Por The New York Times | A.O. Scott
El juicio por difamación entre Johnny Depp y Amber Heard fue, de mazo en mazo, un espectáculo bastante singular por desconcertante, poco edificante y triste. Ahora que terminó con un fallo del juardo a favor de Depp en todas las cuestiones de fondo que presentó y a favor de Heard en una sola, está claro que el objetivo era la confusión.
¿Por qué Depp, que ya había perdido un caso similar en el Reino Unido, insistió en volver a los tribunales? No podía contar con que un juicio público, en el que sin duda se repetirían las acusaciones de que el actor cometió agresión física, sexual, emocional y que abusó de su consumo de drogas, para restaurar su reputación. Heard, su exesposa, esperaba justo lo contrario: que el mundo escuchara, con lujo de detalle, los tormentos físicos que la llevaron a describirse, en el artículo de opinión de The Washington Post que dio lugar a la demanda, como “una figura pública que representa la violencia doméstica”.
Incluso antes de que se conociera el veredicto, Depp ya había ganado. Lo que para muchos era un caso evidente de violencia doméstica se convirtió en un melodrama de “ambas partes”. El hecho de que la victoria parcial de Heard, que no estaba relacionada con lo que dijo Depp, sino con las palabras pronunciadas en 2020 por Adam Waldman, el abogado del actor en aquel momento, pueda interpretarse de manera que ilustre cómo Depp aprovechó esa ambigüedad todo el tiempo. Como mencionaba un comentario en el sitio de The New York Times: “Toda relación tiene sus problemas”. La vida es complicada. Tal vez los dos eran abusivos. ¿Quién sabe en realidad lo que pasó? La convención del periodismo de tribunales es hacer un escrutinio de la indeterminación. Y así nos encontramos en el conocido territorio del “es tu palabra contra la mía”.
A estas alturas, ya deberíamos saber que la simetría que implica esa frase es una ficción ideológica, que las mujeres víctimas de violencia doméstica y de agresiones sexuales tienen muchas más dificultades para ser escuchadas que sus agresores. No quiero decir que las mujeres digan siempre la verdad, que los hombres sean siempre culpables de lo que se les acusa ni que el debido proceso no sea la base de la justicia. Pero el caso Depp-Heard no era un juicio penal; era una acción civil destinada a medir el daño a la reputación que cada uno de ellos afirmaba que el otro le había ocasionado. Lo que significa que este caso se basaba más en las preferencias que en los hechos.
En ese sentido, Depp tenía una clara ventaja. No es mejor actor que Heard, pero la conducta de esta última en el estrado fue criticada con más dureza en gran parte porque él es un intérprete más conocido, una estrella más grande que ha vivido durante mucho más tiempo en el brillo de la aprobación pública. Llevó consigo a la sala los conocidos personajes que ha interpretado, un séquito virtual de pícaros adorables, artistas incomprendidos y rebeldes gonzo. Es el joven manos de tijera, Jack Sparrow, Hunter S. Thompson, Gilbert Grape.
Lo hemos visto travieso y voluble, pero nunca de verdad amenazante. Es alguien a quien hemos visto crecer, desde el rompecorazones juvenil de “Nuevos policías” hasta el viejo cascarrabias de la franquicia de “Piratas del Caribe”. Sus deslices fuera de la pantalla (la bebida, las drogas, el tatuaje de “Winona Forever”) han formado parte del ruido de fondo de la cultura pop durante gran parte de ese tiempo, clasificados junto con los escándalos y los tejemanejes que han sido un espectáculo que Hollywood ha ofrecido desde la época del cine mudo.
En su testimonio, Depp admitió haber hecho algunas cosas malas, pero esto también fue una jugada para conseguir empatía, al igual que el encanto y la cortesía que se esforzaba por mostrar. El hecho de que apareciera como un tipo incapaz de controlar su temperamento o sus apetitos fue visto, por muchos de los usuarios más ruidosos de las redes sociales, como algo que aumentaba su credibilidad, mientras que cada lágrima o gesto de Heard servía para socavar la suya. El público estaba preparado para aceptarlo a él como defectuoso, vulnerable, humano y para verla a ella como un monstruo.
