Por The New York Times | Stephanie Nolen
Dentro de poco, Irene Mekel tendrá que elegir el día de su muerte.
No tiene prisa: le gusta su vida, en una casa elegante y espaciosa de Castricum, un pueblo neerlandés junto al mar. En su jardín trasero crecen flores, y cerca hay un mercado donde los vendedores saludan a los aldeanos por su nombre. Pero si su vida va a acabar como ella quiere, tendrá que elegir una fecha, antes de lo que le gustaría.
“Es una tragedia”, dijo.
Mekel, de 82 años, padece la enfermedad de Alzheimer. Se la diagnosticaron hace un año. Sabe que su función cognitiva disminuye lentamente, y sabe lo que viene. Trabajó durante años como enfermera y cuidó de su hermana, que padecía demencia vascular. De momento, se las arregla, con la ayuda de sus tres hijos y una gran pantalla en un rincón del salón que actualizan a distancia para recordarle las fechas y las citas.
En un futuro no muy lejano, ya no será seguro que se quede sola en casa. Tuvo una mala caída y se rompió el codo en agosto. No cree que pueda vivir con sus hijos, que están ocupados con sus carreras y sus propios hijos. Está decidida a no trasladarse nunca a una residencia, lo que considera una pérdida de dignidad intolerable. Como ciudadana neerlandesa, tiene derecho por ley a solicitar que un médico la ayude a finalizar su vida cuando llegue a un punto de sufrimiento insoportable. Así que ha solicitado una muerte médicamente asistida.
En 2023, poco antes de ser diagnosticada, Mekel asistió a un taller organizado por la Asociación Neerlandesa para el Final Voluntario de la Vida. Allí aprendió a redactar un documento de solicitud anticipada en el que expondría sus deseos, incluidas las condiciones en las que solicitaría lo que en los Países Bajos se denomina eutanasia. Decidió que sería cuando no pudiera reconocer a sus hijos y nietos, mantener una conversación o vivir en su propia casa.
Pero cuando el médico de cabecera de Mekel leyó el documento de voluntades anticipadas dijo que, aunque apoyaba la eutanasia, no podía practicarla. No lo hará por alguien que, por definición, ha perdido la capacidad de dar su consentimiento.
Un número cada vez mayor de países de todo el mundo, desde Ecuador hasta Alemania, están legalizando la asistencia médica para morir. Pero, en la mayoría de esos países, el procedimiento solo está disponible para las personas con enfermedades terminales.
Países Bajos es uno de los cuatro países (además de la provincia canadiense de Quebec) que permiten la muerte médicamente asistida por solicitud anticipada para las personas con demencia. Pero la idea está ganando apoyo en otros países, a medida que la población envejece y las intervenciones médicas hacen que más personas vivan lo suficiente como para experimentar un deterioro cognitivo.
El público neerlandés apoya firmemente el derecho a la muerte asistida para las personas con demencia. Sin embargo, la mayoría de los médicos neerlandeses se niegan a proporcionarla. Consideran que la carga moral de poner fin a la vida de quien ya no tiene capacidad cognitiva para confirmar sus deseos es demasiado pesada.
El médico de Mekel la remitió al Centro de Expertos en Eutanasia, en La Haya, una organización que forma a médicos y enfermeras para practicar la eutanasia dentro de los parámetros de la legislación neerlandesa y pone en contacto a los pacientes con un equipo médico que investigará la solicitud y proporcionará la muerte asistida a las personas que reúnan los requisitos en los casos en que sus propios médicos no lo hagan. Pero incluso estos médicos son reacios a actuar cuando una persona ha perdido la capacidad mental.
El año pasado, un médico y una enfermera del centro vinieron cada tres meses a reunirse con Mekel para tomar un té. Aparentemente, venían a hablar de sus deseos para el final de su vida. Pero Mekel sabía que, en realidad, lo que hacían era vigilar el rápido deterioro de sus facultades mentales. Podría parecer una hora del té, dijo, “pero veo que me observan”.
Bert Keizer está alerta para un momento muy particular: se conoce como “cinco para las doce”, cinco minutos para la medianoche. Los médicos, los pacientes y sus cuidadores entablan una delicada negociación para cronometrar la muerte en el último momento antes de que la persona pierda la capacidad de expresar claramente un deseo racional de morir. Cumplirá la petición de Mekel de acabar con su vida solo mientras sea plenamente consciente de lo que pide.
Deben actuar antes de que la demencia la haya engañado, como a tantos otros de sus pacientes, haciéndole creer que su mente está bien.
