decía que solo en los espacios mal ventilados; y fue en diciembre de 2021 —dos años después de que empezara todo— cuando por fin recomendó las mascarillas de alta protección para los profesionales sanitarios.
También se asumió que solo las personas con síntomas —como la fiebre— estaban infectadas, a pesar de contar con indicios previos de lo contrario.
El 26 de enero de 2020, el ministro de Sanidad chino dio una rueda de prensa donde advirtió de que las personas sin síntomas podían transmitir el virus. Esa misma semana, en The Lancet se documentaba un caso donde se pudo ver la infección en los pulmones de un paciente que no había presentado síntomas. Un artículo publicado en la New England Journal of Medicine, también en la misma semana, daba cuenta de varios casos donde solo habían aparecido síntomas leves, y sus autores hacían hincapié en que eso hacía muy fácil pasarlos por alto. Múltiples informes de científicos alemanes revelaron enseguida unas conclusiones similares basadas en los casos de su país.
Sin embargo, muchas autoridades sanitarias ignoraron, negaron e incluso desdeñaron la evidencia del contagio asintomático. Los funcionarios de Estados Unidos, por ejemplo, tardaron hasta bien entrado marzo en aceptar que las personas asintomáticas podrían ser contagiosas.
No reconocer este tipo de transmisión supuso que no se atendiera a la urgencia de realizar pruebas generalizadas, y el virus se propagó en silencio, sin que se adoptaran precauciones críticas, hasta su exponencial crecimiento en lugares como la ciudad de Nueva York. La identificación y puesta en cuarentena de quienes hubiesen estado en contacto con personas contagiadas se consideró innecesario y alarmista en Estados Unidos. Los Centros para el Control de las Enfermedades y la OMS al principio recomendaron la mascarilla solo para los enfermos.
Otro traspié fundamental fue que no se reconociera el principal patrón de propagación del virus, en grandes estallidos.
Aquel febrero, la conclusión de Oshitani y sus colegas fue que la inmensa mayoría de las personas contagiadas no transmitían el virus, mientras que un pequeño número eran supercontagiadores en interiores como restaurantes, clubes nocturnos, karaokes gimnasios y similares, sobre todo si estaban mal ventilados. Desarrollaron nuevos métodos para rastrear el origen de las infecciones, encontrar los focos de contagio y de este modo buscar otros casos.
Lo que podría haber pasado: los funcionarios podrían haber implementado estrategias de mitigación efectivas y tempranas
El resto del mundo podría haber entendido el virus como lo hicieron los funcionarios japoneses. Basándose en sus deducciones, a las que llegaron en febrero de 2020, de que la COVID-19 se transmitía sobre todo por el aire, se propagaba de forma asintomática cobraba impulso mediante focos de contagio, para principios de marzo ya estaban recomendando llevar la mascarilla, y a insistir en la necesidad de la ventilación y a aconsejar a la población que evitara las tres ces: espacios cerrados, lugares concurridos y entornos de contacto cercano.
Los estadounidenses, en cambio, desinfectaban los productos de sus compras, y la OMS siguió insistiendo en el lavado de manos y la distancia social, o mantenerse a dos metros de los demás. Japón ha tenido unas 25.000 muertes por COVID-19, que equivaldría a un poco menos de 66.000 en un país del tamaño de Estados Unidos.
Hacer pruebas de manera masiva podría haber detectado a las personas contagiosas antes de saber que estaban enfermas e incluso a las que nunca habían tenido síntomas. Con ventilación y sistemas de filtración del aire se podrían haber hecho más seguros los espacios interiores.
En vez de cerrar los parques, se podrían haber trasladado las actividades al exterior cuando el clima lo permitiera, puesto que la ventilación natural es más efectiva para disipar el virus. Se podría haber entendido antes la función fundamental de las mascarillas, además de los beneficios de aquellas de mejor calidad. En vez de gastar el dinero en barreras de plexiglás —que no impiden totalmente el paso de los aerosoles e incluso pueden crear zonas muertas sin ventilación—, los colegios podrían haber empezado a actualizar sus sistemas de ventilación y climatización, y a instalar filtros de aire HEPA, que pueden filtrar los virus. Se podría haber adoptado la estrategia de Japón de apuntar a los focos de contagio.