Porque él es un hombre. La celebridad y la masculinidad confieren ventajas que se refuerzan entre sí. Los hombres famosos (atletas, actores, músicos, políticos) logran ser así en parte porque representan lo que otros hombres aspiran ser. Defender sus prerrogativas es una forma de proteger y afirmar las nuestras. Queremos que sean chicos malos, que rompan las reglas y se salgan con la suya. Su derecho señorial a la gratificación sexual es algo que el resto de nosotros puede resentir, envidiar o desaprobar, pero que rara vez cuestionamos. Estos tipos son geniales. Hacen lo que quieren, incluso con las mujeres. Cualquiera que se oponga es culpable de exagerar en su conciencia social o de traición de género o de verdadero dolo.
Por supuesto, hay excepciones. En la era del #MeToo hay hombres que perdieron la libertad, el trabajo o fueron humillados por la manera en que trataron a las mujeres. La caída de algunos hombres conocidos —Harvey Weinstein, Leslie Moonves, Matt Lauer— a menudo fue recibida como una señal de que ese statu quo que amparaba, permitía y celebraba a los depredadores, violadores y acosadores por fin estaba cambiando. La misoginia no es el subtexto de la ira política y la disfunción social de Estados Unidos; la mayoría de las veces, es todo lo que hay. Los vínculos entre la violencia doméstica y los tiroteos masivos son escalofriantes y están bien documentados, aunque rara vez se mencionan en los argumentos relacionados con las políticas públicas y la prevención. Las turbas de las redes sociales se movilizan en contra de las mujeres con especial frecuencia y ferocidad, a menudo utilizando el lenguaje del agravio justo. El Gamergate, una campaña de acoso dirigida a las mujeres que escriben sobre la cultura de los videojuegos, pretendía hablar de “la ética en el periodismo”. La ultra derecha en los meses previos a las elecciones de 2016 y la progenie del gobierno de Trump se especializan en la misoginia dirigida. Las hordas de TikTok que se le fueron encima a Amber Heard en los últimos meses siguieron una de esas estrategias.
La victoria de Depp también es de todos ellos. La rabia de los hombres cuyos agravios son incipientes e inagotables encontró su expresión en la humillación que un hombre de 58 años estrella de cine le propinó a su exesposa de 36 años. Tengo que preguntarme: ¿los hombres están bien? Es una pregunta sincera. ¿La mezcla de autocompasión, vanidad, petulancia y grandilocuencia que mostró Depp en el estrado representa cómo queremos vernos a nosotros mismos o a nuestros hijos? Es una pregunta retórica. La respuesta es sí.
Pero no todos los hombres, ¿verdad? Ahora que el juicio terminó, encontraremos nuevas cosas sobre las cuales ser ambiguos, nuevos lugares donde la indeterminación puede servir de coartada para la misma crueldad de siempre y para sus nuevas iteraciones. En algunos sectores a Depp se le considera un héroe, pero su victoria se extiende incluso a aquellos que se permitirán sentir preocupación por el resultado del juicio y luego seguirán adelante. Puede que algunos de nosotros hagamos una pequeña mueca cuando veamos “Piratas del Caribe” o “Donnie Brasco”, pero seguro seguiremos viendo esas películas; son buenas y no es que se puedan borrar de la memoria colectiva. Eso no ha pasado con Louis C.K. ni Woody Allen ni Michael Jackson ni Mel Gibson, ni siquiera con Bill Cosby. Algunos de ellos han acudido a los tribunales, otros se han enfrentado a la censura pública y a la vergüenza, pero todos siguen inmersos en el tejido de la cultura, al igual que su comportamiento. Tal vez no olvidemos del todo, pero casi siempre perdonamos.
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