Por The New York Times | Rachel Heng
Él QUERÍA HIJOS. YO NO. LO QUE PASÓ DESPUÉS FUE COMPLETAMENTE INESPERADO.
Cuando descubrimos que el embarazo era ectópico y que ponía en peligro mi vida, mi marido juró no volver a pedirme que tuviera hijos.
Había sido una negociación de doce años. Él quería tener hijos, yo no. Cuando nos conocimos en la universidad, dos estudiantes extranjeros por primera vez en la vertiginosa ciudad de Nueva York, nunca pensé que, una década después, él estaría a mi lado en la cama vigilando mi respiración por si se me rompía la trompa de Falopio y tenía que llevarme corriendo a urgencias, temiendo que muriera de una hemorragia.
A los 20 años, no había pensado mucho en los hijos, salvo para saber que no los quería, no activamente, como hacen algunos. Al crecer en Singapur a finales de la década de 1990 y principios de 2000, odiaba que la gente diera por sentado que, por ser mujer, quería y tendría hijos.
Mi propia familia había sido desestructurada y caótica: mi padre se fue cuando yo tenía 9 años, dejándonos sin hogar y en bancarrota, y a mi madre con el corazón roto, emocionalmente inaccesible y volátil. En el fondo, yo creía que la familia solo causaba dolor. No parecía haber recompensa por formar una propia.
Así que cuando, dos años después de comenzar nuestra relación, el joven que se convertiría en mi marido comentó de manera casual que siempre había querido ser padre, me quedé sorprendida.
“Estaré listo para tener hijos en un par de años”, me dijo.
“Un par son dos”, le dije. “Tendríamos 22”.
Hizo una pausa y me miró con extrañeza. Luego dijo: “¿No quieres tener hijos?”.
A simple vista, teníamos poco en común. Él era un matemático sueco-libanés de clase media alta de la Suiza pastoral. Yo había llegado a la universidad con una beca ganada a pulso, tras haber crecido en la olla a presión del sistema educativo público de Singapur, criada por una madre infeliz que cargaba con las deudas de mi padre ausente.
Era severa, ambiciosa y reservada, y había reprimido mi vulnerabilidad y mi pasión para escapar de mi infancia. Había venido a Estados Unidos a estudiar Economía, pues mi beca exigía que trabajara para el fondo soberano de Singapur durante seis años después de graduarme.
Él era una estudiante de Ingeniería irreverente, divertido y amable que amaba la belleza en todas sus formas. También acababa de cumplir un año de servicio militar, que pasó la mayor parte del tiempo en los Alpes suizos, y tenía unos abdominales improbablemente perfectos, y el pelo largo y rizado.
En los días fríos, salíamos a oscuras de Morningside Heights para pasear por toda Nueva York, con las manos entrelazadas, y entumecidas. Lo arrastré a la pista de patinaje sobre hielo de Bryant Park —era la primera vez que patinaba, pues nunca había visto la nieve ni el hielo en Singapur tropical—, donde él, acostumbrado a patinar en los Alpes, me siguió la corriente, sosteniéndome mientras dábamos lentos círculos entre grupos de turistas.
Me llevó a comer spaetzle en Alphabet City y yo lo llevé a comer roti prata en Flushing. Dos jóvenes lejos de casa, intentando explicar nuestras personalidades y nuestros pasados.
Después de graduarnos, seguimos juntos a pesar de casi dos años de larga distancia entre los dos, él en Nueva York y yo en Singapur, luego nos trasladamos a Londres por mi trabajo en finanzas, y después a Austin, Texas, por mi programa de posgrado en Escritura Creativa. Nos casamos, compramos una casa y adquirimos una hipoteca. Mi distanciado padre murió, solo y lejos, y mi marido me sostuvo mientras yo me derrumbaba. Así pasaron doce años.
Seguimos hablando de hijos, pero cada vez estábamos más arraigados en nuestras posturas. Entrar en el mundo laboral me hizo recelar aún más de la maternidad, mientras que una década de trabajo corporativo y mudanzas le hizo desear aún más una familia y estabilidad.
Él no quería convencerme de que tuviera hijos. Yo no quería convencerlo de que no los tuviera. Así que lo aplazamos. Yo sabía que no cambiaría de opinión. Él tenía demasiado amor para dar y ningún lugar donde ponerlo.
Habló de enseñar a un niño judo y ajedrez. Cuando le pedí que me explicara por qué quería tener un hijo —como se le pide a alguien que explique el encanto de la observación de aves, la escalada libre o cualquier otra actividad que apasiona a unos y desconcierta a otros—, me dijo que quería amar y aceptar a nuestros hijos por lo que eran, algo que sentía que no le habían dado en su propia infancia.
