Por The New York Times | Calum Marsh
“Para hacer mi trabajo”, reflexionó Ben Stiller, como el doble de Tom Cruise, Tom Crooze, en un video realizado para los MTV Movie Awards de 2000, “tengo que preguntarme: ¿Quién es Tom Cruise? ¿Qué es Tom Cruise? ¿Por qué es Tom... Cruise?”.
Esa es una serie de preguntas complicada.
En la pantalla, Cruise es inequívocamente nuestra mayor estrella de cine, como lo explicó hace poco la periodista del New York Times Nicole Sperling, el último verdadero exponente de un sistema de estudios cinematográficos centenario que ha quedado erosionado constantemente debido a las fuerzas crecientes de las franquicias cinematográficas y la transmisión en continuo. Su poderoso carisma y su temerario trabajo de acrobacia se han combinado, una vez más, en su último éxito, “Top Gun: Maverick”, que ha superado la barrera de los mil millones de dólares.
Fuera de la pantalla, Cruise es escurridizo. Es el portavoz público de una religión críptica y controvertida que parece más difícil de entender cuanto más habla de ella. Es muy reservado en cuanto a los detalles de su vida privada. Incluso cuando se esfuerza por parecer un tipo común y corriente, acaba sonando como una aproximación a la inteligencia artificial. Cuando la revista Moviebill le pidió que describiera su experiencia cinematográfica más memorable, Cruise no pudo nombrar ninguna. (Cuando le preguntaron a qué equipo apoyaba en un partido entre los Giants y los Dodgers al que asistió el pasado otoño, respondió: “Soy fan del béisbol”.
Puede ser difícil conciliar esos bandos tan dispares. Así que vale la pena plantearse la pregunta: ¿quién es Tom Cruise?
Gran parte de su éxito inicial como actor, a lo largo de las décadas de 1980 y 1990, se basó en un cierto encanto realista. El joven Cruise sexy y problemático de “Negocios riesgosos”, el Cruise inocente y entrañable de “Cocktail” y el Cruise tenaz y de principios morales de “Jerry Maguire” se basaban en su capacidad para encarnar de forma convincente al hombre común estadounidense, el rompecorazones simpático que el público podía desear o apoyar.
Para el cambio de siglo, complicó esa imagen apareciendo en películas más desafiantes y menos accesibles, como “Ojos bien cerrados” y “Magnolia”. Autores como Stanley Kubrick y Paul Thomas Anderson contribuyeron a mostrar a Cruise como un actor serio, capaz de ofrecer interpretaciones sutiles y llenas de matices.
Ahora se ha alejado del romance, el drama y el cine independiente. En la última década, se ha afianzado en el cine de acción y aventura, perfeccionando el género del éxito de taquilla del verano. Sus interpretaciones tienden a enfatizar su fácil carisma y su poderoso atletismo, pero Cruise sigue aportando a estos papeles un toque del mismo encanto delicado y el matiz actoral de su trabajo dramático. Se puede ver en la química naturalista que comparte con Jennifer Connelly en “Maverick”, y en la intensidad hastiada y cansada del mundo que ostenta en el último par de secuelas de “Misión: Imposible”. No se ve a Cruise haciendo una interpretación falsa. Se tiene la sensación de que últimamente trata cada película que hace como si fuera la más importante de su vida.
Los resultados de este compromiso son casi milagrosos. ¿Cómo podía esperar alguien que “Top Gun: Maverick”, una secuela de una película de acción de hace 35 años con una reputación crítica bastante fría, fuera no solo muy superior a la película original, sino también una de las mejores películas de acción en muchos años?
Pero entonces lees sobre la obstinada insistencia de Cruise en mantener todo lo más real posible: exigiendo un mínimo de efectos generados por computadora, obligándose a sí mismo a realizar un arduo entrenamiento de vuelo, animando a sus coprotagonistas a soportar velocidades de fuerza G hasta que literalmente vomitaran. Algunos de los coprotagonistas de Cruise a lo largo de los años han caracterizado su obsesión como extrema hasta el punto de algo que suena a despotismo cinematográfico, y es cierto que probablemente sería más fácil, y más barato, hacer mucho de esto delante de una pantalla verde. Pero ese no es Cruise. Cuando se trata de estas cosas, se preocupa demasiado. La devoción de Cruise por el cine es más profunda, si eso es posible. Es una devoción por el Cine con mayúscula. Mientras los talentos más relevantes del momento acuden en masa a las empresas de transmisión en continuo con ambiciones de éxito de taquilla, Cruise se ha mantenido firme en que no hará películas para empresas como Netflix o Amazon Prime Video, rehusándose a negociar la posibilidad de un estreno en video bajo demanda para “Maverick” a principios de la pandemia. (“Hago películas para la pantalla grande”, explicó).
Su interés por preservar esa experiencia cinematográfica tradicional se refleja en la escala colosal de sus producciones, de modo que cuando Cruise se cierne sobre ti en inmensas dimensiones Imax, se siente tan grande como la imagen. Es un recordatorio de que gran parte de lo que vemos está adaptado a la era de la transmisión en continuo: una masa de “contenido” diseñada para reproducirse tan bien en un teléfono como en la gran pantalla. Para los que todavía nos preocupamos por el cine y tememos por su futuro, los esfuerzos de Cruise tienen un valor incalculable. Cruise tiene todas las cualidades que se buscan en una estrella de cine y ninguna de las que se esperan de un ser humano. Como presencia en la pantalla, es singular; como persona, es inescrutable. Pero es ese hermetismo lo que le ha permitido alcanzar un nivel de superestrella clarificada e inmaculada, que existe casi por completo en las películas, no contaminada por las preocupaciones mundanas.
La estrella Cruise brilla tanto como cualquiera de sus contemporáneos, y mucho más que cualquiera de los que han surgido después, en parte porque sigue poniendo cada vez más de su parte en su trabajo y dando cada vez menos de sí mismo en todo lo demás. ¿Quién es él? Hay que ver sus películas para averiguarlo.