Fotos: Javier Noceti / @javier.noceti
La pandemia del coronavirus le hizo bien a Luciano Supervielle (46). Y sus hijos lo salvaron. Acá no hay metáforas: sus hijos Julián y Nina lo salvaron. De no haber sido por ellos, quizás Luciano no hubiera podido sobrevivir. Y la pandemia —el encierro, que no haya shows ni toques ni giras por el mundo— le permitió (y obligó) a estar más tiempo con sus hijos y comenzar un nuevo vínculo: el de padre viudo que desde 2020 los cría solos y, por momentos, los trata como si fueran adultos, por su intención de horizontalizar la relación.
Pero vayamos más atrás: Supervielle, sobrino bisnieto del poeta francouruguayo Jules Supervielle, nació en París, vivió su infancia entre Francia, México y Uruguay y llegó a Montevideo a los 8 años, ya transformado por el hip-hop mexicano y los chiches en forma de teclados. Lo apodaron “El Principito”, admiró al Príncipe Francescoli, se hizo hincha de Wanderers y empezó a hacer música. Fue protagonista de la escena criolla del hip-hop noventoso con Plátano Macho —se lo puede ver manejando un jeep y rapear en francés en “Pendeja”, el hit del 98—, tocó invitado con sus amigos y falsos rivales de El Peyote Asesino y trabajó mucho con el Jorge Drexler preoscarizado. Fue el miembro más joven de Bajofondo, combo rioplatense con el que recorrió el mundo, y se lanzó como solista. Compositor, tecladista, pianista y dj, Supervielle ha construido su carrera sumando influencias, y siempre optó por no dejarse encasillar. Le gusta el hip-hop, tuvo que estudiar el tango, no se siente un concertista virtuoso ni un rapero de pura cepa. Prefiere beber de todas esas fuentes para mezclar y así conseguir su mejor versión. Y en esa amalgama instrumental, y recientemente con letras propias, fue construyendo su identidad artística.
La otra, la más personal, fue moldeada por sus hijos. Julián nació hace 10 años, y los papás supieron, recién al ver al bebé, que la criatura tenía síndrome de Down. Debieron resetear: asumir la noticia y aprender. Dos años después nació Nina. Esta vez, Eloísa y Luciano sabían por las ecografías que con ella “había un tema”, pero no tenían claro cuál era. La niña nació y ahí supieron que tenía acondroplasia, un trastorno genético más conocido como enanismo. Y antes de que estallara la pandemia del covid en Uruguay, Eloísa falleció de cáncer. Luciano le sostuvo la mano hasta el último instante. Pensó que no podría superar ese trauma. Pero supo que para que sus hijos superaran la pérdida, primero debía estar bien él. Y entonces se concentró: terminó el réquiem demorado para el ballet La Tregua, escribió una canción inspirada en su esposa, y siguió trabajando. Luciano procesó su duelo, y su vida, por fin, floreció.
Supervielle —que el 19 de mayo tocará en el festival Catalizador y en julio hará un Solís con la Filarmónica— toma un café frente al mismísimo Teatro Solís, cuenta que es feliz, aunque cargue con una mochila de tristeza invisible, comparte sus inquietudes artísticas, y devela un secreto: lo obsesiona buscar la belleza, la poesía, la enseñanza, aún en las tragedias más duras que le ha tocado enfrentar.
“Soy uruguayo, pero tengo una visión que tiene mucho que ver con haber vivido en distintos países, y de haber tenido una gran curiosidad por absorber de distintas culturas. Y en la obra de Jules Supervielle eso también está muy presente”
Naciste en París, hijo de una madre francesa y padre uruguayo, que se fue exiliado en los años 70. Y pasaste tu infancia entre Uruguay, Francia y México también. ¿Cómo recordás tu infancia?
