Por The New York Times | Jessica Bennett and Sara Cwynar
Estoy sentada frente a Pamela Anderson en la mesa de su cocina, intentando explicarle una aplicación que tengo en mi celular y que te hace parecer Pamela Anderson.
“¿Qué?”, dice ella, con sus ojos azules muy abiertos. “¿Qué es eso? ¿Cómo va a poder hacer eso?”.
Desbloqueo el teléfono para mostrarle. Anderson, de 55 años, se pone unos lentes de lectura y mira detenidamente la pantalla, que ha transformado mi rostro en la versión de Anderson de los años noventa: el cabello revuelto y recogido en un moño alto, las cejas finísimas y con los labios muy bien perfilados.
Suelta un grito. “Es de locos”. Cuando la enfoco a ella con la cámara, se escapa de la toma. “Yo no lo voy a hacer. Yo no. Me niego”, dijo.
Se está riendo, pero lo dice en serio. No quiere verse de nuevo en su versión veinteañera, ni quiere revivir ese periodo de su vida. O, al menos, no va a dejar que otras personas la obliguen a hacerlo.
El mundo lo supo el año pasado, cuando se enteró de la reacción de Anderson a Pam & Tommy, la serie de Hulu que narra la historia de su vida y, en especial, su matrimonio con Tommy Lee, baterista de Mötley Crüe y padre de sus hijos.
Esa relación empezó con un cortejo de cuatro días en Cancún, México, y una boda, en la que Anderson lució un bikini, y prácticamente acabó cuando Lee fue a la cárcel tras agredir a su mujer con su hijo recién nacido en brazos. El matrimonio empezó a desmoronarse después de que un video íntimo de la pareja fuese robado de su casa de Malibú, California, y se hiciera viral, en la versión noventera del concepto.
Si creciste en una determinada época, sabrás de qué video se trata. Puede incluso que lo hayas visto. La cinta VHS, envuelta en papel de estraza, llegó hasta las pegajosas manos de chicos adolescentes y hombres adultos de todo el mundo, con lo que sus distribuidores se embolsaron 77 millones de dólares en menos de 12 meses.
Lo que quizá no supieras —al menos hasta haber visto Pam & Tommy— es que la cinta fue robada, y no filtrada por la pareja con fines publicitarios, y que Anderson y Lee intentaron en vano parar su distribución por la vía judicial. Tampoco era un video sexual, al menos no en un principio. Se trataba de una grabación casera de 54 minutos, grabada durante los primeros meses de su relación, y que solo contenía unos 8 minutos de carácter sexual. Unos distribuidores de pornografía sin escrúpulos los ensamblaron y lo convirtieron a él en un dios del sexo y a ella en objeto de chistes.
La intención de Pam & Tommy era aclarar las cosas sobre ese pedazo de historia de los tabloides retro y mostrar lo que sucede cuando millones de personas acceden a la intimidad de la sex symbol más famosa del mundo.
Sin embargo, Anderson no quiso prestarse a ello. Se negó a ver la serie. Cuando Lily James, la actriz que la protagoniza, se puso en contacto con ella tras aceptar el papel y le preguntó si podrían hablar —en una carta manuscrita le dijo que lo único que quería era honrarla—, Anderson la desairó. En el buzón de entrada de Anderson debe de estar aún la copia escaneada de la carta, sin leer.
Para Anderson, Pam & Tommy era otra forma más de seguir explotando su historia. Solo que esta vez iba envuelta en una suerte de delgadísima promesa de salvación.
“Ya fue suficientemente doloroso la primera vez”, me dice Anderson, quien hace una pausa para sacar una bandeja de verduras asadas del horno. Parece una figura etérea, toda vestida de blanco, con la cara lavada y en sandalias, cuya silueta se recortaba sobre la nieve que caía afuera. “Es una de esas cosas que dices: ‘¿En serio? ¿La gente sigue queriendo hacer dinero con eso?’”.
