Por The New York Times | Catherine Porter
France
Macron, Emmanuel (1977- )
Politics and Government
Notre Dame Cathedral (Paris, France)
Legislatures and Parliaments
Barnier, Michel
Le Pen, Marine
La catedral de 860 años de antigüedad ha sido reparada en un plazo que muchos creían imposible. Pero en lugar de disfrutar del éxito, el presidente Emmanuel Macron está sumido en una crisis política.
Cuando el presidente de Francia hable el sábado en la reinauguración de la catedral de Notre Dame, la joya en el corazón de París que fue devastada por un incendio, debería ser, por derecho, un delicioso momento de gloria.
Pocos creían que fuera posible reparar el monumento de 860 años de antigüedad en el breve plazo que el presidente Emmanuel Macron anunció al día siguiente de la catástrofe de 2019.
Sin embargo, la gloria está eludiendo al líder francés mientras preside un país en una profunda crisis, con un gobierno caído, sin presupuesto y con tanta división política que no parece haber un camino claro hacia delante. Cada vez con más frecuencia, Macron no escucha profesiones de gratitud, sino exigencias de dimisión.
“No veo qué puede ocurrir para que vuelva a subirse a su caballo”, dijo Vincent Martigny, profesor de ciencias políticas de la Universidad Côte d’Azur en Niza. “Tiene el olor de un final interminable”.
Muchos culpan a Macron del actual lío político del país. Tras la derrota de su partido en las elecciones europeas del pasado junio, sorprendió a su gabinete y al país convocando elecciones anticipadas a la Asamblea Nacional de 577 escaños. Prometió que el resultado ofrecería al país cierta “clarificación”.
En lugar de ello, los votantes eligieron un Parlamento desordenado y estancado, con escaños divididos en tres bandos —ninguno con una vía clara para aprobar proyectos de ley— y dos partidos extremistas envalentonados, cuyos líderes son aspirantes al cargo de presidente.
“Macron es víctima de su propio narcisismo”, dijo Alain Minc, ensayista político y asesor informal durante muchos años de los presidentes franceses. “Negaba la realidad”.
El resultado fue el voto abrumador de los legisladores de la oposición el miércoles para derrocar al gobierno del primer ministro de Macron, Michel Barnier, a solo tres meses de su mandato. Esto le otorgó la distinción de ser el gobierno más breve de la historia de la Quinta República francesa, formada en 1958.
Barnier permanecerá de momento en funciones, según anunció el jueves la Presidencia francesa. Pero Macron está bajo presión para que nombre rápidamente a un nuevo primer ministro que pueda ofrecer al país cierta estabilidad. Elija a quien elija, pocos creen que el nuevo gobierno logre sortear el campo de minas de un Parlamento amargamente dividido.
“Nos esperan años de estancamiento”, dijo Jean-François Copé, exministro de Presupuesto, del ala conservadora, y partidario del gobierno que acaba de caer. Copé fue el primero de un creciente número de voces centristas en pedir la dimisión de Macron. “Es una catástrofe”, dijo.
El mandato de Macron dura hasta 2027, y ha calificado de “ficción política” la idea de que podría dimitir antes.
“El pueblo francés me ha elegido dos veces”, dijo esta semana durante una visita de Estado a Arabia Saudita, donde pasó parte de su tiempo negociando acuerdos para empresas francesas. “Estoy extremadamente orgulloso, y honraré esta confianza con toda mi energía para servir a mi país hasta el último segundo”.
Pero está claro que la posición de Macron está muy debilitada.
Elegido en 2017 como el presidente más joven de Francia, entonces con solo 39 años, Macron prometió aportar al país un enfoque fresco, equilibrado y de políticas favorables a las empresas.
Pero su enfoque equívoco “al mismo tiempo” llegó a irritar a muchos, y su estilo de gobierno muy personalizado y vertical —que en general despreciaba a la poderosa Cámara Baja del Parlamento, donde su partido al principio tenía una fuerte mayoría— le valió el apodo despectivo de “Júpiter”.
En las elecciones parlamentarias de 2022, el partido de Macron y sus aliados perdieron muchos escaños, quedando solo con una mayoría relativa. El verano pasado, tras las elecciones anticipadas, perdieron aún más.
