Seguramente, usted (o vos), como yo, ya sabe qué va a comer esta noche antes de brindar por una Feliz Navidad. Sabe que habrá sanguchitos de esto y lo otro, jesuitas, canapés, vitel toné, y con suerte, hasta lechón o un cordero bien adobado. Me la juego que usted ya sabe qué va a tomar esta noche y, muy probablemente, ya puso en la heladera un champán o algún otro espumante. Y le digo más: muchos de ustedes, que están leyendo esta nota, saben qué se van a poner esta noche, y qué prenda hará juego con otra. ¿Verdad que sí?
Pues, los testimonios de personas que recoge esta crónica no saben nada de eso. No saben qué van a comer, o incluso, si van a poder comer algo. La mayoría no beberá, porque tuvo problemas de consumo, y otros no tomarán mucho alcohol porque no pueden costeárselo. Y, claro, se pondrán encima lo que tengan a mano, las pilchas más limpias que encuentren. Algunos tienen techo, otros no; su Nochebuena estará ligada a la magnitud de la solidaridad ajena.
Son los que están invisibilizados en estas fechas, los que en el periodismo tenemos presente entre junio y julio, cuando hace frío, y buscamos números oficiales de cuántas personas viven en situación de calle, cuántos están a la intemperie y cuántos se resguardan en refugios. Y algún año, contamos quiénes fallecieron por hipotermia. Pero no solemos verlos en diciembre, cerquita del Año Nuevo. Los damos por sentado, los cruzamos a la salida de un supermercado o en una esquina cuando está el semáforo en rojo. Sabemos que volverán a estar la semana que viene, cuando sea 2025, “y bueno… qué se le va a hacer”.
El último censo del Ministerio de Desarrollo Social (Mides) indicó que al promediar 2023 en Montevideo había 2.758 personas en situación de calle. De estos, 1.363 dormían en la calle y 1.395 en refugios o en centros nocturnos. Pero si tomamos todas las personas que están “sin hogar”, son 5.015 solo en la capital.
Algunos pasarán esta Nochebuena y la noche del 31 como puedan, otros, más privilegiados, contarán con el respaldo del Mides o de una ONG como Movimiento Luceros, Hogar de Cristo o alguna otra asociación solidaria, por lo general con un cariz religioso, que los ayude a sobrellevar estas noches navideñas de la mejor forma posible.
Delirado y amanecido
Andrés I. dice que tiene 39 años, pero que, en realidad, tiene 34. Hubo un problema con el registro de su partida de nacimiento, alega como toda explicación. Él trabaja como cuidacoches en la esquina de Barrios Amorín entre San José y Soriano. Lleva 12 años en esa esquina. Es suya, dice.
Tiene un oficio: es ayudante de pizzero. Pero perdió el empleo como se pierde algo que no se cuida. “He tenido un desliz, que cada tanto lo tengo… Desliz, digo, por drogarme. No es que haya perdido el laburo por eso. Es que no voy más, lo dejo por mi cuenta”, dice. Después de eso, no es que haya tomado la decisión de no buscar más trabajo, simplemente “se fue dando así, con el tiempo”.
Andrés paga 450 pesos por día de pensión, pero no todos los días paga, y por eso mismo, no todos los días duerme en la pensión. “Pago la pensión cuando no estoy delirado. A veces por dos o tres días no pago la pensión porque estoy amanecido”, cuenta, serio. A veces duerme en la calle, vencido por el cansancio.
—¿Y seguís consumiendo o ya no?
—Y… a veces es todo bravo, ¿viste? Una cosa lleva a la otra.
Andrés no sabe qué hará esta noche. El viernes pasado falleció su cuñado, quien siempre lo ayudó cuando él lo necesitó. Incluso antes de casarse con su hermana, cuando eran novios, su cuñado fue muy compañero de él. Y por eso lo extraña.
El cuidacoches del centro, el dueño de la esquina de Barrios Amorín y San José, tiene dos opciones para esta noche: o estará con su padre, de 80 años, o se irá a acompañar a su hermana y su sobrino. Pero este, un adolescente de 16 años, ya le dijo que su hermana no tenía nada para celebrar, por lo que sería mejor que no fuera. En todo caso, después de la medianoche, él lo puede acompañar a tomar una cerveza o meterse en algún baile, pero su mamá se iba a acostar temprano.
