Por The New York Times | Matt Richtel

ATLANTA — Brittany Stallworth estaba en quinto grado cuando la suspendieron por primera vez. Ella y cuatro amigas habían llevado camisetas color verde limón a la escuela para celebrar el cumpleaños de una de ellas, cuyo color favorito era el verde.

“Nos acusaron de promover el pandillerismo”, recordó Stallworth en fechas recientes. Eran solo un puñado de niñas negras en su colegio privado de las afueras de Detroit. Ese mismo día, en casa, sus padres le advirtieron: “Tienes que entender cómo van a interpretar las cosas las personas, cómo te van a percibir”.

Dos décadas después, Stallworth es residente de psiquiatría en la Facultad de Medicina de Morehouse, donde forma parte de un equipo de especialistas en salud mental, dirigido por Sarah Vinson, que se centra en las necesidades de los niños y adolescentes de color de bajos recursos, grupos que con frecuencia son ignorados en la actual crisis de salud mental de los adolescentes.

Todos los martes, el equipo dirige una clínica desde el piso 15 de un rascacielos elegante en el centro de Atlanta. Ahí, hacen consultas de telesalud con pacientes jóvenes y luego, entre ellos, hablan sobre los síntomas, los diagnósticos y los medicamentos, en su caso, que deben recetar.

Una atención tan dedicada no es habitual salvo para los más afortunados. Según un estudio publicado en 2017 en la revista arbitrada JAMA Psychiatry, una cuarta parte de las comunidades que se ubican en el 25 por ciento de mayores ingresos de Estados Unidos tienen un especialista en salud mental en activo. En cambio, entre el cuartil de ingresos más pobre, solo el ocho por ciento de las comunidades con ingresos más bajos cuenta con una consulta de este tipo. En todo el país, la carga suele recaer en los consejeros escolares y en los médicos de atención primaria, quienes tienen el tiempo restringido.

La falta de atención especializada y a largo plazo ha contribuido a que los adolescentes pobres de color estén infradiagnosticados o mal diagnosticados. Los niños y adolescentes negros tienen más probabilidades de que se les diagnostique un trastorno que implique hostilidad o agresividad que sus homólogos blancos, aun cuando sus síntomas son similares, según un análisis publicado en 2019 en la revista Families and Society, y tienen menos probabilidades de ser diagnosticados con trastornos “internalizantes”, como depresión y ansiedad.

“Lo que estás viendo es que el comportamiento que parece transgresor puede ser estrés postraumático o depresión”, afirmó Warren Ng, presidente de la Academia Estadounidense de Psiquiatría Infantil y Adolescente y psiquiatra de la Facultad de Medicina de la Universidad de Columbia. Esta percepción errónea quizá se deba a prejuicios, pero también al simple hecho de que, en promedio, los adolescentes de color pasan menos tiempo recibiendo atención del profesional de salud mental adecuado. Los diagnósticos los hacen “personas con distintos niveles de formación y también con niveles diferentes de formación cultural”, comentó Ng.

Para los adolescentes, ese diagnóstico erróneo puede ser una desviación en el camino, que conduce a una atención equivocada, una medicación inadecuada, sanciones escolares o una percepción errónea por parte de un sistema de justicia proclive a percibir como inherentemente amenazantes a los adolescentes que consideran hostiles.

Vinson, presidenta interina de psiquiatría en la Facultad de Medicina de Morehouse, asumió el liderazgo de la clínica de los martes en 2019; su trabajo aborda la inequidad. Todos los médicos que están en el equipo son negros, pero ella enfatizó que un psiquiatra no necesita ser una persona de color para tratar con eficacia a los adolescentes negros. “Brittany fue una niña y una mujer negra antes de ser doctora”, señaló Vinson respecto a Stallworth. “Ella aportó esa experiencia al papel de médico”.

El niño que estuvo a punto de quemarse

Una mañana de martes reciente, Vinson escuchaba a otros médicos describir sus casos. Comenzó Stallworth: acababa de terminar una sesión de video con un chico de secundaria que es paciente de la clínica desde hace casi cuatro años. Varios años antes, su madre le prendió fuego a la casa de la familia, con él adentro.

En aquel momento, un médico clínico de otra organización diagnosticó al niño, que entonces tenía 9 años, con trastorno negativista desafiante (TND), un trastorno caracterizado por hostilidad crónica y ausencia de cooperación, según Vinson. Al cabo de un tiempo, la familia del niño se reunió con ella y la asaltó la duda. A lo largo de varios análisis, había observado síntomas que iban más allá de la irritabilidad: el niño dormía mal y, durante el día, en ocasiones se golpeaba la cabeza contra la pared.

Vinson sospechaba que el niño había sido diagnosticado con TND en parte porque había reaccionado de manera negativa con el otro médico clínico durante la consulta. También le preocupaba que este le hubiera recetado por equivocación un medicamento antipsicótico y un estabilizador del estado de ánimo, medicamentos, dijo, “que tienen efectos secundarios muy importantes y que solo se utilizan cuando son absolutamente necesarios”.