“Este equilibrio es algo muy difícil de descubrir”, dijo, “porque tú, como médico, y ella, como paciente, ninguno de los dos sabemos exactamente cuál es el pronóstico, cómo evolucionarán las cosas… y por eso el aspecto angustiante de todo esto es determinar el momento correcto para lo horrible”.
Mekel cree que esa negociación es profundamente frustrante: el proceso no admite la idea de que el mero hecho de tener que aceptar cuidados pueda considerarse una forma de sufrimiento, que preocuparse por lo que nos espera sea sufrimiento, que la pérdida de dignidad sea sufrimiento. Se pregunta de quién es la valoración que debe tener más peso: de la Irene Mekel actual, que considera insoportable la pérdida de autonomía, o de la Irene del futuro, con demencia avanzada, que ya no es infeliz, o ya no puede transmitir que es infeliz, si alguien debe alimentarla y vestirla.
Más de 500.000 de los 18 millones de habitantes de los Países Bajos tienen documentos de solicitud anticipada como el suyo, archivados por sus médicos de cabecera, en los que exponen explícitamente sus deseos de muerte asistida por un médico en caso de deterioro cognitivo hasta un punto que consideran intolerable. La mayoría asume que una solicitud anticipada les permitirá avanzar hacia la demencia y que sus cónyuges, hijos o cuidadores elegirán el momento en que debe terminar su vida.
Sin embargo, de las 9000 muertes asistidas por médicos que se producen cada año en los Países Bajos, solo seis o siete corresponden a personas que han perdido la capacidad mental. La inmensa mayoría son para personas con enfermedades terminales, sobre todo cáncer, y un número menor para personas con otras afecciones no terminales que ocasionan sufrimiento agudo, como enfermedades neurodegenerativas o depresión intratable.
Los médicos, que fueron los principales impulsores de la creación de la ley neerlandesa de muerte asistida —no el Parlamento, ni un tribunal constitucional, como en la mayoría de los demás países donde el procedimiento es legal—, tienen opiniones firmes sobre lo que harán y lo que no harán. “Cinco para las doce” es el compromiso pragmático que ha surgido en los 23 años transcurridos desde que se modificó el código penal para permitir que los médicos finalicen la vida en situaciones de “sufrimiento insoportable e irremediable”.
Un impacto
Mekel, menuda y enérgica, sospechaba desde hacía tiempo, antes de recibir el diagnóstico, que padecía alzhéimer. Hubo pequeñas señales inquietantes, y luego una grande, cuando un día tomó un taxi para regresar a su hogar y no pudo reconocer ni una sola casa de la calle en la que había vivido durante 45 años, no pudo identificar su propia puerta principal.
En ese momento, supo que había llegado el momento de empezar a hacer planes.
Ella y su mejor amiga, Jean, a menudo hablaban de cómo temían la idea de una residencia de ancianos, de necesitar a alguien que las vistiera, que las sacara de la cama por la mañana, de que su mundo se redujera a un solárium al final de un pabellón.
“Cuando pierdes tu propia voluntad y dejas de ser independiente, esa es mi pesadilla”, dijo. “Creo que me suicidaría”.
Sabe que la cognición puede desaparecer casi imperceptiblemente, como la niebla sobre un jardín en una mañana de primavera. Pero la noticia de que tendría que pedirle a Keizer que pusiera fin a su vida antes de que se produjeran esas pérdidas fue un impacto.
Su angustia ante la aceleración de los plazos no es una respuesta poco común.
Pieter Stigter, especialista en geriatría que trabaja en residencias de ancianos y quien también es asesor del Centro de Expertos, debe explicar con frecuencia a los sorprendidos pacientes que sus voluntades anticipadas, cuidadosamente redactadas, carecen básicamente de sentido.
“Lo primero que les digo es: ‘Lo siento, eso no va a ocurrir’”, dijo. “La muerte asistida siendo mentalmente incompetente, no va a ocurrir. Así que ahora vamos a hablar de cómo vamos a evitar llegar a eso”.
Los pacientes que han cuidado a sus propios padres con demencia pueden especificar en sus voluntades anticipadas que no desean llegar al punto de estar postrados en cama, incontinentes o incapaces de alimentarse por sí mismos. “Sin embargo, aunque alguien lo acepte sonriendo pacientemente, va a ser muy difícil convencerlo en ese momento de que, aunque alguien lo haya descrito en una etapa anterior, en ese momento se trata de un sufrimiento insoportable”, dijo Stigter.