“Ojalá me pudiera partir en pedacitos para estar un poco con mi hermana y mi sobrino, y un poco con mi padre. Y también acá, con los compañeros, con los que paso todos los días en esta esquina, conmigo”, dice Andrés, y pide cortar la entrevista.
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Myriam G. tiene 74 años y vive en el hogar Santa María del Hogar de Cristo desde hace 10. Hace una década, Myriam estaba muy mal. No tenía casa y tampoco algo para comer diariamente. Vivía en una piecita precaria que le habían prestado en Los Bulevares. Ella tenía la dura tarea de cuidar a su esposo moribundo. Estuvo enfermo, muy enfermo. “Tenía muchas cosas… Él tuvo un accidente y lo tuvieron que operar, iba en bicicleta y un camión lo chocó de frente. Estuvo mucho tiempo internado en el CTI del Maciel. Tenía afasia y le daban convulsiones, porque era epiléptico”, recuerda. Cuando su esposo falleció, ya en el Hospital de Clínicas, a donde había sido trasladado, ella se quedó sola, sin marido, sin empleo, sin techo y sin comida.
Una asistente social del Clínicas le pasó el teléfono del Hogar de Cristo, una comunidad jesuita que ayuda y les da herramientas a personas en situación de calle, y su vida mejoró. Primero la entrevistaron en la plaza Independencia, donde ella estaba “parando”, y a los pocos días la fueron a buscar: ya tendría dónde dormir y con qué alimentarse. Hogar de Cristo se financia con donaciones, y les da cobijo y comida a personas que recogen de la calle y no quieren ir a refugios del Mides.
No tuvo necesidad de volver a la piecita malhadada de Los Bulevares, donde los familiares de su difunto esposo se drogaban todo el tiempo, dice. Y robaban, y “hacían cosas malas”. Ahora vive en la casita del barrio Manga donde comparte su techo con otras 11 personas salidas de la calle.
Dice que va a comer cosas ricas esta noche, pero no va a beber alcohol, porque tiene presión alta.
“El clima se daba”
Luis Alberto P. es cuidacoches, como Andrés. Tiene 86 años y 16 en la calle Soriano entre Barrios Amorín y Martínez Trueba, en el entorno del Colegio Seminario. Comenzó su tarea en Lorenzo Carnelli, la calle de Canal 10, pero un día un amigo cuidacoches le pidió si lo podía cubrir en la calle Soriano y Barrios Amorín, que él tenía una operación. “Y ya no vino más. Marchó”, dice elocuente Luis. Desde entonces, él heredó esa cuadra. Por día puede conseguir entre 300 y 400 pesos.
“Y fui conociendo gente. Porque el asunto es que te conozcan, generar confianza, porque la mayoría de los cuidacoches están mal mirados, por el modo de tratar, por la facha o porque toman”, cuenta, sentado en un escaloncito de un edificio. Todavía recuerda cuando una intendenta de Montevideo les dio “clases” de cómo debían comportarse en la calle para obtener la autorización de la comuna para trabajar. “La comunista, ¿cómo es? ¡Esa! Ana Olivera… Bueno, ella nos dio clases: primero y principal, la facha, la pinta. Segundo, no andar con la botellita con vino en la cintura o en la mano. Y tercero, el lenguaje: nada de andar ‘che, bo’, dale, dale’. No, no… Si es posible, no hablarles a los conductores, solo hacerles señas para que estacionen, y ser amables”. Esos consejos de la exintendenta para él fueron la biblia.
Luis Alberto cobra una pensión a la vejez, unos 12.000 pesos, y con la mitad, paga una pieza de pensión chiquita. Tan pequeña es que tiene decidido no pasar este 24 allí. Dice que ese “cuartucho” de dos por tres metros le “trabaja mucho el bocho”. Pasar la noche con algunas de sus hermanas no es una opción. Cada uno está con sus cosas, y a él no le gusta escuchar hablar de enfermedades ajenas. Tiene hijos, pero viven en Argentina, y tampoco sabe de ellos. Dice que no lo quisieron ver más, y él lo aceptó.