Además, aunque es más fácil acabar con una epidemia si se actúa pronto, es su propagación silenciosa y los supercontagios lo que hace aún más importante reaccionar a tiempo, como demuestra la respuesta temprana de Corea del Sur.
Corea del Sur experimentó varios supercontagios en febrero de 2020, incluido uno en una iglesia secreta de Corea del Sur, donde se registraron más de 5000 contagios, se cree que derivados de una sola persona. El país tenía el mayor número de casos fuera de China en ese momento.
Los funcionarios surcoreanos se apresuraron a tomar medidas, y lanzaron una campaña masiva de pruebas —llevaban desde enero preparando su capacidad de testeo—, con la posibilidad de hacerse la prueba sin salir del coche, y el rastreo vigoroso de los contactos.
Corea del Sur venció ese brote potencialmente catastrófico, y siguió limitando en gran medida sus casos. Tuvieron menos de 1000 muertos en todo 2020. En Estados Unidos, eso se habría traducido en menos de 7000 muertos por la COVID-19 en 2020. En cambio, los cálculos sitúan la cifra de muertes en más de 375.000.
Lo que pasó: cuando se desarrollaron las vacunas, los países ricos las acapararon
El mayor logro científico de la pandemia ha sido quizá el rápido desarrollo de vacunas seguras y efectivas.
En enero de 2020, el CEO de BioNTech, Ugur Sahin, empezó a diseñar vacunas en cuanto leyó el estudio de The Lancet que señalaba la existencia de casos asintomáticos, lo que lo convenció de que probablemente habría una pandemia. Entonces convenció a Pfizer, su inversor, al principio escéptico, para que lo respaldara.
El 15 de mayo de 2020, Estados Unidos puso en marcha la Operación Máxima Velocidad, con la que financió el desarrollo de seis vacunas candidatas. Cinco de ellas resultaron ser altamente efectivas, sin ninguna garantía previa. La primera en producir unos resultados espectaculares fue la de Pfizer y BioNTech. La de Moderna le siguió poco después.
El suministro fue un problema inmediato. Al principio, Pfizer calculó que produciría hasta 1350 millones de dosis en 2021, suficientes solo para que el 8,5 por ciento de la población mundial recibiera las dos dosis. No se esperaba que Moderna, una compañía mucho más pequeña, pudiese superar eso. La vacuna de AstraZeneca tampoco podría salvar la brecha con la rapidez necesaria.
Además, hubo un compromiso insuficiente para que las vacunas se distribuyeran de manera justa en todo el mundo.
En cambio, fueron los países ricos que habían hecho pedidos anticipados o habían financiado la investigación los que recibieron la mayoría de las dosis iniciales.
La producción de vacunas aumentó, pero con lentitud. No hubo un consorcio o una puesta en común de recursos para redoblar los suministros. La tecnología no se transfirió a los países de renta baja y media. No se liberaron las patentes. La iniciativa de la OMS para conseguir vacunas para los países más pobres, conocida como Covax, no fue capaz de comprar las dosis necesarias, y las donaciones que se realizaron fueron insuficientes y caóticas.
Después, en un giro de los acontecimientos en gran medida inesperado, empezaron a aparecer peligrosas variantes del coronavirus a finales de 2020: alfa, delta y después ómicron.
Una vacunación generalizada más temprana podría haber ayudado a limitar la posibilidad de que surgieran estas variantes. Además, pueden haber aparecido muchas variantes a través del contagio persistente de las personas con inmunodeficiencia, como las que tienen el VIH y no reciben tratamiento, otro terrible legado de la desigualdad sanitaria mundial.
