Por The New York Times | Constance Sommer
El desierto de Nuevo México se desplegaba a ambos lados de la autopista como un lienzo punteado con ciudades pequeñísimas. Estaba en un viaje por carretera con mi hijo de 20 años, Eli, desde nuestra casa en Los Ángeles a su universidad en Míchigan. Eli, intentando ser paciente, manejaba sin desacelerar en la interestatal 40 mientras la luz del sol menguaba y yo hurgaba en mi teléfono buscando un restaurante o un platillo que no me causara dolor. Tras años de andar sorteando obstáculos a la hora de salir a comer o pedir a domicilio, al final lo inevitable había sucedido: no había un lugar donde yo pudiera comer.
“Lo siento mucho, corazón”, le dije. “Me siento muy muy mal”. Y era cierto. Estaba al borde de las lágrimas, tanto por vergüenza y pena por mí misma como por preocupación maternal.
Eli negó con la cabeza. “Está bien, mamá. No es tu culpa”.
Pero sí lo era. Por mi culpa —o, para ser más precisa, de mi sistema digestivo— no comeríamos sino hasta que llegáramos a Amarillo, Texas, a las diez de la noche y compráramos comida congelada en una tienda cerca de nuestro alojamiento Airbnb.
Mi panza no es un viajero despreocupado. Si ingiero algo indebido, mi estómago se siente como si lo hubieran fregado con una esponja de cocina hecha de fibra de metal. Durante las siguientes horas, quizá también me den migrañas, dolor de articulaciones y una sensación febril como si me estuviera enfermando de gripe. Mis médicos lo llaman síndrome del intestino irritable, o IIS. Para mí es una vergüenza horrible.
El síndrome del intestino irritable es un diagnóstico de exclusión, un supuesto trastorno funcional que se anota en la historia clínica solo después de que todas las pruebas y exámenes hayan resultado normales. En pocas palabras, no hay nada malo en mi tracto digestivo que nuestras herramientas médicas actuales puedan detectar. Algunos médicos e investigadores han descrito esta enfermedad en términos de una conexión mente-intestino.
“Todo mundo tiene contracciones en sus intestinos”, afirmó Emeran Mayer, un gastroenterólogo de la Universidad de California, campus Los Ángeles, y el autor de “Pensar con el estómago: Cómo la relación entre digestión y cerebro afecta a la salud y el estado de ánimo”.
Las mismas contracciones que pasan desapercibidas para la mayoría de la gente causan dolor en los pacientes con SII, quienes se han vuelto hipersensibles a las sensaciones en su intestino, explicó. Calma la mente, suele decirse, y quizá tus tripas también se tranquilicen.
Justo o no, escucho esa receta y pienso: “Oh, ¿así que todo esto está en mi cabeza?”. Entonces, temo que mis dolores de estómago sean culpa mía, producto de una mente ansiosa que no puedo domar o someter.
Aquella noche en la autopista, quería disculparme con mi hijo una vez más. Pero cuando Eli encendió las luces altas, me di cuenta de que me aceptaba tal y como era. Y me pregunté: ¿y si yo también pudiera?
Mi viaje por el síndrome del intestino irritable empezó hace unos nueve años, a los 44, cuando me di cuenta de que mis migrañas —durante décadas unidas siempre a mi ciclo menstrual—iban acompañadas de un malestar estomacal, como si mi intestino estuviera chupando limones. Eliminar el gluten me ayudó, pero con el paso de los años mi intestino siguió deteriorándose.
Más tarde, supe que mi experiencia no es inusual. Los estudios sugieren que las hormonas sexuales femeninas modulan la conexión entre el cerebro y el intestino y a medida que estas hormonas disminuyen, las mujeres pueden experimentar síntomas más graves de SII.
Con el tiempo, bajé 5 kilogramos porque comer se había vuelto muy doloroso. Por eso, en 2015, acabé en la consulta de un gastroenterólogo. Me hizo un montón de pruebas —sangre, colonoscopias— y cuando todo salió negativo, me diagnosticó SII.
Quizá haya empezado con una infección anterior, dijo. Las tensiones recientes en mi vida quizás no ayudaron. El gastroenterólogo no tenía una cura para mí, solo me aconsejó que me relajara más y que controlara mi dieta.
Si el detonador de mi IIS era el estrés, pensé: “Seguramente, soy la persona más neurótica que conozco”. Este tipo de pensamientos no ayudaron a calmarme. Pero eso se convirtió en mi nueva meta: relajarme para que mi panza ya no sufriera. Entonces, este agosto, en ese mismo viaje con Eli, leí sobre una nueva teoría para el SII. Un artículo publicado en la revista The New England Journal of Medicine teorizaba que una infección abdominal podía alterar de manera temporal la barrera celular que recubre el colon. Al alterarse la barrera, es posible que el colon absorba proteínas que provocan alergias, lo que desencadena reacciones localizadas a ciertos alimentos inflamatorios, como el gluten, y provoca repercusiones en todo el tracto digestivo.
Llevaba años diciéndole a la gente que no tenía alergias a ciertos alimentos, aunque la respuesta de mi cuerpo a ellos era automática. Ahora, esta investigación parecía indicar que lo que estaba sintiendo podía ser una reacción alérgica, una que no iba a desaparecer por más que me hiciera hipnosis o escribiera en mi diario.
Cuando leí esto, mirando mi teléfono en un motel de Illinois, pensé: “Lo sabía”. Los punzantes dolores de estómago que me despertaban a las 3 de la mañana después de comer ajo o frijoles negros no los causaba mi subconsciente; era mi intestino dañado.
Más tarde, llamé a Marc E. Rothenberg, uno de los autores del artículo y director de la división de alergias e inmunología del Centro Médico del Hospital Infantil de Cincinnati, para que me explicara mejor.
“El estrés modifica, e incluso puede exacerbar, la fisiología subyacente de la enfermedad”, afirmó Rothenberg. “Pero el estrés no es la causa del IIS”.
Hay un cansancio que resulta de años de hacer todo para hacer desaparecer algo que insiste en quedarse. Estos días, estoy un poco menos cansada de la lucha y un poco más en paz con mi cuerpo. Por fin he llegado a la conclusión que me conviene: mis entrañas son diferentes a las de los demás.
De vez en cuando sigo probando nuevos remedios para mejorar la digestión o controlar mejor la ansiedad: un probiótico, hierbas chinas, una nueva aplicación de meditación. Pero si no soy capaz de volver a comer un sándwich de queso a la plancha (con queso de leche, pan de trigo, mantequilla de verdad), está bien. Y ese es el mantra más relajante que existe. El síndrome del intestino irritable es un diagnóstico de exclusión, un supuesto trastorno funcional que se anota en la historia clínica solo después de que todas las pruebas y exámenes hayan resultado normales. (Lorenzo Gritti/The New York Times)