Por The New York Times | Pam Belluck

Will Grogan tenía la mirada perdida en su tarea de biología de noveno grado. Era un material que había dominado el día anterior, pero que ahora le resultaba por completo desconocido.

“No sé de qué me hablan”, exclamó. La maestra y sus compañeros le recordaron lo bien que había respondido a las preguntas sobre el tema durante la clase anterior. “Nunca había visto esto”, insistió y se angustió tanto que la maestra lo mandó a ver a la enfermera escolar.

El episodio, a principios de este año, fue uno de los numerosos desajustes cognitivos que asolaron a Will, de 15 años, después de contraer coronavirus en octubre, además de problemas como fatiga y un fuerte dolor de piernas.

Mientras los jóvenes de todo el país se preparan para volver a la escuela, muchos otros luchan por recuperarse de los síntomas neurológicos, físicos o psiquiátricos persistentes tras padecer COVID-19. La “COVID-19 prolongada”, como se conoce al conjunto de síntomas y su duración, varía, al igual que la gravedad.

Los estudios calculan que la COVID-19 prolongada puede afectar a entre el 10 y el 30 por ciento de los adultos infectados por el coronavirus. Las estimaciones del puñado de estudios realizados hasta ahora en niños varían mucho. En una audiencia celebrada en abril en el Congreso, Francis Collins, director de los Institutos Nacionales de Salud, citó un estudio que sugería que entre el 11 y el 15 por ciento de los jóvenes infectados podrían “acabar con esta consecuencia a largo plazo, que puede ser bastante devastadora en lo respecta a cuestiones como el rendimiento escolar”.

Los desafíos a los que se enfrentan los pacientes jóvenes se producen en un momento en el que los casos de COVID-19 pediátrico aumentan de manera considerable, impulsados por la variante delta, que es muy contagiosa, y por el hecho de que mucho menos de la mitad de los jóvenes cuya edad oscila entre los 12 y los 17 años ya recibieron todas las dosis de la vacuna y los niños menores de 12 años siguen sin poder recibirlas.

Los médicos afirman que incluso los jóvenes con infecciones iniciales leves o asintomáticas pueden experimentar una COVID-19 prolongada: tienen problemas de concentración y en ocasiones debilitamiento que alteran sus estudios, sueño, actividades extraescolares y otros aspectos de su vida.

“El posible impacto es enorme”, afirma Avindra Nath, director clínico del Instituto Nacional de Trastornos Neurológicos e Ictus. “Están en sus años de formación. Una vez que empiezan a rezagarse, es muy duro porque los niños también pierden la confianza en sí mismos. Es una espiral descendente”.

Will, un Eagle Scout, un talentoso jugador de tenis y un estudiante muy motivado al que le gusta tanto estudiar idiomas que toma clases de francés y de árabe, dijo que solía sentir que “dormir la siesta es un desperdicio de luz del día”.

Pero la COVID-19 lo fatigó tanto que apenas pudo levantarse de la cama durante 35 días y estaba tan mareado que tenía que sentarse para no desmayarse en la regadera. Cuando volvió a la escuela en Dallas, la niebla cerebral le hizo ver “números flotando fuera de la página” en matemáticas, olvidar entregar un trabajo de historia sobre los samuráis japoneses que había escrito días antes e insertar fragmentos de francés en una tarea de inglés.

“Se lo entregué a mi maestra, y me dijo: ‘Will, ¿son tus borradores?’”, dijo Will, quien añadió que estaba preocupado: “¿Voy a poder volver a ser un buen estudiante? Porque esto da mucho miedo”.

‘No tenemos ningún tipo de tratamiento mágico’

Cerca de 4,2 millones de jóvenes en Estados Unidos han padecido COVID-19, según la Academia Estadounidense de Pediatría. Un porcentaje relativamente pequeño ha sido hospitalizado por infecciones iniciales o desarrolló una condición llamada síndrome inflamatorio multisistémico pediátrico (MIS-C, por su sigla en inglés) que puede aparecer varias semanas después. Los médicos esperan que un número bastante mayor experimente COVID-19 persistente.

En el Hospital Infantil de Boston, donde un programa hace un recuento de los pacientes con síntomas de COVID-19 prolongada de todo el país, Molly Wilson-Murphy, especialista en enfermedades neuroinfecciosas en ese hospital, comentó: “Estamos viendo síntomas como fatiga, dolor de cabeza, niebla mental, dificultades de memoria y concentración, trastornos del sueño, cambios constantes en el olfato y el gusto”. Dijo que la mayoría de los pacientes eran “niños que tuvieron COVID-19 y no fueron hospitalizados, se recuperaron en casa, y luego presentan síntomas que nunca desaparecen o que parecen haberse recuperado y luego un par de semanas o un mes más o menos después, desarrollan síntomas”.

Amanda Morrow, codirectora de la clínica pediátrica pos-COVID-19 en el Instituto Kennedy Krieger de Baltimore, dijo que recibir un tratamiento temprano podría ayudar a la recuperación. Las clínicas pos-COVID-19 han notado que necesitan múltiples especialistas y enfoques que incluyen el ejercicio, la terapia cognitiva conductual, la modificación del sueño y los medicamentos para cuestiones como los problemas respiratorios y gastrointestinales. “Todavía no tenemos ningún tipo de indicador que nos permita predecir quién se verá afectado, en qué medida y con qué rapidez se recuperará”, afirma Wilson-Murphy. “No tenemos ningún tipo de tratamiento mágico”.

Se sabe muy poco sobre la COVID-19 prolongada. Algunos síntomas se asemejan a las secuelas de las conmociones cerebrales y otras lesiones cerebrales. Otros, como la enfermedad posesfuerzo (cuando el esfuerzo físico o mental aumenta el agotamiento) son similares a los síntomas del síndrome de fatiga crónica, dicen los expertos.

