Por The New York Times | Roni Caryn Rabin

Pocas peculiaridades del COVID-19 han suscitado tanto interés como la anosmia, la pérdida repentina del olfato que se ha convertido en una característica muy conocida de la enfermedad. Los pacientes con COVID-19 pierden este sentido incluso sin tener la nariz congestionada; la pérdida puede hacer que la comida sepa a cartón y que el café tenga un aroma desagradable, y en ocasiones puede persistir después de que se hayan superado otros síntomas.

Los científicos están empezando a desentrañar los mecanismos biológicos, los cuales han sido todo un misterio: las neuronas que detectan los olores carecen de los receptores que el coronavirus utiliza para entrar en las células, lo que ha provocado un amplio debate sobre si pueden infectarse.

Los resultados de la nueva investigación podrían aclarar la manera en que el coronavirus puede afectar a otros tipos de neuronas, dando lugar a trastornos como la “niebla mental”, y tal vez ayudar a explicar los mecanismos biológicos que subyacen al COVID-19 prolongado, es decir, los síntomas que persisten durante semanas o meses después del contagio inicial.

La investigación nueva, junto con estudios anteriores, zanja el debate sobre si el coronavirus infecta las células nerviosas que detectan los olores: no es así; sin embargo, los investigadores descubrieron que el virus sí ataca a otras células de sostén que recubren la cavidad nasal.

Las células infectadas se desprenden del virus y mueren, mientras que las células inmunitarias inundan la región para combatir el virus. La inflamación subsiguiente causa estragos en los receptores olfativos, proteínas situadas en la superficie de las células nerviosas de la nariz que detectan y transmiten información sobre los olores.

El proceso altera la organización sofisticada de los genes en esas neuronas, provocándoles básicamente un corto circuito, informaron los investigadores.

Su trabajo representa un gran avance en la comprensión de cómo las células esenciales para el sentido del olfato se ven afectadas por el virus, a pesar de que no están infectadas de manera directa, señaló Sandeep Robert Datta, profesor adjunto de neurobiología en la Escuela de Medicina de Harvard, quien no participó en el estudio.

“Está claro que, indirectamente, si se afectan las células de sostén de la nariz, ocurren muchas cosas malas”, dijo Datta. “La inflamación en las células adyacentes desencadena cambios en las neuronas sensoriales que impiden su funcionamiento correcto”.

De hecho, al parecer muchas complicaciones del COVID-19 son causadas por el fuego amigo del sistema inmunitario, que responde a la infección inundando el torrente sanguíneo con unas proteínas inflamatorias llamadas citoquinas, las cuales pueden dañar los tejidos y los órganos.

“Este podría ser un principio general: que mucho de lo que nos hace el virus es consecuencia de su capacidad para producir inflamación”, comentó Datta.

El nuevo estudio se basa en investigaciones realizadas en el Instituto Zuckerman y el Centro Médico Irving de la Universidad de Columbia en Nueva York; la Facultad de Medicina Grossman de la Universidad de Nueva York; la Facultad de Medicina Icahn del Monte Sinaí en Nueva York; Baylor Genetics en Houston; y la Facultad de Medicina de la Universidad de California en Davis. La investigación se publicó en línea en la revista Cell a principios de febrero.

Los científicos examinaron hámsteres dorados y muestras de tejido humano de 23 pacientes que fallecieron a causa del COVID-19. Después de infectar a los hámsteres con el coronavirus original, los científicos registraron el daño a sus sistemas olfativos a lo largo del tiempo. (¿Cómo sabes que un hámster dorado ha perdido el sentido del olfato? No se le da de comer durante varias horas y luego se entierran bolitas de cereal de chocolate en donde duermen, explicó Benjamin tenOever, profesor de microbiología en NYU Langone Health y autor de la investigación nueva. Los hámsteres que pueden oler encontrarán el cereal en segundos). Los investigadores averiguaron que el virus no invadió las neuronas, sino solo las células que desempeñan funciones de apoyo en el sistema olfativo, pero fue suficiente para alterar la función de las neuronas cercanas, lo que provocó una pérdida de olfato.

La respuesta inmunitaria alteró la estructura de los genes en las neuronas, interrumpiendo la producción de receptores de olor, afirmó Marianna Zazhytska, becaria posdoctoral en el Instituto Zuckerman y una de las primeras autoras del artículo, junto con una estudiante de posgrado, Albana Kodra.

“No es el virus el que provoca toda esta reorganización, sino la respuesta inflamatoria sistémica”, dijo Zazhytska. “Las neuronas no albergan el virus, pero no hacen lo que hacían antes”.

La capacidad de los receptores olfativos para enviar y recibir mensajes se altera, pero las neuronas no mueren, por lo que el sistema puede recuperarse una vez superada la enfermedad.

Investigaciones anteriores del Instituto Zuckerman demostraron que las neuronas que detectan los olores tienen estructuras organizacionales genómicas complejas que son esenciales para la creación de receptores de olores, y los genes receptores se comunican entre sí con mucha intensidad, comentó Stavros Lomvardas, uno de los autores de la investigación.

“Al principio vimos que, tras la infección, la organización genómica de estas neuronas cambia por completo: están irreconocibles en comparación con cómo son por lo general”, dijo Lomvardas.

“Las células infectadas liberan una señal que es recibida por las neuronas que suelen detectar los olores, y les ordena reorganizarse y detener la expresión de los genes de los receptores olfativos”, dijo.

Lomvardas sugirió que esto podría representar una adaptación evolutiva que ofrece una especie de resistencia antiviral y cuyo propósito principal puede ser evitar que el virus entre en el cerebro. “Eso fue un alivio para nosotros”, dijo. “Fue una buena noticia”. Martina Madaschi huele un extracto durante un taller sensorial para ayudar a las personas a recuperar las capacidades olfativas perdidas tras contagiarse de COVID-19, en la Universidad Católica del Sagrado Corazón de Piacenza, Italia, el 19 de julio de 2021. (Fabio Bucciarelli/The New York Times)