Al final, el equipo de Morehouse modificó el diagnóstico del chico a ansiedad y trastorno de estrés postraumático y le recetó Zoloft, un antidepresivo con propiedades ansiolíticas, y Clonidine, un somnífero. Ha estado en terapia de conversación cada dos semanas desde 2019, interrumpida brevemente por el COVID-19, y sus consejeros son asesorados por el equipo de Morehouse.

Durante la revisión reciente del martes, la abuela del niño le informó a Stallworth que su maestro dijo que había tenido mala conducta en clase, que había tenido arrebatos y le había respondido al maestro con brusquedad. Stallworth habló largo y tendido con él y la abuela le dijo que en casa estaba de “buen humor”. La abuela señaló que, en ocasiones, el niño se golpeaba la cabeza mientras dormía, pero ella creía que era involuntario, que no se trataba de autolesiones y no lo despertaba.

Stallworth recomendó un ligero aumento de la dosis de Zolof, Vinson estuvo de acuerdo y sugirió una supervisión estrecha del paciente. “Puede cambiar muy rápido”, dijo. “Puede pasar de ser un buen chico a ser arrestado”.

Darron Lewis, quien está terminando una beca de especialización en psiquiatría infantil y adolescente y trabaja como ayudante de campo de Vinson, aseveró: “No es que sea un mal muchacho”.

“Su reacción podría ser un poco más exagerada que la de otra persona”, dijo, “y algunos podrían considerar esa reacción como peligrosa y llamar a la policía. No es un criminal, nada de eso”.

’Un diagnóstico más severo

Remontándose a una década atrás, la investigación ha puesto en evidencia un desequilibrio en los diagnósticos que reciben los pacientes blancos y negros. El análisis de 2019 en Families and Society, que reveló que los diagnósticos para el TND y el trastorno por déficit de atención con hiperactividad, o TDAH, se distribuyeron de manera desigual entre los adolescentes negros y blancos, concluyó lo siguiente: “Hay sesgos en la manera en que las personas ven a los niños negros que hacen que reciban un diagnóstico más grave”.

Su conclusión se basaba en investigaciones anteriores. Un estudio de 2007 analizó los diagnósticos de 1189 niños y adolescentes, el 74 por ciento de los cuales vivía por debajo del umbral de la pobreza, y descubrió que “los jóvenes negros y nativos de Hawái tenían más probabilidades que los blancos de ser diagnosticados con trastornos de conducta disruptivo”.

Otro estudio, publicado en 2006, reveló que, a los niños y adolescentes negros de dos estados, Indiana y Nueva Jersey, se les diagnosticaban con más frecuencia trastornos disruptivos que a los pacientes blancos, y con menos frecuencia trastornos internalizados como ansiedad y depresión.

En ese estudio se consideraron varias razones posibles para explicar las diferencias: que los niños y adolescentes negros sufrían más traumas que conducían a comportamientos agresivos; que las familias o comunidades negras consideraban aceptables algunos comportamientos que los profesores o los médicos consideraban amenazadores; que es posible que un joven negro no esté acostumbrado a expresar tristeza, por lo que una depresión no reconocida queda eclipsada “cuando son bulliciosos y se portan mal”; y que los médicos tenían prejuicios.

Por supuesto, es probable que los diagnósticos apropiados, pero cuando se aplican mal, las consecuencias a veces son duraderas, señaló Kess Ballentine, investigadora de la Universidad Estatal de Wayne y autora del análisis de 2019. Los maestros y los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley quizá sean propensos a ver tales diagnósticos como una señal de que los jóvenes son inherentemente hostiles o agresivos (“malos de nacimiento”) y canalizarlos hacia el sistema de justicia en lugar de hacia el asesoramiento. Estos diagnósticos favorecen un sistema que lleva a los menores de la escuela a la cárcel”, afirmó Ballentine. “Tenemos que hacer algo al respecto”.

También dijo que estas consecuencias pueden pasar inadvertidas para muchos consejeros bienintencionados pero que no tienen mucho tiempo para atenderlos y cuyos diagnósticos están dirigidos a conseguir ayuda para los niños y adolescentes que se portan mal.

Con mucha frecuencia, lo que falta son profesionales de la salud mental con el alcance y la experiencia para llegar al fondo del problema, concluyó Ng: “Los niños pobres y los niños negros no tienen el lujo de pasar tiempo con nosotros”. Darron Lewis, a la izquierda, y Joshua Omade revisan un caso con sus colegas en la Facultad de Medicina Morehouse de Atlanta el 4 de octubre de 2022. (Bee Trofort/The New York Times) Brittany Stallworth revisa un caso con sus colegas en la Facultad de Medicina de Morehouse en Atlanta el 4 de octubre de 2022. (Bee Trofort/The New York Times)