Yo tuve dos sorpresas grandes. Cuando me fui, con 4 años, a México, en mi imaginario infantil pensé que me encontraría con indígenas. Y fue una sorpresa increíble bajarme en el avión, y ya estar en plena ciudad. Y cuando llegué a Uruguay fue una sorpresa súper positiva, porque llegamos al Prado, y fue muy lindo el cambio de pasar de vivir en un edificio en el DF a un barrio donde podía salir a la calle a jugar con amigos. Fue un cambio muy luminoso en mi vida.
A los 8 años recalaste en Uruguay, y entre los 9 y 10 años tu tía te regaló un piano y a esa edad ya estudiabas guitarra. ¿Ahí arranca tu vocación por la música?
Yo tenía una notoria inclinación por la música, desde muy chico: 5 o 6 años. En mi casa, la mayor parte de mis juguetes estaban relacionados con la música. Eran instrumentos musicales para niños. La música tenía un lugar en mi vida desde muy chico. Mis padres me lo fomentaron siempre, pero ninguno de ellos fue músico. Pero me respetaron una vocación que se manifestó tempranamente.
Y el romance con el hip-hop empezó de niño, a fines de los 80, cuando vivías en México, ¿no?
En México, cuando era niño, el hip-hop tenía una gran presencia, por una fuerte influencia cultural de Estados Unidos. Pero, incluso de antes, yo ya tenía contacto con el hip-hop francés, tengo un primo que tiene mi misma edad, y él ya tenía un gusto por el hip-hop. Yo iba a Francia casi todos los años a visitar a mi familia, y escuchaba hip-hop con él. Entonces es una influencia que me acompañó siempre, hasta el día de hoy. Ya hace años que no pertenezco a la escena del hip-hop de acá, como sí pertenecimos cuando Plátano Macho, cuando fuimos parte de la primera generación de hip-hop en Uruguay. Sin embargo, Álvaro Silva, un hiphopero de unos 30 años, suele tocar conmigo, o he colaborado con bandas como AFC. He tenido contacto con la escena, desde un lugar como “veterano” del hip-hop en Uruguay. ¡Y me encanta! No me hace sentir mal asumirme como veterano del género.
¿Qué tenés en común con Jules Supervielle, tu tío bisabuelo, el poeta y escritor franco-uruguayo?
Por un lado, lo filial, que es bastante directo, porque es tío abuelo de mi padre. Él se crió como hermano con su primo (el papá y la mamá de Julio se casaron con el hermano de Supervielle y la hermana, o sea, eran dos hermanos que se casaron con otros dos hermanos). Se murieron los padres de Jules y lo adoptaron sus tíos, doblemente tíos, pero nunca se lo dijeron. Se enteró por una conversación que escuchó a los 15 años, fue un tema fuerte para él. Él lo dice en su obra. Entonces, su primo, que fue como su hermano, es el abuelo de mi padre. Era Louis o Luis Supervielle, que además fue un tipo importante acá: fundó el Liceo Francés, era importante en el mundo empresarial. Julio o Jules Supervielle sería mi tío bisabuelo.
Yo me identifico mucho con él, porque, además, me gusta su obra. No soy un gran lector de poesía, a pesar de que creo que mi música tiene una visión poética de la vida, de acercamiento a la composición. Me gusta la idea de tener una visión poética de la vida, a la hora de componer. Y me gusta esa idea del viaje. El viaje, en la obra de Jules Supervielle, está muy presente siempre. Y en la mía también: empaparme de distintas influencias, empaparme de distintas culturas, de ser un migrante. Eso ha marcado muchísimo mi obra. Soy uruguayo, pero tengo una visión que tiene mucho que ver con haber vivido en distintos países, y de haber tenido una gran curiosidad por absorber de distintas culturas. Y en su obra también eso está muy presente. A él lo he integrado en mi obra, más de una vez: en mi primer disco [Bajofondo presenta Supervielle] hay una poesía de él [“Tres mil años”], leída por él, y hace unos años hice una obra orquestal en el Solís, con [el violonchelista brasileño] Jacques Morelenbaum, basado en una poesía de Jules que se llama “L’ esfere”, “La esfera”. Después hicimos gira con esa obra, en Alemania.