En Austin, nuestras vidas empezaron a divergir. Antes, escribir había sido mi afición secreta, y mi marido mi primer lector, editor y animador, todo en uno. Ahora era mi carrera, mi vida social y mi trabajo. Salía con otros escritores y mantenía largas conversaciones sobre poetas que mi marido no conocía, libros que no había leído y personas que no había conocido. En verano, solía asistir a talleres y residencias, dejando a mi marido solo en los abrasadores veranos de Texas durante meses.
“Ya no siento que estemos juntos en esto”, me dijo.
“Claro que sí”, le dije. ¿No nos acababan de aprobar la tarjeta de residencia, que por fin significaría la estabilidad por la que habíamos estado trabajando durante una década?
Cuando terminé mi programa, empecé a solicitar trabajos académicos, muchos en pueblos rurales a los que mi marido no podría trasladarse. Pensé que ya nos las arreglaríamos. Ya habíamos experimentado con la larga distancia. Incluso él podría trabajar de manera remota.
“¿Cuándo dejaremos de mudarnos?”, me preguntó. “¿Por qué sigues tratando de irte?”.
Eso me detuvo. La pregunta no dicha, sobre si tener hijos, por supuesto, era una que habíamos evitado durante años.
Entonces dijo: “Si te vas, no sé si te seguiré”.
Por primera vez, me enfrenté a la posibilidad de perderlo. No podía ignorar el hecho evidente de que todo lo que mi marido había hecho durante una década era apoyar mis decisiones, renunciando a oportunidades para estar conmigo. Por supuesto, la reciprocidad no es razón para tener un hijo. Pero, ¿qué hacer cuando la persona a la que más quieres quiere algo que tú puedes darle?
Nos volvimos descuidados con los anticonceptivos. Pensaba que las probabilidades de concebir eran bajas, incluso para las parejas que lo intentaban. Nunca pensé que me embarazaría. Hasta que allí estaba yo, haciéndome una prueba tras otra y rompiendo a llorar estúpidamente.
Después de doce años, creía entender cuánto quería mi marido tener una familia, pero había subestimado con creces su deseo. En esos pocos días se sintió más feliz que nunca. En cuanto a mí, tenía náuseas, depresión y miedo. Pero la alegría de mi marido empezó a ser contagiosa. En nuestra primera cita prenatal, sentí un atisbo de algo más. No felicidad exactamente, sino curiosidad, incluso entusiasmo.
Entonces llegó el diagnóstico ectópico. El embrión estaba en mi trompa de Falopio izquierda y había que “resolverlo” antes de que creciera lo suficiente como para provocar una hemorragia interna masiva. Me administraron metotrexato, un fármaco de quimioterapia, y tras seis días de calambres tan dolorosos que temí que se me cayeran las entrañas, el médico nos dijo que la dosis no había funcionado. Tendría que darme una segunda dosis mayor. Si eso fallaba, tendrían que operarme para intentar extraer el óvulo fecundado; si eso fallaba, extraerían toda la trompa de Falopio. Mientras tanto, había que esperar que no se rompiera.
Dos semanas de espera, calambres y coágulos, todo ello con la amenaza de una hemorragia interna masiva cerniéndose sobre mí. Sin embargo, cuando la segunda dosis de metotrexato dio resultado y mi marido declaró que había terminado con “lo del niño”, algo en mí había cambiado.
Creía conocer la receta del amor duradero. Creía que el nuestro se basaba en el respeto mutuo de nuestras necesidades individuales. Pensaba que hacer algo que no querías para hacer feliz a otra persona era el camino más seguro hacia el resentimiento. Pero ahora comprendía lo que mi marido había sabido todos esos años en los que había dejado de lado sus propios deseos para apoyar los míos: que el amor cambia lo que creemos que queremos, amplía el alcance de nuestros deseos más allá del ámbito de lo individual.
Y no era del todo cierto que yo no quisiera tener un hijo. Había habido momentos, como oír a mi marido hablar solo en la ducha, en los que me invadía un sentimiento insoportable, innombrable. El deseo de tener más de él, más de nosotros. Pasar juntos por el embarazo ectópico, por horrible que fuera, no hizo más que confirmármelo.
Un año y medio después, salimos del hospital de Manhattan con nuestro hijo recién nacido en un frío día de noviembre, su primer hogar a pocas manzanas de la calle donde, catorce años antes, mi marido y yo habíamos emprendido nuestros sinuosos paseos sin destino a la vista, solo con la certeza de que volveríamos juntos a casa. ¿Cómo podía negarle ser padre? (Brian Rea para The New York Times)