Es difícil exagerar la influencia de Anderson en una época concreta de la cultura, que es casualmente en la que crecí. Ella era la destilación de las fantasías masculinas heterosexuales: la vecina de al lado de una pequeña localidad canadiense transformada en pura erótica estadounidense.
Ya era modelo de Playboy cuando ayudó a que Guardianes de la bahía, cancelada con anterioridad, se convirtiera en la serie más vista del mundo: la imagen del sueño californiano, rubio platino y de ojos azules, corriendo a cámara lenta en un traje de baño rojo, se exportó a más de 140 países. Tres décadas después, los cirujanos plásticos siguen diciendo que fue Anderson la que marcó el comienzo de una era que los hizo ricos. Fue la precursora de Girls Gone Wild, de las chicas que mostraban sus abdominales y tenían voces sexis y aniñadas como Paris Hilton y Britney Spears y de todo un sector de la cultura que parecía abogar por la cosificación como forma de empoderamiento, siempre y cuando pudieras convencerte de que eras tú quien la controlaba.
Sin embargo, decir que Anderson fue cosificada es quedarse casi cortos respecto a cómo fue tratada. Repasar los innumerables artículos escritos sobre Anderson a lo largo de los años es enterarse de que “las miradas, como siempre, van hacia ella” cuando entraba en algún sitio. Que muchas de las palabras empleadas para adjetivarla “empiezan por la letra R: rotunda, rubia, rebosante, rompedora, resplandeciente”, y que un día en el que una revista para mujeres la entrevistó, “sus pecas resaltaban más que sus pechos”.
“¿Que si me atrae físicamente Pamela Anderson? Por supuesto”, escribió el crítico Chuck Klosterman en su manifiesto por la baja cultura Sex, Drugs and Cocoa Puffs. Pero, cuanto más la veo, más me doy cuenta de que no estoy mirando a una persona con la que me gustaría acostarme: estoy mirando a Estados Unidos”.
Pero si de verdad se quiere entender el impacto cultural de Anderson, solo hay que intentar contarle a la gente que estás escribiendo un artículo sobre ella. Las mujeres dicen cosas como “Pasé mucha hambre intentando parecerme a ella”, mientras que los hombres sugieren: “Deberías hacerte una selfi con los senos descubiertos”, o preguntan: “¿Seguro que no necesitas un ayudante?”. Durante años, Anderson decía en las entrevistas: “Pensé que la novedad habría pasado ya. Y no”. Ella convierte a hombres adultos en la versión adolescente y calenturienta de sí mismos.
Y luego está, por supuesto, la cinta. Esa cinta que ayudó a normalizar la pornografía online e incluso popularizó el uso de internet. Fue la precursora de los videos sexuales de celebridades como los conocemos hoy y acabó contribuyendo a la promulgación de las leyes sobre protección de la intimidad y contra la pornovenganza que hoy pondrían más difícil su distribución.
Todo esto hizo que Anderson pareciera una candidata perfecta para el tipo de relato que enmarca de otro modo lo que ofrecía Pam & Tommy: el que les estamos ofreciendo a toda clase de mujeres hoy en día, cuando volvemos la mirada a las tragedias de sus vidas con nuevos ojos, más tolerantes.
Y, sin embargo, ¿no es un poco condescendiente esta idea de que una serie de televisión tenga que lanzarse a corregir por esas mujeres el registro colectivo de nuestra cultura? Como mínimo, resulta embarazoso. “Sí, seguramente soy un caso de estudio para cualquier feminista”, admite Anderson, quien también se considera feminista, por cierto. Pero no está muerta. ¿No es un poco extraño que sean otros los que reexaminen su historia cuando ella sigue aquí mismo?
‘Simplemente lo bloqueé”
En los últimos años, Anderson ha estado haciendo su propio autoexamen.
