Cuando Carlos A., llevaba 10 años privado de libertad, vivió un momento clave en su cambio de perspectiva. La violencia era moneda corriente en el Penal de Libertad en 2011. Una tarde, caminando hacia el patio con un compañero que medía cerca de dos metros, escuchó dos disparos y vio algunos policías dirigiéndose hacia el sector llamado “la isla”, de donde provenían los sonidos. Carlos, cuyo nombre fue modificado para protegerlo, es un hombre solitario, que valora su espacio consigo mismo, pero ese día iba acompañado. Se acercó otro de los reclusos y le dijo: “Torcí al gordo”. En la cárcel se usa torcer como código para dar muerte. Carlos vio la camioneta doble cabina de la policía pasar lentamente por el patio con el cuerpo detrás, como si fuese una carroza. Su compañero lo miró y le dijo: “Flaco, pensar que la tumba de nosotros anda acá a la vuelta”. Pero él contestó: “No, no… yo no me quiero morir acá adentro, me quiero morir en la calle y de viejo”. Allí fue donde comprendió que, para sobrevivir, tenía que alejarse de la violencia.
Según el informe del comisionado parlamentario penitenciario en 2021, hubo 86 muertes bajo custodia: es la mayor cifra de la historia en Uruguay, y superó ampliamente el mayor registro anterior, que había sido en 2010 con 53 muertes. De estas 86, 45 fueron muertes violentas, 21 de ellas por homicidio, 18 por suicidio y 6 fueron muertes violentas no aclaradas.
Pero la violencia va mucho más allá de la muerte. Hoy, luego de 25 años en el sistema, Carlos A. se encuentra en la cárcel de Punta de Rieles y tiene 50 horas semanales para salir a estudiar. “Hay violencia física, pero también psicológica, verbal e institucional”, aseguró ante Montevideo Portal. En más de una oportunidad despertó en medio de la noche angustiado y llorando porque no quiere estar ahí. Pero no lo puede demostrar, porque en donde rige la ley del más fuerte, al que lo quiebra la cárcel pierde.
A la carta
En los mega penales, aquellos que tienen mayor cantidad de reclusos (como la Unidad 4 ex Comcar o la Unidad 3 Penal de Libertad), la violencia física está presente de forma constante. El resto de las unidades funcionan mejor, asegura, pero la violencia psicológica y verbal sigue estando presente. La violencia en las cárceles es el menú de todos los días.
La maldad está naturalizada. El miedo se siente en todo momento. Desde el momento de bajar al patio y no saber si van a volver, hasta en el comedor, donde aquellos protagonistas de las vendettas han llegado a poner cianuro en los alimentos para atacar a otro recluso.
Nicolás Pereira, abogado penalista que representa a las familias de las personas que fallecen privadas de libertad, explicó que la tipología de las muertes violentas son casi siempre las mismas. Los protagonistas son los cortes carcelarios, que no se sabe con certeza cómo se hacen. Generalmente pelean en los patios y se cubren entre ellos, cambiándose de ropa para que no los identifiquen, o bajándose de las celdas con sábanas, peleando de muerte y subiendo nuevamente para morir en su celda. “Son cosas de locos —consideró—. Llama la atención la certeza con la que dan muerte. Un solo golpe, incluso a veces un lanzazo, directo al corazón”.
Lo que es de público conocimiento es que, detrás de las muertes, no hay una explicación muy profunda. Porque me miró mal, porque tiene barba y yo no, porque pensé que era otro. Son todas excusas que, tanto Pereira como el comisionado parlamentario penitenciario, Juan Miguel Petit, han escuchado. “Una cebadura de mate, un celular o unos pocos pesos pueden llevar a la muerte, porque cuando las condiciones son extremas, la violencia también lo es”, indicó Petit.
Según el informe mencionado, la tasa de homicidios en 2021 dentro de los centros penitenciarios fue 15 veces mayor a la tasa nacional, y la tasa de suicidios fue seis veces mayor.
Andrea Laport es psicomotricista en la Unidad 9 de mujeres como técnica de cercanía y de acompañamiento a madres embarazadas con hijos menores a 4 años. Para ella, la violencia más latente, por encima de la física, es la verbal y la psicológica: “Más allá del abuso de poder, entre las propias reclusas hay una presencia constante de malos tratos que nace de la convivencia con personas extrañas. En la cotidiana, lo que se ve son gritos, zamarreos, cinchadas de pelo. Pero, sobre todo, los malos tratos, las malas palabras. Entre ellas y con los niños”, indica. El resultado, para los menores, es el mismo que fuera del penal: inseguridad y miedo.
El abogado Pereira, que dijo que tiene “estómago pa’ todo”, el caso que más lo marcó fue el de Miguel Ángel Rey en el módulo 8 del Comcar. “He visto muchísimas autopsias, pero esto era muy jodido”, señaló. Se encontró él frente a un cuerpo carbonizado con una expresión de grito que todavía se advertía en el rostro chamuscado por las llamas. La muerte había sido producto de unos colchones prendidos fuego que habían sido lanzados dentro de las celdas, y habían trancado las puertas. Todos los que estaban allí habían muerto calcinados. “Fue una escena de barbarie, primitiva”, expresó.
Lo cierto es que hay un punto en donde todos los actores convergen: la violencia está presente siempre, en mayor o menor medida. Para Pereira nace a raíz de las omisiones del Instituto Nacional de Rehabilitación (INR).