Contale a un millennial qué fue Plátano Macho, esa banda de hip-hop que revolucionó la música uruguaya en los 90.
Yo soy de la generación en la que en Uruguay se empezó a escuchar de manera más masiva la música uruguaya. Previo a esa época, las bandas uruguayas, en general, eran del ghetto, del under mismo. Las condiciones en la que hacían música previo a nosotros eran muy precarias, no solo a la hora de tocar, sino también de grabar discos. Nosotros, a mediados de los 90, vivimos en carne propia la profesionalización de la música uruguaya. Eso implicaba empezar a sonar en las radios uruguayas, empezar a tocar en conciertos masivos, como La Fiesta de la X, o en boliches con mejor estructura sonora. Eso a nosotros nos obligó a profesionalizarnos. Eso fue un cambio muy grande de paradigma en la escena local.
Plátano Macho integró una generación de músicos que muchos éramos hijos de exiliados. Es el caso también del Peyote Asesino y de La Vela Puerca, de un montón de bandas que traíamos influencias de afuera. Cuando empezamos a hacer hip-hop éramos vistos como “bichos raros”. Éramos una tribu, teníamos nuestro gorrito, nuestro atuendo característico, y se nos veía como “bichos raros”. Acá sonaba Jazzy Mel, el tipo era más comercial, pero tenía influencias del hip-hop. Y nosotros éramos menos comerciales. Acá se generó una movida y al principio éramos 20 o 30 nomás, y fue creciendo nuestro público. Fue lindo, fue un movimiento. Creo que salimos de una época, veo un cambio ahí, en el que hubo más contacto de las distintas tribus. Veníamos de una época de muchísima más crispación: los punks tenían un mundo, los rockeros otro, había mucha violencia a todo nivel. No había buena onda. Había una cosa violenta; en lo discursivo y en violencia física. Se armaban piñatas en nuestros toques, al principio. Yo no viví la época de los 80 y principios de los 90, la que sí vivió Juan Casanova, donde la cosa era más difícil.
Tuvimos un impulso importante a través de MTV. MTV promovió mucho el hip-hop a nivel latino, difundió nuestros videoclips, firmamos contrato en Argentina con una multinacional, que era Polygram (hoy Universal), lo que nos obligó a profesionalizarnos. Yo ya siendo muy joven estaba en un proyecto musical, que me obligó a exigir al máximo mi capacidad creativa, de producción, de interpretación, de ensayo, de armar una infraestructura, un montón de cosas que estaban bastante alejadas de mi etapa anterior.
Musicalmente jugaste en Peñarol y Nacional, porque después tocaste en El Peyote Asesino. ¿Qué diferencias y qué similitudes tienen una y otra?
Esa rivalidad fue más ficticia que real. De hecho, en realidad, éramos amigos. Gabriel Casacuberta, el bajista de Plátano Macho, fue productor del primer disco del Peyote. En el Peyote estaba Carlos Casacuberta, hermano de Gabriel. Había una pequeña disputa ficticia, porque teníamos algunas características musicales diferentes. Ellos tienen una tradición más rockera que nosotros, son un poco mayores que nosotros y tenían más contacto con la escena anterior. [Juan] Campodónico, [Fernando] Santullo, Carlos Casacuberta llegaron a curtir un poco más el rock nacional que nosotros. Gabriel Casacuberta y Andrés Pérez, los mayores de Plátano, no llegaron a curtir tanto como ellos. Nosotros éramos más hip-hop de influencia extranjera. Yo al Peyote siempre fui de invitado, y posteriormente.