Vendió su casa de Malibú durante la pandemia y se mudó de vuelta a su pequeña localidad natal en la isla de Vancouver, a una casa de campo que le compró a su abuela hace dos décadas. Con la excepción de una breve relación que mantuvo con un trabajador de la construcción que estuvo trabajando en su casa (esto lo puedes leer en los tabloides), es el periodo más largo que ha pasado sola, dice.
Fue aquí, en una modesta casa junto a la de sus padres —se los llevó con ella a la finca el año pasado—, con sus tres perros vagando por el jardín, donde empezó a escribir la historia de su vida. (¿Quieres hacer algo incómodo?, me dijo Anderson bromeando la primera vez que la conocí. Escribe un libro sobre tu vida y después tráete a tus padres a vivir como tus vecinos).
Al principio, pensó en publicar fragmentos en su página web; un sitio que, por cierto, no recuperó hasta hace poco el control, después de que haber sido utilizada por impostores durante años para vender productos falsos y Viagra barata. Después se le ocurrió dejarla toda escrita para sus hijos, Brandon y Dylan Lee, que ya son adultos y viven en Los Ángeles. Pero, al final —animada por su hijo mayor, Brandon, custodio no oficial del legado de su madre (“Yo trabajo para él”, bromea ella)— decidió publicarlo en serio, como libro de memorias. Love, Pamela saldrá este mes a la venta, junto con un documental de Netflix coproducido por Brandon, a modo de complemento visual.
El libro es una mezcla de narrativa y poesía (sí, Pamela Anderson escribe poesía), una cronología de su vida “de principio a fin, de lo primero que recuerdo a lo último”) que espera que sirva, si no exactamente como una aclaración de los hechos (una expresión que es reacia a utilizar), sí para explicarla a ella a un mundo que durante mucho tiempo supuso que ya la comprendía.
Si creciste creyendo que Anderson había tenido una infancia tan luminosa como su cabello, te equivocas. Ella creció en la pobreza, con un padre violento que se ablandó al hacerse mayor, dice, y con una madre que intentó dejarlo más de una vez pero que siempre volvía. Su infancia fue a veces “insoportable”, escribe, salpicada por los abusos. Escribe que su niñera se propasaba con ella hasta que al final le plantó cara y le deseó la muerte, para enterarse más tarde de que la joven murió en un accidente de coche. No podía contárselo a sus padres, dice, porque entonces habrían sabido “que la había matado yo con mi magia mental”.
Su primera experiencia sexual con un hombre, cuando ella tenía unos 13 años, fue con alguien 10 años mayor que ella y que acabó en una violación. Tuvo un novio en la escuela que una vez la tiró de una patada de un coche en marcha y otro que permitió que sus amigos la agredieran en el asiento de atrás. “No se lo conté a nadie. Simplemente lo bloqueé.”
Anderson tenía poco más de veinte años cuando fue descubierta en un partido del equipo de fútbol americano local: la pantalla gigante del estadio captó a una joven morena que llevaba una camiseta de la cerveza Labatt, y la empresa la contrató enseguida como imagen de la marca. Playboy tardó poco en llamar; quería realizarle una sesión de fotos en Los Ángeles, y cuanto antes.
Decidió hacerlo, en parte, para llevarle la contraria a su novio de entonces, que se lo prohibió. (Ese mismo tipo, escribe, le dijo una vez que era “demasiado sexual como para confiar en ella”, mientras él tenía una aventura). Vomitó en la primera sesión de fotos, después de que una maquilladora le tocara el pecho. “No podía creer que una mujer me tocara allí, simplemente”, escribe. Después posaría para más portadas de Playboy que cualquier otra mujer en la historia de la revista, incluida la de su último número con desnudos, publicado en 2015, en el que no llevaba más que una gargantilla de oro con la palabra “sexo”.