En las fiestas pasadas, él se compró una cerveza en un súper, una muzzarella en un bar, y se fue a la rambla. Este fin de año repetirá la dinámica. Primero se vendrá a su cuadra (de trabajo), porque siente que es su lugar en el mundo, y después, ya sobre medianoche, bajará por Gaboto hasta la rambla con la cerveza y la pizza. Ya descubrió que las soledades, compartidas, son mucho más llevaderas.
“El año pasado yo estaba solo, ahí en la rambla, y empezó a caer gente. A caer gente, a caer gente… Y el clima se daba. Ahí me di cuenta que hay mucha gente sola. Gente sola, de edad, con problemas. Como a las dos de la noche, ¡hubo fuegos artificiales! Cuando quise acordar, la rambla estaba reconcurrida, y se armó una fiesta. Este 24 voy a hacer lo mismo, si el tiempo me ayuda, voy a hacer lo mismo”.
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Pedro R. es otro de los beneficiados con un techo del Hogar de Cristo. Y para él, que vivió literalmente debajo de un puente, tener un techo es mucho más que una forma de decir. Este 31 de diciembre cumplirá 65 años y tiene motivos para celebrar.
Él era albañil, se fue quedando sin trabajo, y terminó en la calle. El detonante fue la separación con su esposa. Ella se quedó con los hijos y la vivienda, y él se quedó sin nada. Vivió un tiempo de prestado en lo de un amigo, un viejito, pero su hija se lo llevó a una casa de ancianos y ahí sí no le quedó opción. Su refugio fue el alcohol, y terminó durmiendo debajo del puente del arroyo Santa Lucía, cerca de Delta del Tigre. Algunas noches elegía una parada de ómnibus cercana al puente.
Él también sufrió un siniestro de tránsito que casi le arranca una pierna. Tiene “dos chapas y dos tornillos” en una pierna. Y ahí estaba, comiendo salteado, sin abrigo y sin compañía alguna, hasta que hace dos años lo levantó el padre Federico y lo llevó hasta el local de Manga de Hogar de Cristo. Dice el voluntario Jonh Paiz (su nombre se escribe así, lo anotaron con la n primero y la h después) que Pedro, hace dos años, “llegó al hogar para morir”. Pesaba 40 kilos, estaba desnutrido y su rostro era pura tristeza. Empezó a alimentarse, a abrigarse y a dormir en una cama. Pero, sobre todo, hizo amigos. Tuvo con quien hablar. Y las cosas cambiaron.
“Hoy me siento protegido, gracias a Dios. Yo iba a una iglesia evangelista antes. Nacer en Cristo se llamaba y el pastor era Marcelo. Ahora encontré tranquilidad. Mucha paz. Tengo comida a la mañana, al mediodía y a la cena”, dice. Tiene hermanos, pero “es como si no los tuviera”, porque nunca fueron muy unidos, confiesa. “Dios pasó a ser mi familia. Ahora tengo techo, tengo comida, y tengo a Dios”.
El sacerdote jesuita Juan José Yolo Mosca, toda una autoridad, pide que recen por las familias, por la unidad en las familias. “La Navidad siempre es un buen momento para las reconciliaciones”, apunta.
Vivir en la calle
Daiana G. está consumida. Y el consumo, valga la redundancia, la ha dejado así: esquelética, con la piel ajada de más para su edad indefinida, la voz ronca y los ojos sufrientes. Dice que tiene 30 años, pero es difícil creerle, sobre todo después de que comenta que su hijo mayor tiene 17.
Ella improvisó un lugar donde dormir con sus petates: se asentó en un escalón de Joaquín de Salterain, entre Rivera y Ana Monterroso. “Duermo acá (señala las frazadas sobre un escalón), cocino acá (señala un árbol, con cenizas sobre las raíces), lavo la ropa acá (señala otro árbol)”, comenta.
Su madre la abandonó cuando ella tenía solo 9 años. La dejó, precisamente, en la calle. Los vecinos llevaron a la niña al entonces Iname y ahí vivió hasta la adultez. De grande estuvo nueve años y seis meses recluida por rapiñas. Y entonces, sus tres hijos pasaron a vivir con su hermana. Hace 11 años que está en la cuadra del Cordón, viviendo de la caridad. Y esta noche no será la excepción. Lo único jodido, dice, es que será su primera Navidad sin su padre, que murió este año.