“La rivalidad de Plátano Macho con El Peyote Asesino fue más ficticia que real. Éramos amigos. Teníamos algunas características musicales diferentes. Ellos tienen una tradición más rockera que nosotros, nosotros éramos más hip-hop con influencia extranjera”
“Recién a los 40 años me puse en el rol de concertista de piano”, dijiste en Historias propias de canal 5. ¿Cómo es eso?
Es verdad. Yo desde muy joven ya tenía mi etapa de formación clásica, hice la cátedra de piano en la Escuela Universitaria de Música (no lo terminé), al mismo tiempo que hacía composición. Estaba estudiando bastante… Rápidamente entendí que mi lugar estaba en la composición de mi música, porque sentí que desde ahí tenía más para aportar. Nunca me sentí un gran concertista de piano. Yo estaba más interesado en componer mi música, con mis influencias de hip-hop por fuera de lo clásico. Pero sí, adquirí herramientas que después me iban a servir. Pero tanto en Plátano Macho como en proyectos que después tomé —mi trabajo con Jorge Drexler o mis primeros años con Bajofondo— siempre abordé el piano desde el lugar del arreglo, nunca como solista, por mi estilo, por mis influencias del hip-hop. Yo en Plátano Macho, a nivel tecladístico, era muy minimalista, y estaba muy complementado al nivel de arreglo total de la banda. Tenía una visión más arreglística del piano. Recién cuando saqué mi disco Suite para piano y pulso velado empecé a verme como solista con un rol más pianístico, y eso me obligó a estudiar y a practicar, y prepararme para esa etapa. Ahora, cada vez que hago conciertos con repertorio de esa época, me obliga a practicar y entrenarme.
Vos no te asumís virtuoso como pianista y decís que cuando hacés música electrónica, no es vanguardista. ¿Es un híbrido de géneros? ¿Cómo definirías vos la música que hacés?
Sí, sí, es tal cual. No soy ni un concertista de piano, ni un vanguardista de la música electrónica, ni un exponente del hip-hop. Tengo influencias de todas esas cosas, y encontré en la integración de esas distintas influencias, mi música. Siempre, con Bajofondo, con Drexler, con mis discos solistas, incluso con mi trabajo de arreglos para películas, siempre trato de integrar esos mundos, con resultados dispares. A veces funciona mejor, a veces no tanto. Pero hay una búsqueda real de integrar lenguajes para encontrar un lenguaje propio. Me parece importante aclarar que no veo esto como “la” manera de hacer las cosas, si no que fue la manera que encontré para sacar mi mejor versión. Es decir, respeto mucho a la gente que se dedica a cultivar un estilo: blues, jazz, lo que sea, concentrarse y perfeccionarse en algo.
A los 23 años empezaste a tocar con Jorge Drexler. ¿Qué recordás de ese primer Drexler, de esos tiempos montevideanos?
Recuerdo a un Jorge ya afincado en España (ya tenía un hijo). El primer disco en el que trabajé con él fue en Frontera, que se grabó en Uruguay, pero él ya estaba viviendo en España. Poco después de que él grabó ese disco, yo me fui a vivir a Francia. Y recuerdo un Jorge muy profesional, para mí fue un salto de profesionalismo muy grande. Con Plátano Macho éramos conscientes de la importancia de hacerlo bien y de grabar bien, pero con Jorge tuve la experiencia de tocar con músicos e instrumentistas mucho más buenos y experimentados que yo. Me obligó a exigirme más, fue un nivel de exigencia instrumental mucho mayor. Y con los años trabajé mucho con él en discos y en recitales. La forma que encontró él de llevar lo del disco a sus toques fue incorporar los músicos a los conciertos, entonces toqué mucho con él. Y poco a poco Jorge me fue dando un espacio grande en lo creativo, tanto en el vivo como en sus discos. Y eso siempre lo vi como una oportunidad y fui agradecido con él, se lo he dicho. Y en su disco Eco, yo era la pieza común de su banda en España y su banda en Uruguay.