Que Pamela Anderson, esa criatura hipersexualizada, fuese objeto de traumas sexuales no es una mera coincidencia, por supuesto. Escribe que aprender a verse a sí misma como una mujer sexual le sirvió para recuperar cierto control. “Fui yo quien quiso hacerlo”, escribe sobre su decisión de posar desnuda. Pero aquello también “dio pie a que algunas personas, por desgracia, me trataran sin respeto”.
Anderson aprovechó Playboy para conseguir algunos papeles de reparto, como el de Lisa, la chica de Tiempo de herramientas, en Mejorando la casa. Pero fue su papel de la socorrista C. J. Parker en Guardianes de la bahía lo que de verdad dejó la huella de Anderson en la memoria cultural. Guardianes de la bahía fue una de las series más vendidas de la historia, y muchos de sus contratos internacionales incluían “cláusulas Pamela” para asegurar que apareciera en ella, escribe. Poco después llegaron los productos: la Barbie Baywatch o la Pammy-Cola. Su rostro y su cuerpo aparecieron en cromos, tarjetas telefónicas de prepago, pegatinas y colchonetas inflables. “Son tantas las personas que me han dicho: ‘Ojalá pudiera embotellarte y venderte’”, me dice. “Y es como, yo no soy una cosa”.
Incluso antes del video sexual, “Pamela Anderson” era uno de los términos más buscados en internet. En el año 2000, Guinness World Records la nombró la “estrella más descargada” de todos los tiempos (le enviaron una placa, dice).
Ella ganó muy poco con esos productos derivados, claro está. En la época en la que negoció su contrato con Guardianes de la bahía, no tenía ni agente ni gestor; apenas había oído hablar de cosas como la “redifusión” y los “derechos de merchandising”, y menos aún sabía negociarlos. “Yo era una chica pequeña de Canadá que llega y se pone a correr por la playa. Y es que, ¿cómo ibas a pensar que eso daría algún dinero?”.
Con o sin video sexual, no hubo muchas variaciones en la marca Pamela Anderson desde entonces. Había sido una belleza con herramientas, después una belleza en la playa. Después interpretó a una belleza que era una cazarrecompensas (Barb Wire), a una belleza que es confundida con una guardaespaldas (VIP), a una belleza que trabaja en una librería (Stacked, que en inglés significa tanto “apilados” como “pechugona”), a una de las dos bellezas rubias en una película llamada Blonde and Blonder y una belleza que hacía de sí misma como obsesión estadounidense de un reportero kazajo llamado Borat.
Pero también ella participó en el juego, al menos hasta cierto punto: se desnudó en Saturday Night Live para superar su pánico escénico; posó para PETA con las partes de su cuerpo rotuladas como si fuesen cortes de carne; encarnó al personaje protagonista de Stripperella, la serie de dibujos animados creada por el legendario Stan Lee, de Marvel, sobre una superheroína que podía cortar el cristal con los pezones. (Él quería que el personaje estuviera desnuda. Anderson se negó.) “Mis pechos tienen su propia carrera. Yo solo me voy acoplando”, dijo una vez bromeando a Esquire.
Sin duda, hay cosas que querría haber hecho de otro modo: los pechos (implantados, luego reducidos y después reimplantados, un “círculo vicioso”, escribe); los matrimonios (unos cuantos, con hombres que parecieron “ir cada vez a peor”, dice jocosamente); malas decisiones profesionales (programas de telerrealidad) y peores decisiones financieras (incluida una cuantiosa deuda fiscal) que condujeron a unas decisiones profesionales todavía peores (Dancing With the Stars). Pero eso no es lo mismo que arrepentirse. “Supongo que todo eso de ser un sex symbol es parte del concepto que la gente tiene de mí. Y no es algo que esté intentando cambiar”, dice.
Es solo que, si alguien tiene que contar la historia de la vida de Pamela Anderson en 2023, será ella.