La primera línea que la gente escribe en una directiva siempre es: “‘Si llego al punto de no reconocer a mis hijos’”, dijo. “Pero, ¿qué es el reconocimiento? ¿Es saber el nombre de alguien, o es tener una gran sonrisa cuando alguien entra en tu habitación?”.
La regla de “cinco para las doce” hace que la carga que se impone a los médicos sea moralmente tolerable.
“Como médico, eres quien tiene que hacerlo”, dijo Stigter, un hombre cálido y vigoroso de 44 años. “Soy yo quien lo hace. Tiene que ser algo que se sienta correcto para mí”.
Las conversaciones sobre las solicitudes anticipadas de muerte asistida en los Países Bajos se ven ensombrecidas por lo que muchas personas que trabajan en este campo denominan, con una mueca de dolor, “el caso del café”.
En 2016, un médico que proporcionó la muerte asistida a una mujer de 74 años con demencia fue acusado de violar la ley de eutanasia. La mujer había redactado cuatro años antes un documento de voluntades anticipadas en el que manifestaba su deseo de morir, antes de tener que ingresar en una residencia. El día elegido por su familia, el médico le administró un sedante en un café y luego le inyectó una dosis más fuerte. Pero durante la administración de la medicación que le pararía el corazón, la mujer se despertó y se resistió. Su marido y sus hijos tuvieron que sujetarla para que el médico pudiera completar el procedimiento.
El médico fue absuelto en 2019. El juez dijo que la petición anticipada de la paciente era base suficiente para que actuara. Pero el rechazo público a la idea de que la familia de la mujer la sujetara mientras moría redobló la determinación de los médicos neerlandeses para evitar una situación semejante.
Un día demasiado tarde
Stigter nunca acepta un caso asumiendo que va a proporcionar una muerte asistida. El deterioro cognitivo es algo fluido, dijo, y también lo es el sentido de la persona sobre lo que es tolerable.
“El objetivo es un resultado que refleje lo que quiere el paciente, y eso puede evolucionar constantemente”, dijo. “Alguien puede decir: ‘Quiero la eutanasia en el futuro’, pero en realidad, cuando llega el momento, es distinto”.
Stigter tuvo que explicarle eso a Henk Zuidema hace unos años. Zuidema, instalador de baldosas, tenía alzhéimer de inicio precoz a los 57 años. Le dijeron que ya no podría conducir, por lo que tendría que dejar de trabajar y renunciar a su principal afición, conducir una moto de motocross antigua con sus amigos.
Zuidema, un rudo y estoico padre de familia, se horrorizó ante la idea de dejar de mantener a su mujer o de cuidar de su familia, y les dijo que buscaría una muerte médicamente asistida antes de que la enfermedad lo dejara totalmente dependiente.
Su propio médico de cabecera no estaba dispuesto a ayudarlo a morir, ni tampoco nadie de su consulta, por lo que su hija Froukje Zuidema fundó el Centro de Expertos. A Stigter le asignaron su caso y empezó a conducir 30 minutos desde su consulta en la ciudad de Groninga todos los meses para visitar a Zuidema en su casa del pueblo agrícola de Boelenslaan.
“Pieter fue muy claro: ‘Tienes que decirme cuándo’”, dijo Zuidema. “Y eso fue muy duro, porque papá tenía que tomar la decisión”.
Cuando comprendió que la enfermedad podía afectar su juicio y, por tanto, hacerle sobrestimar su competencia mental, Zuidema se apresuró a trazar un plan para morir en unos meses. Su familia se escandalizó, pero para él el compromiso estaba claro: “Más vale un año demasiado pronto que un día demasiado tarde”, decía.
Stigter presionó a Zuidema para que definiera cuál sería exactamente su sufrimiento. “Me decía: ‘¿Por qué es tan malo envejecer así?’”, recordaba Zuidema. “‘¿Por qué es tan malo ir a una residencia?’”. Dijo que el médico le decía a su padre: “‘Tu idea del sufrimiento no es la misma que la mía, así que ayúdame a entender por qué esto es sufrimiento, para ti’”.
Su reticente padre se esforzó por explicárselo, y finalmente lo puso en una carta: “No quiero perder mi papel de marido y padre, no quiero ser incapaz de seguir ayudando a la gente… Sufrimiento sería si ya no pudiera estar a solas con mis nietos porque la gente ya no confiara en mí: incluso este pensamiento me vuelve loco… No te dejes engañar por un momento en el que parezca feliz, sino más bien recuerda este momento en el que estoy con mi mujer y mis hijos’”.