A la música del Río de la Plata la revolucionó, ese combo de músicos argentinos y uruguayos fueron una bocanada de aire fresco. Algo tan rioplatense como el tango, una seña de identidad de por acá, la fusionaron con electrónica, y curiosamente no fueron considerados herejes. Todo lo contrario. Por mucho menos quemaron en la hoguera a Piazzolla... ¿Por qué crees que fueron bien recibidos?
Cuando recién se formó Bajofondo, no pensábamos que una banda de “tango electrónico” —etiqueta que de entrada intentamos eliminar—, lograra lo que logró. Nuestro primer disco fue de tango electrónico, ya el segundo no, porque sumó un montón de influencias de la cultura rioplatense. Creo que se creó un movimiento muy grande en torno a eso, a nuevas tendencias relacionadas con el tango. Lógicamente yo escuché a tangueros de la vieja escuela rechazar lo que hacíamos, y es entendible. Pero nosotros nunca nos pusimos en lugar de los tangueros. Piazzolla sí movió el tablero en el mundo tanguero. En nuestro grupo, salvo Javier Casalla (tocó en la orquesta de Horacio Salgán por años), ninguno de nosotros somos tangueros. Cuando empezamos a trabajar con Bajofondo hicimos un trabajo de estudio del tango, nos sumergimos en eso. Yo hice un arreglo de tango de Libertango para la Camerata de Punta del Este, hice varios arreglos de tango en La Cumparsita, pero nunca me consideré un tanguero, no lo soy. En Bajofondo nunca nos pusimos en ese lugar.
¿Y qué significó Bajofondo en tu carrera?
Muchas cosas. Ha sido un proyecto que sigue al día de hoy, estamos trabajando en un nuevo disco. Este año se cumplen 20 años de nuestro primer concierto, la idea original es de 2001 y nuestro primer disco (Tango Club) es de 2002. Son 20 años de la vida de cada uno de nosotros, es mucho tiempo juntos conviviendo, muchos momentos de mucha cercanía, varios momentos de crisis. Somos una familia, literalmente. Y al mismo tiempo, ha sido una gran plataforma para la carrera solista de muchos de nosotros. Nuestras carreras solistas, por el tipo de banda que es Bajofondo (no vivimos todos en el mismo país), Bajofondo fue un gran impulso para la carrera de muchos de nosotros.
Me da la impresión de que te embola la rutina, que necesitás componer para una película, para otro cantante, o para cine, escuchar distintos géneros musicales para luego beber de esas fuentes para hacer algo propio, y que te sentís cómodo con la versatilidad. ¿Estoy en lo cierto?
Sí, totalmente. Hay una parte que tiene que ver con una inquietud personal de explorar nuevos territorios, porque todo es complementario. El año pasado trabajé por primera vez para teatro, para la Comedia Nacional, y después para otra obra. Fue súper enriquecedor para mí. La música para cine se alimenta mucho de eso, y viceversa. Mi trabajo con el ballet La Tregua, también, porque hice la música de toda la obra de principio a fin, y fue muy rico.
“Con Bajofondo son 20 años, es mucho tiempo juntos conviviendo, muchos momentos de mucha cercanía, varios de crisis. Somos una familia. Y al mismo tiempo, ha sido una gran plataforma para la carrera solista de muchos de nosotros”
Recién en 2020 presentaste tu primera canción, 100% hecha e interpretada por vos: “Soltar tu mano” es escrita, compuesta y cantada por vos. Está dedicada a tu esposa Eloísa, que falleció en 2020. Fue una catarsis, supongo. ¿Fue poner en palabras lo que tenías atragantado y querías expresarle?