Lo que podría haber pasado: se redobla el suministro de vacunas, con una distribución razonable
Los líderes políticos de los países ricos deberían haber juntado a los fabricantes de vacunas para arreglar una serie de condiciones y acuerdos que solo se pueden alcanzar con la presión de los gobiernos: centros de fabricación compartidos, formación de expertos y puesta en común de la propiedad intelectual. La transferencia tecnológica a los países más pobres podría haber logrado el objetivo último: un mundo donde muchos países pueden producir vacunas efectivas. Los fabricantes de vacunas ya existentes seguirían obteniendo ganancias importantes, sobre todo teniendo en cuenta que ellos, también, se han beneficiado de la financiación pública de la investigación.
Los países pueden querer vacunar primero a sus propios ciudadanos, incluso a los que corren mucho menos peligro. Sin embargo, para salvar la mayor cantidad de vidas posible, se deben establecer las prioridades a nivel mundial. Los profesionales sanitarios, las personas mayores y las que corren un alto riesgo son las primeras a las que se debería haber vacunado.
Se podrían haber empezado de inmediato los ensayos clínicos para valorar si se podría funcionar bien con un retraso de la segunda dosis, y permitir un reparto geográfico más amplio de las dosis. Los resultados iniciales sobre el efecto protector de las primeras dosis fueron alentadores.
Algunos países, como Canadá y Gran Bretaña, sí prolongaron el periodo entre las dosis como estrategia para vacunar a más de sus ciudadanos, con buenos resultados. Se protegió rápidamente a más de su población vulnerable. Además, según habían predicho algunos inmunólogos, con unos intervalos más largos la gente sigue estando protegida: en parte, se había establecido un periodo inusualmente breve entre las dos primeras inyecciones para acelerar los ensayos. Sin embargo, en Estados Unidos, no se pudo estudiar o poner en marcha esas estrategias adaptativas.
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Lo que es necesario que pase
Cuando termine la pandemia, la tentación será pasar página y recuperar lo que había sido la vida normal. Estará bien que así sea para cada persona. En cambio, las grietas descubiertas en nuestros gobiernos e instituciones sanitarias públicas por dos años de inercia, errores y resistencia a la evidencia hacen que sea fundamental una amplia y rigurosa disección de lo sucedido si es que queremos corregir el curso en futuros desafíos.
Los comités nacionales e internacionales tienen que ayudarnos a ver dónde nos equivocamos, sin recurrir a chivos expiatorios, y cómo responder ante futuros brotes, sin ponerse a la defensiva y justificar lo que hicieran las autoridades de la salud pública y los dirigentes nacionales durante este tiempo, aunque fuese bienintencionado. En algunos países, sería fácil concentrarse solo en dirigentes políticos como el presidente Donald Trump, quien perjudicó gravemente la respuesta estadounidense. Pero los altos funcionarios de la salud, los científicos de alto nivel y los gobernadores de los estados dieron muchos pasos en falso por el camino. En un momento de creciente desconfianza internacional, tenemos que trabajar para aumentar la confianza y la cooperación mutua. Tenemos que entender mejor cómo incorporar rápidamente la evidencia científica a las políticas públicas en la materia, y entender mejor la reacción humana ante unos sucesos tan importantes y complejos.
Si podemos hacer eso, salvar vidas y mitigar el sufrimiento en el futuro, no compensará las pérdidas y las adversidades que hemos padecido en los dos últimos años. Pero sí podemos decir al menos que hicimos lo posible por aprender de ello; que ese sea un legado positivo de todo esto.
Zeynep Tufekci (@zeynep) es profesora adjunta de la Universidad de Carolina del Norte, autora de Twitter and Tear Gas: The Power and Fragility of Networked Protest y columnista de Opinión. Tests (Medical) Coronavirus Risks and Safety Concerns Disease Rates Heating, Ventilation and Cooling (HVAC) Public-Private Sector Cooperation Coronavirus (2019-nCoV) Politics and Government Shutdowns (Institutional) Quarantines Centers for Disease Control and Prevention World Health Organization