Eso obligó a Macron a nombrar un primer ministro del partido conservador mayoritario, no del suyo, y a construir una frágil coalición entre sus aliados y los restos del partido conservador tradicional.
Aunque Barnier dijo que hablaba a diario con el presidente, también dejó claro que él tenía su propias visiones, y adoptó posturas como proponer un impuesto temporal a las grandes empresas y a los superricos, que rompían claramente con la postura proempresarial de Macron.
Desde el verano, la otrora amplia agenda de Macron se ha reducido a lo que la Constitución y la tradición establecen oficialmente: la gestión de los asuntos exteriores y el mando del ejército. Columnistas nacionales han escrito sobre su casi desaparición y su enfurruñada retirada. En los periódicos se ha citado a personas de su propio partido que afirman que está cada vez más aislado.
El enorme éxito de los Juegos Olímpicos de París ofreció a Macron un breve respiro —algunos lo calificaron de “interludio encantado”— durante el cual se convirtió en el admirador en jefe de su nación. Mostró a sus compatriotas de lo que es capaz el país cuando sueña a lo grande. Pero el júbilo no tardó en ser sustituido por el rencor político y el clásico pesimismo francés.
En su entorno, los funcionarios señalaron lo que dicen que es la paradoja de las críticas a Macron: tras años acusando al presidente de actuar como Júpiter y de encauzar al Parlamento, sus detractores le culpan ahora del lío que se montó cuando dejó solos a los legisladores.
Un amigo de Macron y antiguo legislador de su partido, Patrick Vignal, dijo que el presidente se sentía magullado el verano pasado por los malos resultados electorales de su partido. Pero dijo que creía que Macron recuperaría su ímpetu, sobre todo si se aventuraba fuera de París y se relacionaba con la gente en un nuevo gran proyecto.
“Es un guerrero”, dijo Vignal desde la ciudad meridional de Montpellier. “Aún le quedan tres años. Hacerle dimitir no serviría a nadie, y creo que puede volver al campo, como hizo durante la crisis de los Chalecos Amarillos”.
Los Chalecos Amarillos eran automovilistas que bloquearon rotondas por todo el país para protestar, al principio, contra un impuesto sobre la gasolina y, con el tiempo, contra su sensación más general de abandono. Las protestas supusieron el mayor reto del primer mandato de Macron, y en respuesta se enfrentó a los manifestantes de frente, recorriendo el país para hablar con los ciudadanos en actos al estilo de los ayuntamientos. Lo llamó el Gran Debate Nacional.
La crisis de los Chalecos Amarillos supuso un mínimo histórico para la popularidad de Macron. Las encuestas muestran que su índice de aprobación está ahora cerca de ese mismo nivel, y las peticiones de dimisión aumentan como un tamborileo, no solo por parte de la extrema izquierda y la extrema derecha, cuyo interés propio es evidente, sino también de las voces moderadas.
Algunos de los argumentos son estructurales. Constitucionalmente, la Quinta República se concibió para funcionar con un presidente fuerte que supervisara una mayoría fuerte en el Parlamento, argumentó Copé, el exministro conservador que ahora es alcalde de Meaux. Sin eso, y dado que en la política francesa las negociaciones con concesiones son consideradas debilidad, los estancamientos se hacen inevitables, argumentó.
“No hay otra alternativa que la dimisión de Macron”, dijo Copé.
Otros señalaron que sustituir a Macron no cambiaría la composición de la Cámara Baja del Parlamento, que está fijada por la Constitución al menos hasta el próximo julio, cuando pueden convocarse nuevas elecciones.
“Seguiríamos sin presupuesto, sin gobierno”, dijo Benjamin Morel, profesor de derecho público en la Universidad Panthéon-Assas de París. “Sería el mismo lío de siempre, y la sociología política francesa es tal que ni siquiera está claro hoy, en caso de nuevas elecciones parlamentarias, que volveríamos a tener mayoría”.
Si no la gloria, la reinauguración de Notre Dame debería ofrecer a Macron al menos un breve respiro. Ha calificado el momento, como las Olimpiadas antes, de “una sacudida de esperanza”.
Pero las Olimpiadas, como toda gloria, fueron efímeras.
“La reapertura de una iglesia no basta para salvarlo”, dijo Martigny, analista político. “Necesitará un milagro”.
es reportera internacional del Times y cubre Francia. Está radicada en París. Más de Catherine Porter
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