Bueno, es cierto que la escribí en ese contexto, pero traté de hacer una canción que fuera universal. No habla de la mamá de mis hijos. La realidad es que, después me di cuenta que lo que viví en esos años se volvió muy público, porque parte de mi duelo fue compartirlo, decirlo. Me costó pila. La primera vez que hablé de eso en entrevistas, me puse a llorar. Tomé como terapia el compartirlo. Entonces, después me di cuenta que lo que yo viví esos años (sumado a la pandemia)... fue un momento muy complicado, sumale mis hijos y cómo contenerlos, un montón de circunstancias que de alguna manera conectó con la gente, con la sensibilidad de la gente. Yo en toda mi vida no escondí mi vida privada, pero no tuve la inquietud de compartirla. En ese momento, por primera vez, lo hice. Esa canción entra en ese plan de compartir lo que yo viví. No sólo eso, también hubo otro evento musical, fundamental, paralelo a la canción. Y fue la composición del ballet de La Tregua.
Has contado que la viste morir a Eloísa, que le estabas sosteniendo la mano cuando falleció, de cáncer... Por esos días estabas componiendo para La Tregua, el ballet que se presentó hace poco en el Sodre. Estuviste a punto de llamar para decir que no podías seguir trabajando, que no estabas en condiciones. Pero no lo hiciste. Terminaste el trabajo. ¿Cómo ves hoy, a la distancia, ese momento tan duro: de laburar, de hacer arte, y de duelo?
Estuve a punto de renunciar, sí… Hay un momento muy particular que es cuando muere la protagonista (no es un spoiler, porque es la novela de Benedetti) y tenía muchos paralelismos con lo que yo había vivido. No la pude componer, estuve trancado meses, meses. Hablé con Marina Sánchez, ella fue muy empática y supo esperarme, aunque eso le creó un problema a ella porque tenía que avanzar. Al final, supe canalizar de manera creativa, tanto “Soltar tu mano” como esa pieza, y ahí sentí que pude desde lo musical hacerle el homenaje que ella necesitaba.
Sin un diagnóstico médico, yo creo que sufrí un período ahí de depresión… Incluso, por primera vez en mi vida hice terapia. Empaticé ahí con el mundo de la salud mental, porque sumado a la pandemia, hubo un momento en que dije: “No puedo solo con esto, necesito ayuda externa”. En el momento en que entendí que yo necesitaba estar bien, para que mis hijos estén bien —es curioso, pero si yo no hubiera tenido hijos, hubiera sido más difícil para mí— en ese momento entendí que tenía que continuar, seguir trabajando, seguir componiendo, por una cuestión de salud mía y de mis hijos. Necesité ayuda externa, y lo vi por ahí. Sumale que empecé a dar conciertos en vivos de Instagram, eso me obligó a enfrentarme a un público y tocar. Y otra cosa más: una música que compusimos con Pedro Dalton —él también me ayudó mucho, me acompañó en ese proceso, y compusimos— y eso fue una cura de salud mental.
Es difícil decir esto sin que suene a cliché, pero fue la forma que encontré para transitar el momento. Eso fue algo que me ayudó a ver la terapia: que el duelo era un momento que en algún momento había que transitar, no te lo podés saltear. Fue la manera de entender que había un después, después de eso.
“Creo que sufrí un período de depresión… Por primera vez en mi vida hice terapia. Empaticé con el mundo de la salud mental, hubo un momento en que dije: ‘No puedo solo con esto, necesito ayuda externa’. Entendí que yo necesitaba estar bien, para que mis hijos estén bien”
Sos papá de Julián, un niño con síndrome de Down, que tiene 10 años. Y Nina, tu hija, tiene 8 años, ella nació con acondroplasia, el tipo más común de enanismo. ¿Cuánto te cambiaron como persona?
Mucho, mucho, sobre todo cuando nació Julián. Cuando nació Nina, antes que naciera, con la mamá ya sabíamos que con Nina había… un tema, con Nina. Lo habíamos visto en las ecografías, aunque no sabíamos que era acondroplasia. De hecho, nos sorprendió que no fuera síndrome de Down, porque era lo esperable. Hubo un momento de miedo, de no saber qué pasaba con Nina, cuál era el tema. Le hicimos exámenes genéticos y todo, y ahí supimos. Eso nos permitió estudiar, fue un alivio grande saber a qué te vas a confrontar en la vida. Pero con Eloísa ya estábamos preparados, porque teníamos la experiencia de Julián, que fue mucho más dura porque nos enteramos que tenía síndrome de Down en el momento en que nació.