Algunos pacientes desarrollan síndrome de taquicardia postural ortostática (POTS, por su sigla en inglés), que consiste en el mareo y la aceleración del ritmo cardiaco al ponerse de pie.

Algunos estudios indican una mayor proporción de niños mayores con problemas a largo plazo. Esto podría deberse a que algunos síntomas resultan más molestos para los adolescentes o a que, tras la pubertad, las hormonas pueden amplificar las respuestas inmunitarias, señaló Nath.

En abril, un estudio de la Oficina Nacional de Estadísticas del Reino Unido encontró que un 9,8 por ciento de los niños cuya edad oscila entre los 2 y los 11 años y un 13 por ciento de los niños cuya edad oscila entre los 12 y los 16 años que contraen coronavirus presentaron síntomas que aparecieron cinco semanas después. Tras doce semanas, los porcentajes seguían siendo significativos: el 7,4 por ciento en el grupo más joven y el 8,2 por ciento en el grupo de mayor edad.

En otro estudio realizado en el Reino Unido, el 4,4 por ciento de 1734 niños presentaba síntomas más de cuatro semanas después de la infección por COVID-19, un porcentaje cuatro veces mayor que el de los que presentaban síntomas cuatro semanas después de enfermedades no relacionadas con la infección por coronavirus, como la gripe. Alrededor del 2 por ciento de los pacientes con COVID-19 tenían síntomas después de ocho semanas.

Muchos pacientes jóvenes gozaban previamente de buena salud, dijo Laura Malone, codirectora del programa del Instituto Kennedy Krieger. Algunos médicos han visto en consulta a jóvenes con COVID-19 prolongada que tenían problemas previos como migrañas o ansiedad, pero no está claro si hay alguna conexión. ‘ Nunca me había pasado algo parecido’

“Maldita sea, ¿por qué estoy siempre tan enfermo?”, se preguntaba Messiah Rodríguez, de 17 años. Antes de contraer COVID-19 cerca del Día de Acción de Gracias, nunca había tenido problemas de salud, dijeron él y su madre, Kimmie Ezeike.

Messiah, un enérgico defensa y lanzador en los equipos de baloncesto de la escuela e itinerantes, tuvo que dejar de jugar después de salir corriendo de la cancha y vomitar en su mochila durante dos partidos.

“Nunca me había pasado algo parecido y he practicado deportes toda mi vida”, dijo. Hace poco volvió a intentar jugar al baloncesto, pero le dolía la espalda y un traumatólogo le aconsejó que se tomara otro descanso.

“Tal vez Messiah sea uno de los niños más afectados que he visto”, afirmó Alexandra Yonts, directora de Clínica de Atención Longitudinal COVID-19 del Hospital Nacional Infantil de Washington D. C. Ocho meses después, algunos de los síntomas de Messiah han remitido. Otros, como la dificultad para respirar al subir escaleras, continúan, dice su madre.

En las clases, Messiah, un estudiante de muy buenas calificaciones, dijo que “sentía como si tuviera la cabeza en otra parte”.

En una cita médica de junio en el Hospital Nacional Infantil a la que The New York Times asistió como observador, Abigail Bosk, reumatóloga, le dijo al niño que su fatiga pos-COVID-19 era más debilitante que el simple cansancio. Su atletismo, dijo, debería ayudar a la recuperación, pero “no es algo que se pueda acelerar”.

Yonts señaló que el plan de tratamiento de Messiah, incluida la fisioterapia, se asemeja al tratamiento de las conmociones cerebrales. Para el verano, la doctora le recomendó “tratar de dar a su cerebro un descanso, pero también desarrollar resistencia poco a poco para aprender y pensar de nuevo”.

Messiah conserva al menos dos aficiones: tocar el piano y escribir poesía.

“No quiero presumir, pero siento que soy un escritor bastante bueno”, dijo. “Todavía puedo escribir. Es solo que a veces tengo que pensar más de lo que solía hacer antes”. ‘Un sentimiento de impotencia’

“La parte más aterradora”, comentó Will, el adolescente de Dallas, era acudir a las consultas y que la respuesta de los médicos “fuera: ‘Vamos amigo, tómatelo con calma. Vete a descansar’. No los puedo culpar. Eso es todo lo que pueden decirme”.

Will y su familia se quedaron perplejos e insistieron.

“Se sabe tan poco y uno como padre tiene un sentimiento de impotencia”, dijo su madre, Whitney Grogan.

Con algunas tareas y exámenes fáciles, Will pudo mantener sus buenas calificaciones. Unos seis meses después de la infección, entró en el equipo universitario de tenis, pero su excelente coordinación mano-ojo no era la misma.

“Simplemente perdía la pelota”, dijo. Y me decía: “Vamos, Will, ¿qué te pasa?”.

Como le dolía el pecho y la pierna izquierda, fue a ver a la doctora Kathleen Bell, jefa de medicina física y rehabilitación del Centro Médico UT Southwestern. Ella le recomendó hacer suficiente, pero no excederse. “Tuvimos que sacarlo a rastras de la práctica excesiva del tenis”, dijo.

Con el tiempo, jugó partidos. Sus síntomas han mejorado en gran medida, pero aún no se ha recuperado por completo.

“No soy un tipo que se tire al drama, pero esto me ha hecho preocuparme más”, comentó Will. “Mi idea de la COVID-19 antes de padecerla era: Sabes qué, si me enfermo, me recupero y tendré los anticuerpos y estaré bien. Pero, por Dios, no quiero volver a pasar por eso nunca. Nunca”.