“Yo estoy sola, no quiero familia, no quiero nada. Estoy bien así: tengo pa’ comer, tengo pa’ tomar mate, tengo pa’ bañarme. Esta noche me voy a la esquina y veo los cuetes que tiran los vecinos. Y los mismos vecinos me ayudan: me visten, me calzan, me dan plata, me compran cosas”, dice. “Los vecinos me llenan la mesa”, agrega, aunque no se ve mesa alguna en la vereda. “Me dan cerveza, vino, sidra, carne picada, arroz. Todos acá en la cuadra me bajan algo”. Con eso y algún porro que fuma, no necesita más. Dice.
Daiana está embarazada de cuatro meses, y en su cuerpo menudo, la protuberancia se nota. Promete que será el último hijo. Su compañero llega en el medio de la charla: está ido, luce el torso desnudo y una bermuda de jean. Se tira en el escalón a fumar marihuana y Daiana lo mira y le hace la inconfundible seña de cerrar la boca y no interrumpir. Está diciendo cosas importantes: que pasará una noche bajo las estrellas y ayudada por sus vecinos, como todos los días.
“¿Qué voy a pedir cuando brinde? Que me dejen en paz. Que los faloperos de la zona no me jodan, que me dejen en paz. Les molesta que a mí me den de comer y me vistan y a ellos no”.
“Por la paz. Por la paz en el mundo”, pide un fiel en la misa de cierre del Hogar de Cristo en Manga. “Todo el tema de Ucrania, Rusia…”, agrega. “¡Ah, las guerras!”, exclama el padre Mosca. “Vamos a pedirle al Señor que no haya guerras. Por la paz, entonces”, dice el cura.
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En el Hogar de Cristo le dicen Adrianita. Tiene 67 y hace dos años dejó la calle. Antes estaba en el Buceo, deambulaba por el cementerio de la zona, las plazas, y cuando tenía alguna prenda usada para vender, la exhibía en el piso de ferias del Buceo. Nunca pidió dinero en la calle, y esa decisión parece ser su gran orgullo.
Ella “hacía ferias”, cuidaba coches y si alguien le ofrecía algo de comer, lo aceptaba con gusto. Pero nunca pidió ni un peso.
—Y si hace dos años yo la veía en la calle un 24 de diciembre, ¿tenía algo para brindar o comer en la noche?
—Capaz que no… No te voy a mentir: capaz que no.
—¿Y cómo quedó en situación de calle?
—Lo que pasa es que vivía en mi casa, pero a mí se me dio por tomar bebida alcohólica. Y como soy agresiva cuando tomo, me echaron de mi casa. Entonces ahí empecé a vivir en la calle.
Estuvo 23 años en situación de calle hasta que Jonh Paiz dio con ella, en la rambla. Le dijo que no la quería ver más en la calle, que no era un lugar para una mujer como ella. Para nadie, añadió. Pero ella no se sumó al Hogar de Cristo tan fácilmente; le costó aceptar el convite porque, dice, no cobraba ninguna pensión por vejez o invalidez, y le daba vergüenza ir sin tener nada para aportar. Es el mismo pudor que le impidió siempre pedir dinero, sin dar nada a cambio.
Pero una tarde, Jonh se le arrimó con voluntarios del colegio e iglesia La Mennais y, entre varios, la convencieron. Adriana pasó la pandemia en la calle y en 2022, más o menos por estas fechas, se sumó a la vivienda que comparten 12 personas en Manga. Hace años que dejó la bebida, pero igual no se le pasa por la cabeza llamar a su hija. “Ya es una mujer grande de 27 años, y no me quiere ver”, sostiene y parece aceptarlo.
“Pero con un vaso de refresco y algo para comer, ya voy a poder brindar”.
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“Te hablo si a cambio me das algo para comer”, pone su condición Braian P., y me parece justo. No fue el único que pidió algo a cambio de contar su historia, pero él, específicamente, puso como moneda de cambio algo de comida. Braian tiene 29 y sus pocas ropas y una mochila están junto a una columna por la calle Asamblea, entre Espinosa y Solano López.