¿Te hicieron más sensible?
Sin dudas. Siento que me hizo mucho más empático con un montón de cosas, no solo con el síndrome de Down y con la discapacidad en general. Julián estuvo internado más de un mes por algunos problemas respiratorios, en principio. Entonces con la mamá convivimos casi un mes en el hospital con problemáticas bastante más graves que la nuestra: parálisis cerebral, malformaciones… Entonces, lo ponés en perspectiva y terminás valorando lo que tenés. Eso me marcó mucho. Yo tardé en hacer el duelo, el duelo del hijo que uno esperaba o soñaba y se encuentra con otra realidad. Eso dura un tiempo. Después de ese período, ya no lo ves así. Hace mucho que yo ya no me imagino cómo sería si no tuviera síndrome de Down. Es un niño que me da un montón de orgullo, lo veo crecer. Es un niño sensible. Ya no lo pienso de otra manera.
Y cuando digo esto tampoco juzgo a otras personas… Yo me enteré que Julián era síndrome de Down en el momento en que nació. Si lo hubiéramos sabido durante el embarazo, no sé qué hubiéramos hecho. Lo que sí sé es que cuando estaba en gestación Nina, sabíamos que había un problema, y ahí ni se nos pasó por la cabeza la decisión de interrumpir el embarazo.
¿Cuál es la relación que ellos tienen con la música?
Nina estudia violín, porque ella me pidió. Le gusta mucho, está muy motivada. Es un método interesante, vamos a una academia que se llama Arcos Unidos, que enseña el método Suzuki, y consiste en integrar al padre o tutor, entonces yo aprendo con ella. Compartimos el intercambio, el proceso. Julián es más de la danza, hace unos años que hace danza en el taller de Desarrollo Armónico, y está buenísimo. Son muy musicales los dos. Yo trato de motivarlos, pero no les exijo nada en absoluto.
“Hace mucho que yo ya no me imagino cómo sería si Julián no tuviera síndrome de Down. Es un niño que me da un montón de orgullo, lo veo crecer. Es un niño sensible. Ya no lo pienso de otra manera”
¿Qué es la filosofía de la belleza, un concepto muy tuyo?
Me gusta integrar el concepto de lo poético a la hora de componer y hacer música, desde un lugar muy abstracto, como el lenguaje musical instrumental. Me gusta pensar que me inspiro en cosas cotidianas tratando de encontrar la belleza que nos rodea. A eso llamo ingenuamente filosofía de la belleza. Siento que todas las personas tenemos razones para estar felices, o razones para estar tristes. Es en la manera que uno ve la vida, salvo situaciones dramáticas, pero incluso en momentos tan dramáticos que yo he vivido, he visto algo de belleza. Hoy en día me considero una persona feliz, a pesar de llevar muy internamente una profunda tristeza, pero más allá de eso, tiene que ver con ver la belleza que nos rodea. La belleza está ahí, solo hay que estar atentos para poder verla.
¿Qué has aprendido de ellos? ¿Cuál es el aprendizaje más importante que te han dado Julián y Nina?
Todos los días aprendo cosas nuevas… El hecho de ser viudo me ha obligado a tener un relacionamiento con mis hijos, como si fueran adultos: tratar de que me hablen y de que me transmitan una enseñanza, y no ser vertical o unilateral. La empatía es lo que más me ha cambiado, pero a todo nivel: ser atento a escuchar distintas sensibilidades que me ha cambiado ser padre.
¿Sos feliz?
Sí, soy feliz, pero soy consciente que tengo una tristeza que me va a acompañar siempre. Pero que no me impide ser feliz.