El rol del uniformado
El componente institucional no es menor cuando se trata de la violencia intracarcelaria. Carlos A. recordó una de las tantas veces en las que el abuso de poder se hacía presente en el Penal de Libertad: saliendo al patio, los agentes hacían requisas en donde a algunos le sacaban las armas y a otros se las dejaban. Allí veían cómo se mataban un par de reclusos, pero, en vez de detenerlos, no hacían nada. Algunos policías estaban en torres de altura con escopetas y tampoco se involucraban. En otras oportunidades, lanzaban balas de goma solo hacia uno de los dos reclusos. Incluso, en ciertos casos, si había alguno que se hubiera peleado con un policía y se llevaba mal con otros cuatro o cinco reclusos del sector, el oficial procuraba que no tuviera armas y lo llevaba a ese sector para que allí lo mataran. “A esto le llamo terrorismo de Estado —dice Carlos—. Porque, en definitiva, ese funcionario del Estado debería velar por la integridad física de la persona más allá del crimen que haya cometido. Eso dice el artículo 26 de la Constitución. Pero para ellos nuestra vida no vale nada”.
Sobre ese punto, Pereira fue en el mismo sentido: “En un homicidio dentro de la cárcel, la pena máxima es generalmente de 10 años sin importar su gravedad, mientras que una condena a un caso similar, pero en libertad, con agravantes muy especiales, puede tener entre 15 y 30 años de pena, según el artículo 312 del Código Penal”.
La violencia física en el Penal de Libertad contrastada con la de Punta de Rieles es incomparable. Sin embargo, la violencia verbal y psicológica siguen teniendo un rol importante y eso se ve en el trato, dice Carlos: “Cada vez que un funcionario se comunica con nosotros, no se acerca, lo hace desde donde están parados. ‘Tiene visita’, me gritan desde lejos. ‘Vení para acá’”. Incluso, cada tanto, se les niegan las horas de salida sin justificación.
“La violencia la provoca la misma institución. Si me encierran y me tratan como a un perro, cuando abran la puerta voy a salir y morder. Al que me encerró y a todo el que me cruce”, insistió en su relato.
No solo hay fallas por omisión, sino también en cifras. En el Comcar, el mega penal con más muertes violentas, hay ciertos módulos que en la noche solo hay cuatro policías para cuidar y controlar a 600 reclusos. Para Pereira, “nunca juntar tantos presos fue algo positivo”.
En su oficina, el abogado tomó su celular y mostró un video. Había sido grabado por un policía y en él se enfoca a un hombre privado de libertad que recién había matado a un compañero. Era su confesión. Se justificaba diciendo que el otro lo había obligado. En el video, el policía dice: “Te peleaste y perdió. Es la justa, ¿no?”, “Es la justa, sí”, responde el otro. “Te peleaste y perdió, ya está”, agrega el policía. Pereira está anonadado porque el policía no hizo nada más que grabar.
“Así se generan policías mediocres que no son profesionales a la hora de resolver problemáticas”, argumentó, y añadió: “Lo que más shockea es la injusticia”.
En miras al futuro
La Ley de Urgente Consideración limitó algunos procedimientos liberatorios que había y, por ende, para Pereira, las personas que ingresan a una unidad penitenciaria hoy lo hacen con poca esperanza. “El resultado de la política criminal es más presos y no más reformados”, sostuvo. Por este motivo, entiende que para lograr un cambio se deben derogar los artículos que limiten la premiación por buen comportamiento. “Hasta quien cometió el crimen más aberrante merece ser reformado”, insistió. Entiende que una sociedad que no reintegre a las personas reformadas no es una sociedad avanzada.
En la misma línea, Petit cree que la superpoblación de las cárceles es un detonante para la violencia. En la actualidad, el Comcar tiene una cifra similar al 15% de sus reclusos con una pena menor a un año. Esto lo define más como un “castigo” que como una posibilidad de rehabilitación, y explicó que sería mucho más productivo darle una pena alternativa y extra carcelaria que lo reforme.
Para disminuir la violencia, se propuso desde el Comisionado tener un plan de vida personalizado para cada recluso, pero eso es imposible en mega penales donde hay más de 800 personas controladas por pocos.
Si bien se habla de violencia carcelaria, Petit distinguió entre los diferentes módulos. “Las cárceles son como los barrios o las familias, hay de todo tipo. Entendemos que los barrios no son más violentos porque las personas lo sean, sino porque las condiciones los llevan a serlo. Lo mismo sucede aquí”, expresó, y agregó: “Es injusto decir que las cárceles no rehabilitan a nadie, porque muchos aprenden a leer, trabajan, terminan sus estudios y se forman”.
Pese a que se están implementando planes para tratar y disminuir la violencia en las cárceles —que han funcionado en gran medida en ciertas unidades— se radica un gran problema. Sucede que, luego de 25 años allí dentro, cualquiera se acostumbra acostumbrado a normalizar la violencia. Carlos también. Lo mismo hace el INR, los otros reclusos y el resto de la sociedad.
Mientras tanto, Pereira desde su despacho mostraba imagen tras imagen de una de las tantas escenas de crimen en una cárcel. En una se ve el corte carcelario y también un enorme charco de sangre. Era de un caso donde no se había encontrado al culpable. “Insólito”, comentó, ya que el responsable no tiene forma de escapar. Él también ha normalizado estas situaciones.
No todas las cárceles son iguales, pero en las que reina la violencia se ha normalizado tanto esta conducta en reclusos y funcionarios como la omisión del Estado en materia de derechos humanos, aseguró el abogado.