La última vez que trabajó formalmente fue este año, cuando hizo tareas de barrido y carpido de áreas verdes para el plan ABC de la Intendencia de Montevideo. Pero luego perdió el empleo de la misma forma que lo perdió Andrés: por desidia o adicción.
—Me sucedió un problema que tiré todo al abandono, y ta. No me dieron ganas de seguir laburando más. Y dejé.
—¿Qué problema? ¿Consumo?
—Sí, hace nueve meses fue eso. Yo consumo, pero hoy en día estoy tratando de dejar, de despejarme. Consumo pasta base, no te voy a mentir. Pero hace tres días que no consumo. Si no, no estaría así de prolijo.
Es verdad que está bien vestido: luce un jean y un sweater negro limpio; los championes están impecables también. Él es rubio y de ojos claros. Podría ser modelo, pero las agencias no buscan talentos en personas en situación de calle.
Braian tiene familia, comenta. Se refiere a una hermana que vive en Atlántida, y que lo invitó a pasar las fiestas con ella y su marido. También tiene un hijo, Valentín, de 7 años, pero no lo ve. Él vive con la mamá.
Cuando lo vi, en el Buceo, Braian necesitaba juntar 123 pesos para pagarse el boleto hasta la Costa de Oro. Decía que allá comería pan dulce y turrones con su hermana, y que ni bien comenzara el 2025 tendría trabajo, porque su cuñado lo llevaría a trabajar con él en una bloquera. Curiosamente, Braian no sabe en qué trabaja su hermana, pero dice que “está bien económicamente”.
“Estoy tratando de salir de todo esto”, afirma, y parece convencerse de sus propias palabras. La abstinencia de 72 horas es algo. Y alcohol, jura, no toma. Ya no toma.
Me alejo y Braian me llama. Quiere felicitarme por entrevistar a una persona en situación de calle en estas fechas, porque —dice— ahora nadie los ve. “Se acuerdan de nosotros solo en invierno”, agrega. Vio, además, que paseaba con un cochecito de bebé y me felicita nuevamente. Dice que él se enternece cuando ve criaturas, y levanta la manga del buzo negro para mostrarme que está erizado. Lo que veo son varios cortes que se hizo en el antebrazo. “Esto es porque estuve preso… estuve 10 años por rapiña especialmente agravada y asociación para delinquir. No le tengo miedo a la cárcel, eh. Pasa que estoy empachado de cárcel. No quiero más eso”, dice.
“Me emociona ver un bebé, porque hace dos años se me murió uno. Por eso entré en el abandono, y no quiero consumir más”.
“Por los niños también”, dice otra creyente en voz alta. “Tenemos un debe con los niños de este país. Es doloroso lo que están viviendo algunos. A nosotros nos llega la noche, pero ellos tienen todo por delante”, agrega. “Hay mucha pobreza infantil”, acota el cura Mosca. Y la feligresa tiene el tupé de corregirlo: “No padre, no hay niños pobres, hay familias pobres. Ellos heredan la pobreza”.
Escapando de la narcoguerrilla colombiana
Jaime F. (66) y Delia R. (68) son colombianos. Ella es la que más interviene en la misa que dio el cura jesuita Yolo Mosca en la casa de Manga. Parece que hubiese estudiado para la ceremonia. En determinado momento, Delia agradece porque Uruguay no la dejó llegar a vivir en la calle ni padecer hambre.
El matrimonio llegó a nuestro país tras un periplo agitado y bastante curioso, como de película. Vivían en Barranquilla y con mucho esfuerzo habían abierto algo así como un bar, pero mejorado. Un día entraron tres desconocidos que parecieron muy amables y los llamaron por el nombre. Les pidieron que “por favor, de ahora en más” si ellos los podían “colaborar”. Pero no estaban pidiendo un favor: les estaban exigiendo que, desde el siguiente mes, pagaran un peaje para poder seguir trabajando. Eran guerrilleros de las FARC. “Así que ya sabe, don Jaime, en un mes venimos por la colaboración, ¿está?”.