El progreso de la demencia es impredecible, y Zuidema no experimentó un rápido declive. Al final, Stigter lo visitó cada mes durante un año y medio, y los dos hombres desarrollaron una relación de confianza, dijo Zuidema.
Stigter le proporcionó una muerte médicamente asistida en septiembre de 2022. Zuidema, que en ese entonces tenía 59 años, estaba en una cama de campaña cerca de la ventana del salón, con su mujer y sus hijos a su lado. Su hija dijo que ve a Stigter “como un auténtico héroe”. No tiene ninguna duda de que su padre se habría suicidado incluso antes, si no hubiera confiado en poder recibir una muerte asistida de su médico.
Sin embargo, siente nostalgia por el tiempo que no tuvieron. Si la directiva anticipada hubiera funcionado tal como se define en la ley —si no hubiera existido el miedo a perder el momento—, su padre podría haber tenido más meses, más tiempo sentado en el inmenso césped verde entre sus casas y viendo a sus nietos pateando el balón de fútbol, más tiempo con su perro a sus pies, más tiempo sentado en la orilla de un río con su nieto y un sedal suelto en el agua.
“Se habría quedado más tiempo”, dijo Zuidema.
Su sensación de que la muerte de su padre fue precipitada no contrarresta su gratitud por el que haya tenido la muerte que él deseaba. Y su sentimiento es ampliamente compartido entre las familias, según una investigación de Agnes van der Heide, catedrática de cuidados al final de la vida y toma de decisiones de la Facultad de Medicina Erasmus, Centro Médico Universitario de Rotterdam.
“La gran mayoría de la población neerlandesa se siente segura en manos del médico, en lo que respecta a la eutanasia, y aprecia mucho que el médico tenga un papel importante en ella y juzgue de manera independiente si cree que el final de la vida es justificable o no”, dijo.
Para que la opción de “cinco para las doce” funcione, los médicos deben conocer bien a sus pacientes y tener tiempo para seguir los cambios en su cognición. Como el sistema sanitario público de los Países Bajos está cada vez más ajetreado y escaso de médicos de familia, ese modelo de asistencia es cada vez menos habitual.
Keizer, el médico de Mekel, dijo que sus largas visitas a los pacientes solo eran posibles porque está jubilado y no tiene prisa. (Además de su consulta a media jornada, escribe regularmente artículos de opinión para los periódicos neerlandeses y comenta casos de gran repercusión. Es una especie de celebridad de la muerte asistida y, según dijo Mekel, las demás mujeres mayores de los talleres sobre el derecho a morir sintieron envidia cuando se enteraron de que se lo habían asignado como médico).
Ahora que él tiene claros sus deseos, las horas del té se han interrumpido; reanudará las visitas cuando sus hijos le digan que se ha producido un cambio significativo en su conciencia o en su capacidad para ejecutar, cuando consideren que el momento de “cinco para las doce” está cerca.
Un precio intolerable
A Mekel le atormenta lo que le sucedió a su mejor amiga, Jean, quien, según dijo, “dejó pasar el momento” de la muerte asistida.
Aunque Jean estaba decidida a evitar trasladarse a una residencia de ancianos, vivió en una durante ocho años. Mekel la visitó allí hasta que Jean ya no podía mantener una conversación. Mekel siguió llamándola y enviándole correos electrónicos que los hijos de Jean le leían. Finalmente, Jean murió en la residencia en julio, a los 87 años.
Ella es la razón por la que Mekel está dispuesta a planificar su muerte para antes de lo que le gustaría.
Sin embargo, el hijo de Jean, Jos Van Ommeren, no está seguro de que Mekel comprenda correctamente el destino de su amiga. Está de acuerdo en que su madre temía estar en la residencia de ancianos, pero que, una vez allí, pasó algunos años buenos, dijo. Era una lectora voraz y devoraba cada día un libro de la biblioteca de la residencia. Le había encantado tomar el sol toda su vida, y el personal se aseguraba de que pudiera sentarse al sol y leer durante horas.
La mayoría de los últimos años fueron buenos, dijo Van Ommeren, y para tenerlos valió la pena el precio de renunciar a la muerte asistida que había solicitado.
Para Mekel, ese precio es intolerable.
Su hijo menor, Melchior, le preguntó amablemente, no hace mucho, si una residencia de ancianos estaría bien, si cuando llegara allí no fuera tan consciente de su independencia perdida.
Mekel le lanzó una mirada de afectuoso disgusto.
“No”, dijo ella. “No. No estaría bien”.
Veerle Schyns colaboró con la reportería desde Ámsterdam.