‘No soy una damisela en apuros’
Había una expectativa de cierta danza de las mujeres que se ganaban la vida, en parte, con su belleza en la década de 1990 (o quizá es lo que siempre hemos esperado de los símbolos sexuales). Esperábamos hablar sobre sus cuerpos delante de ellas y que ellas nos rieran la gracia. Esperábamos que encarnasen la perfección, pero las resentíamos por adecuarse a un ideal inalcanzable. Esperábamos que tuvieran unas aspiraciones más elevadas, pero respondíamos con una mueca a cualquier insinuación de que serían capaces de tenerlas.
Anderson, la mayoría de las veces, hizo esa danza sin esfuerzos: estaba agradecida por las cartas que le habían tocado en suerte, feliz por la oportunidad, abrumada por su tajada de éxito, aunque nunca tuviera la oportunidad “de mostrar realmente de qué soy capaz”, dice.
Pero ahora es una nueva danza la que esperamos, y a menudo de esas mismas mujeres: si están entre aquellas a las que se trató de forma poco amable en el pasado —para las que fue por un video sexual, por una tutela, por una aventura amorosa, por una sobredosis—, les ofrecemos la redención a cambio de que lo revivan todo públicamente.
Pamela Anderson no quiere hacer esa danza.
Ella está contando su historia, sí, y esa historia puede confirmar muchas de las cosas que la gente presupuso sobre ella. Pero en los años transcurridos desde que salió a la luz esa cinta, tampoco se vino abajo. Ha criado a dos hijos, que son sus más férreos defensores. Ha diseñado accesorios veganos, ha publicado una serie de novelas, ha coescrito un libro de consejos sobre relaciones, ha producido un documental sobre la carne, ha puesto en marcha una fundación y se ha convertido en una especie de musa para el arte.
El año pasado debutó en Broadway con Chicago, en el papel de la incomprendida y seductora Roxie Hart, un personaje con el que siente una especial afinidad. Su actuación fue sorprendentemente bien recibida. Pero eso es lo que pasa con el cliché sobre las rubias tontas, dice Anderson con ironía: “Solo puedo sorprender a la gente”.
Durante años, dice, se resistió a las ofertas de hacer proyectos sobre su vida, nada convencida de que debíamos saber de ella, contenta con la huella que había dejado en la cultura y sin ganas de contradecirla. No persigue la validación ni la autoafirmación, ni le preocupa especialmente su legado.
Sin embargo, el libro removió un instinto dentro de ella. Dice que es lo primero en su vida sobre lo cual tiene el control absoluto —incluidas las correcciones, que insistió en incorporar ella misma al manuscrito—, como condición innegociable. “Era de verdad una cuestión de vida o muerte”, dice. “Sentía la necesidad de contar mi historia. Y no podía dejar que lo hiciera nadie más que yo.”
A veces, cuando hablamos sobre la autonomía personal, nos olvidamos de que las historias que nos contamos a nosotros mismos afectan tanto como nuestros actos. No se trata solo de lo que nos ha ocurrido; se trata del papel que pensamos que hemos tenido en ello. Es la diferencia entre posar para Playboy y un video sexual robado. Por esa razón, oír cómo otros cuentan tu historia puede provocarte náuseas, mientras que contarla tú misma, con tus palabras, puede sentirse como una cuestión de supervivencia.
En el tráiler de Pamela Anderson: Una historia de amor, Anderson y su hijo Brandon explican a través de una serie de videoclips cómo fue explotada, cómo perdió el control de su imagen y tuvo que labrarse una carrera a partir de los fragmentos que quedaron. Pero el tráiler es en última instancia un desafío.
“No soy una damisela en apuros”, dice una Anderson sin maquillaje en un momento, y después insinúa que quizá haga desnuda todas las entrevistas.
El tono, como siempre con Pamela Anderson, es ligero y encantador, pero el mensaje es claro: pasaron años mirándome embobados, babeando por mí, reduciéndome a un chiste. No se atrevan a sentirse bien con ustedes mismos por rescatarme ahora.
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