Ellos quedaron temblando, pero con el paso de los días, se olvidaron del episodio. Y ese fue el comienzo del calvario. Exactamente 30 días después, otros hombres, todos fuertemente armados, entraron al negocio y le reclamaron a Jaime lo adeudado. Esta vez no parecían tan gentiles. Jaime juntó unos 440.000 pesos colombianos, algo así como 100 dólares, y se los dio. Su interlocutor le tiró los billetes al piso, le rompió el celular a Jaime y otro le apuntó con un revólver en la sien a Delia. Ahí le dijeron cosas como: “¿Cómo que así, huevón? No mames gallo, que esto no es nada. ¡Nosotros no estamos pa’ migajas, gonorrea!”. Le dijeron que volverían al otro día, pero debían tener ese monto cuadriplicado, para poder seguir trabajando en paz. También le dijeron que ni se atrevieran a contar lo sucedido a la Policía, porque ahí sí que serían objetivo militar (de las FARC), y que, si se mudaban, los irían a buscar a donde fueran.
“Esa misma noche le dije a mi mujer: ‘Mija, no podemos seguir así. Porque estos son vagos y no vamos a trabajar para alimentarlos a ellos”, y decidieron hacer las valijas. A la noche cerraron el negocio y a la mañana siguiente estaban viajando a la capital, Bogotá. Allá radicaron una denuncia como víctimas de extorsión por la guerrilla, y se quedaron con el papel que así los calificaba.
Intentaron vivir en Bogotá, pero tenían tal sensación de miedo que Delia no podía escuchar una moto pasando cerca porque quedaba en shock. Y a Jaime le costaba dormir. Recordaba que las FARC también operaban en Bogotá, y le habían avisado que los buscarían a donde fueran, en todo el territorio nacional.
Esa noche decidieron emigrar. Jaime, chef internacional de profesión, pensó en radicarse en Chile, pero Delia le dijo que de ninguna manera: así como en Estados Unidos hay huracanes, en Chile hay sismos y temblores. La plata les daba para llegar a algún país de América del Sur. “Ya está: Uruguay. No tiene guerra ni temblores”, le dijo, y Jaime aceptó.
Llegaron a Uruguay este año 2024, con apenas 50 dólares en el bolsillo y sin una dirección a la que acudir. Y acá empezó otra travesía. Una funcionaria de Migraciones les permitió pernoctar la noche en el Aeropuerto de Carrasco, pidieron asilo en el país por ser perseguidos por la narcoguerrilla de su país, y al otro día desfilaron por oficinas del Mides, hasta que obtuvieron camas en un refugio de avenida Agraciada.
Los enviaron al hospital Pasteur, luego fueron enviados a otro refugio en la calle Millán, y finalmente a otro en Zelmar Michelini. Un día, Delia rezaba el rosario en una iglesia jesuita, cuando una mujer se les acercó y les preguntó si eran inmigrantes. Delia temió algo malo, pero les dijo que sí. “¿Y son creyentes?”, volvió a preguntar la señora. Delia volvió a contestar que sí, el rosario no era ninguna impostura. “Yo les voy a conseguir ayuda”, le prometió.
Y en julio ambos consiguieron un dormitorio en la vivienda de Arazá y Boiso Lanza, del Hogar de Cristo.
En Colombia dejaron hijos y hasta bisnietos, pero dicen que sus hijos no les tendieron una mano cuando más los necesitaron. Por eso, esta noche Delia pedirá por tolerancia y amor en las familias. Me dice que han reflexionando sobre si merecen tal indiferencia filial, pero llegaron a la conclusión de que no la merecen.
Saben que no habrá alcohol en la mesa del Hogar de Cristo esta noche, pero no les apena. “Llegó un momento en que a Jaime el doctor le prohibió el trago. Porque a medida que le gustaba tanto el traguito, él empezaba muy juicioso, pero ya de pronto cuando empezaba, entonces era él quien recogía las botellas del último de la fiesta. Y a veces se ponía bravo”, cuenta ella, y Jaime asiente.
Ahora, tienen techo, amigos y comida en el plato todos los días. Una o dos veces por semana venden ropa usada en la feria del barrio, y esperan que algún propietario de restorán deje a un lado el prejuicio de la edad y les dé una oportunidad en alguna cocina. Saben elaborar comida caribeña y también kosher.
“Esta noche vamos a brindar por la fe y la esperanza”, dice Delia, locuaz. “Para que el Señor sea misericordioso y se acuerde de nosotros. Porque es que nosotros no estamos todavía para estar en un hogar esperando la muerte, ¿no?”.